jueves, 16 de noviembre de 2017

"LA ONCE EN CASA" y "EL NENE" (2 capítulos de "Historias de los '60")



El año1967 deparaba una linda oportunidad para Uruguay. El campeón sudamericano, Bolivia, que había obtenido el cetro en 1963, jugando todos sus partidos en la altura de La Paz, defendía el título en la nueva edición que se jugaría en Montevideo, más concretamente en el Estadio Centenario. Para el local era una oportunidad imperdible para hacerse con el décimo primer cetro continental, en un bastión que usualmente había sido inexpugnable. Obviamente estaba aún viva la llaga de la infamia del Mundial del '66, y el pueblo uruguayo ansiaba una conquista que levantara los ánimos caídos.

En aquel Sudamericano se producía el debut de Venezuela en la justa continental. Al respecto existe una anécdota realmente imperdible que, al mismo tiempo que resulta a todas luces cómica, marca hasta qué punto el fútbol era, en ese entonces, un deporte poco menos que amateur en la nación del Caribe. Para el debut ante Chile, el 17 de enero de 1967, a Venezuela le habían asignado el carácter de visitante, por lo cual, ante la similitud de colores con el trasandino, debía utilizar una camiseta de alternativa...que por cierto no había traído a Montevideo. Chile se había negado a cambiar su indumentaria y cuando el desconcierto era total y nadie tenía la menor idea sobre cómo solucionar el problema, una mente lúcida recordaría que en algún lugar del vestuario del local, yacía sin uso un juego de camisetas de Peñarol. "¡A vos mismo!", se supone que habrían exclamado los venezolanos y terminarían debutando en el Sudamericano con la casaca del Club.Atlético Peñarol. De todas
maneras, la improvisada indumentaria no les daría suerte, ya que la usual "borra de vino", esa noche aurinegra, cayó 2 a 0 ante el favorito trasandino.

Argentina llegaba a Montevideo con un equipo feroz. Los boquenses Roma, Marzolini y Rattín -éste último el capitán del equipo-, competían en jerarquía con Bernao, el puntero derecho de Independiente y los riverplatenses Oscar "Pinino" Más y Luis Artime, goleador implacable que luego brillaría en Nacional con todo su esplendor. El albiceleste haría tabla rasa y se "llevaría puestos" a todos sus rivales hasta llegar al último encuentro del torneo ante el local Uruguay, que había perdido su único punto ante un realmente poderoso Chile, al que el tricolor Jorge Oyarbide, quien luego sería galardonado como el mejor jugador del torneo, le había empatado recién en los últimos minutos de un partido que terminaría dramáticamente igualado 2 a 2.

De ese modo, el empate le bastaba a Argentina para obtener aquel Sudamericano, aunque estaba claro que en el Centenario, bastión inexpugable, eso no se podía permitir. Los jugadores tenían eso muy claro, el técnico Juan Carlos Corazzo, suegro de su dirigido Pablo Forlán, también era consciente de ello y los 60.000 espectadores que abarrotaban el Estadio, estaban decididos a presionar a como diera lugar para que el título quedara en casa.

La historia del fútbol rioplatense marca que Argentina siempre jugó mejor fútbol que Uruguay y que las muchas veces en que la "celeste" se impuso, siempre lo hizo en base a "garra" y jugando al filo del reglamento, pero fundamentalmente apelando a figuras claves, desnivelantes, con la jerarquía imprescindible para decidir partidos trascendentales. Con las excepciones de siempre, que no hacen más que confirmar la regla, esa es una premisa auténtica, verdadera. Y esa noche del 2 de febrero de 1967 no escaparía de esa sentencia. Apenas el árbitro chileno Mario Gasc había dado por iniciadas las acciones, el centre half uruguayo Carlos Paz, un grandote perteneciente a Racing Club de Montevideo, dejaría su zona, enfilaría como un cohete hacia donde el hábil y veloz puntero izquierdo Oscar "Pinino" Más iniciaba la carrera hacia las últimas posiciones "celestes" y literalmente lo tiraría afuera de la cancha de un “patadón”. "Pinino" contaría con la suerte que un precavido funcionario de CAFO había cerrado la puerta del túnel central del Centenario. De haber sucedido lo contrario, el diminuto puntero hubiera rodado escaleras abajo, con consecuencias imprevisibles, claro está. Curiosamente Paz era un "5" muy técnico y poco rudo, pero justamente su acción, inusual en él, dejaba clarísimo que aquella era una noche muy especial, en la que se necesitaría mucho de ese tipo de intervenciones, si Uruguay pretendía llevarse ese Sudamericano frente a tan encumbrado oponente.

En una época en que las tarjetas eran aún un proyecto, ya que no se implantarían hasta el Mundial de México '70, nadie se sorprendía si un brusco defensa local tenía a los saltos al mejor delantero visitante y eso sería exactamente lo que sucedería en aquel super clásico rioplatense entre el moreno Elgar Baeza, recio zaguero de Nacional, y el formidable goleador Luis Artime. Efectivamente, aquel armatoste de back derecho se estaba dando el lujo de sacar a patadas del área al goleador del torneo. Lo curioso del caso es que, empleando la jerga popular porque siempre resulta ser la más gráfica, Artime siempre había ido “pa’delante”, jamás arrugaba, cualidad que luego se encargaría de comprobar con creces durante su gloriosa etapa en Nacional, pero los “patadones” que le tiraba su futuro compañero de equipo, el negro Baeza, en aquella especie de final del ‘67, había que esquivarlos como fuere, ya que, de ser alcanzado por alguno de esos “viandazos”, su carrera, en el mejor de los casos, seguramente se hubiera visto abruptamente interrumpida.

Lo de Paz, lo de Baeza y mucho más, habían sido suficientes argumentos para que Argentina no pudiera acercarse siquiera al área del local y se limitara a tratar de mantener un empate que le daba el torneo. En la Olímpica Javier se miraba con sus amigos. La preocupación de ellos y del resto de la concurrencia era silenciosa pero palpable. Todos lo pensaban pero no se animaban a decir que el libreto se estaba recitando a medias, porque con el empate Argentina sería el campeón. Y eso no podía permitirse, de modo que se necesitaba recordar la segunda parte del libreto: tal vez un toque de calidad, aderezado con unos cuantos kilos de potencia y dirección, pudieran ser la solución.

Pedro Virgilio Rocha era un número "8" de Salto que, en lugar de jugar, parecía pasearse elegantemente en una recepción de gala. Con la pelota en sus pies, disfrutaba de una cadencia muy especial, balanceándose hacia derecha e izquierda, con distinción de príncipe. Era capaz de pases antológicos, pero cuando elegía el "dribling" largo hacia la derecha y parecía estudiar una ecuación distancia-potencia, había que esperar lo peor para el arquero rival. Con esa amenazante actitud, a los 74 minutos de juego de aquella auténtica final, cruzaría la mitad de la cancha y lo que seguiría sería una pelota disparada como bólido que se colaría abajo, junto al palo izquierdo de la Colombes, sin que la estirada de Antonio Roma pudiera evitar el gol que le daría el décimo primer Campeonato Sudamericano a Uruguay.

Dirigidos por Juan Carlos Corazzo, Ladislao “Chiquito” Mazurkiewicz, Héctor “Piolín” Cincunegui (82’ Pablo Forlán), Elgar Baeza, Luis Varela, Juan Martín Mugica, Carlos Paz, Héctor “Chino” Salvá (63’ Ruben Techera), Pedro Virgilio Rocha, Domingo Pérez, Jorge Oyarbide (46’ Vera) y José “Pepito” Urruzmendi, fueron los que conquistaron “La Once” para Uruguay, derrotando a una poderosa alineación argentina, integrada por Roma, Acevedo, Calics, Marzolini, Albrecht, Rattín, P. González, Sarnari (85’ Angel C. Rojas), Bernao (75’ Raffo), Artime y Más (75’ Carone).

Javier y sus amigos se unirían a los que ni por asomo habían considerado aquello como revancha del despojo de Inglaterra '66, pero al menos la eterna vuelta olímpica, acompañada por la estruendosa ovación del colmado “Centenario” había forzado a recordar que la "celeste" estaba viva y, lo más importante, que era la misma de siempre.





“EL NENE”


“Mirá qué “nene” que trajo Nacional”. El padre de José Luis, uno más de la “barra” de Javier, era un gran hincha de Nacional y esa mañana lucía eufórico, al tiempo que le mostraba a su hijo la página de deportes de un matutino montevideano, donde la gran noticia del día aparecía resaltada en forma espectacular, con fotos del gran goleador argentino José Francisco Sanfilippo, enfundado en las camisetas de San Lorenzo, Boca Jrs. y la selección argentina, equipos todos que habían disfrutado del arte de sus goles multifacéticos. De taquito, de cabeza pese a su corta estatura, con remates de izquierda o de derecha, desde 40 metros o en el área chica, el repertorio del bautizado con el seudónimo de “Nene” era un flagelo para los arqueros de los ’60.

Sanfilippo había nacido en Buenos Aires, el 4 de mayo de 1935 y desde 1953, cuando debutara con solo 18 primaveras, hasta 1962, pasaría el tiempo fusilando arqueros con la “azulgrana” del club que se transformaría en su casa futbolística: San Lorenzo de Almagro. Para los “santos” de Boedo, que ni soñaban con que más de medio siglo después se transformarían en el cuadro del Papa, el popular “Nene” anotaría la friolera de 200 goles convirtiéndose, por orden cronológico, en el segundo referente histórico de ese club grande argentino. El otro gigante había sido Rinaldo Martino, quien también, con el tiempo, resultaría ídolo tricolor. En 1963, cumplido su primer ciclo en su club de origen, el travieso “Nene” haría tabla rasa con la camiseta de Boca Jrs. y solamente el Santos de Pelé le arrebataría al gran equipo de la “Ribera” la Copa de Campeones de América de esa temporada. Dos Campeonatos Mundiales, el de 1958 en Suecia y el de 1962 en Chile, lo habían visto brillar con la camiseta de la selección argentina, aparte del Campeonato Sudamericano que lograra con la albiceleste en 1957.

Egocéntrico como pocos, tras considerar que el entrenador boquense le había faltado el respeto durante un amistoso de pre-temporada, provocaría con su reacción que uno de los presidentes más famosos de la historia de Boca, el histórico Alberto J. Armando, le rescindiera el contrato. No tardaría nada en encontrar un nuevo club al que, ya en nuestros días, durante una visita a Montevideo, reconocería como su segunda casa: “para mi es San Lorenzo y después Nacional, no tengo dudas”. En esa época el tricolor remaba contra la corriente, tratando de oponer la mayor resistencia posible a un Peñarol que demolía rivales como quien pela papas. Tras reconquistar la Copa Uruguaya en 1963, el club de los Céspedes se aprontaba para su segunda participación en la Copa de Campeones de América, que por entonces disputaban solamente los monarcas nacionales de cada país sudamericano. El único caso en que la Confederación Sudamericana de Fútbol aceptaba dos representantes de un mismo país, era el de la nación a la que pertenecía el último campeón del torneo, así que en dicha situación participaban el Campeón de América y el club mejor colocado en el torneo local del país del monarca continental. En el caso concreto de la edición 1964 de la Copa, el campeón anterior había sido el Santos de Pelé, de modo que Nacional quedaba ese año como único representante uruguayo.

En los directivos tricolores de la época existía el convencimiento que necesitaban reforzar la parte ofensiva del equipo, si pretendían obtener la Copa de Campeones y quedar así más cerca de las dos que ya ostentaba el rival tradicional. Con el entrenador brasileño Alfredo “Zezé” Moreira, se había logrado un sistema defensivo casi inexpugnable, con el capitán del equipo, Emilio “Cococho” Alvarez, en el apogeo de su carrera, complementado por la fuerza tremenda del moreno Elgar Baeza y dos laterales firmes, sobre todo en el caso del consolidado Héctor “Piolín” Cincunegui. En el mediocampo Eliseo Alvarez y Vladas Douksas eran una firme contención, mientras que Mario “Mariolo” Bergara representaba la cuota pensante de la oncena, con pases antológicos y buen remate de media distancia. Adelante la velocidad sin demasiado discernimiento del ex-Rampla Jrs., Domingo Pérez, pretendía encontrar un complemento en el brasileño “Jaburú” quien, pese a su condición de duro, voluntarioso y luchador, no terminaba de convencer...al menos sin un socio de mucho mayor calidad que la que el moreno norteño podía exhibir.

Cuando El “Nene” Sanfilippo “se divorció” de Boca, los directivos tricolores estuvieron rápidos, lo cual en esa época, marcada por los triunfos politicos de Cataldi y compañía, era mucho decir y, más que eso todavía, configuraba toda una excepción a la regla. El gran goleador llegaría a Montevideo en mayo de 1964 y, casi sin dejarlo respirar, se lo llevarían de gira por Europa, una de las tantas en esa época, en tiempos en que para ambos grandes del fútbol uruguayo el concretarlas era cosa de todas las temporadas. Concretamente, la gira de 1964 resultaría literalmente un paseo para Sanfilippo y su séquito. Las goleadas estrepitosas seguidas de triunfos generalmente cómodos, tendrían el denominador común de los goles del argentino. En un tiempo en que la televisión era casi de otro planeta y con el fútbol tenía poca o ninguna relación, a la vez que la gran extensión de aquellos maratónicos “tours” hacía imposible que las radios los cubrieran, la única forma que tenía el hincha para enterarse de los resultados, era llamar por teléfono a la sede del club a la hora en que consideraban podría haber alguna novedad. Un saturado pero feliz telefonista contestaba casi siempre con un, por ejemplo, “Nacional 3 a 1 con dos de Sanfilippo”.

Pero para ese entonces los hinchas tricolores nunca habían visto al “Nene” con la blanca de Nacional y no lo verían hasta que, luego de concretar 10 goles en 12 presentaciones de esa histórica gira tricolor de 1964, Nacional invitara, para su debut en Uruguay, a Colón de Santa Fe, equipo que venía de vapulear en su estadio, más tarde llamado “Cementerio de los Elefantes”, al Campeón de América, nada menos que el Santos de Pelé. De los cinco goles que Nacional le estampara en el “Centenario” al encumbrado Colón, cuatro los convirtiría José Francisco Sanfilippo, a la vez que regalaría la asistencia para el restante. Un debut tan soñado que hasta hoy el gran goleador argentino lo rememora cada vez que tiene la oportunidad de darse una vuelta por Montevideo. La mesa estaba servida para las semifinales de la Copa de Campeones, ya que la fase de grupos se había disputado en el verano de ese mismo 1964 (antes de la llegada de Sanfilippo) y, como era sana costumbre por entonces, había sido un galope para el equipo uruguayo de turno, en éste caso Nacional.

El prestigioso Colo Colo esperaba para las semifinales y toda la expectativa estaba centrada en José Francisco Sanfilippo, a quien el club había contratado específicamente para conquistar su primera Copa de Campeones de América (años después “Libertadores”). Un 4 a 2 lapidario cerraría el partido de ida en Santiago, con dos goles del “Nene” y una actuación memorable que llevaría al entonces relator Heber Pinto a enfatizar, en un pasaje de su narración, que “el argentino la lucha en la mitad de la cancha como si fuera un uruguayo...” Otro 4 a 2, ésta vez en el “Centenario”, sellaría la suerte de los chilenos y clasificaría a Nacional para disputar su primera final de la Copa. El Independiente que tendría enfrente era un gran equipo pero nadie dudaba que la presencia del super-goleador argentino volcaría la balanza a favor del club uruguayo.

El técnico “Zezé” Moreira concretaría un amistoso ante el carioca Vasco da Gama, a disputarse el sábado previo a la primera final ante el “rojo”, con el fin de agregarle una buena dosis de exigencia a la preparación tricolor para la gran final. En aquella tarde nublada, al borde del área de la Colombes, comenzarían a esfumarse las esperanzas de Nacional de obtener su primera Copa de Campeones de América. En una jugada rara, difícil de precisar, un defensa brasileño llamado Fontana, quebraría la tibia y el peroné de José Sanfilippo. Mucho se hablaría en su momento sobre una incidencia que resultaría decisiva para el futuro tricolor, tanto en las inminentes finales de la Copa como en la posterior actividad local. Tanto se diría, que hasta se llegaría a acusar a Alfredo “Zezé” Moreira de haber mandado al tal Fontana a quebrar a Sanfilippo ya que, según esas versiones, el entrenador carioca pretendía ser la estrella y el forjador exclusivo del futuro campeón de América y el “Nene”, con su capacidad goleadora y su calidad suprema, le estaba haciendo sombra y amenazaba con eclipsarlo. Por más que nunca se confirmaría la veracidad de tal acusación, actualmente Sanfilippo continúa endilgándole a Fontana el haberlo lesionado en forma intencional, remarcando en una nota de la actualidad con el periodista uruguayo Jorge Savia, que cuando el brasileño intentó disculparse, él le contestó enfurecido que “no te quiero ver nunca más, no me hablés ni te me acerqués, vos sabés que me quebraste a propósito”.

Tres días más tarde un robo descarado terminaría de arrebatarle a Nacional esa Copa de Campeones de América con la que tanto habían coqueteado las vitrinas de su sede social. Como si no fuera suficiente el hecho de haberse quedado sin su máxima estrella, en la que estaban depositadas todas las esperanzas tricolores, un árbitro holandés nacionalizado peruano, llamado Leo Horn, anularía a instancias de su primer asistente, el línea de la América, dos goles perfectamente legítimos convertidos a Independiente por José “Pepe” Urruzmendi y por Mario “Mariolo” Bergara, ambos en el primer tiempo y en el arco de la Amsterdam. Se alegaban sendos fuera de juego que no habían existido ni por asomo y eso a cuenta de que en esa época ni se televisaban los partidos en directo, ni existían las mil y una tomas, en cámara lenta o detenida, que pudieran avalar una opinión, en uno u otro sentido. Además, por aquellos tiempos los árbitros muy frecuentemente solían desestimar las indicaciones de los líneas, si es que consideraban que éstas eran claramente equivocadas. De ese modo el tal Leo Horn, un ex-combatiente de la Resistencia holandesa durante la II Guerra Mundial, ante la evidencia hasta grotesca de la licitud de ambos goles de Nacional aquella noche, debió haberlos validado de todos modos, aún yendo contra la apreciación errónea de su colaborador. De nuevo aparecerían las lenguas viperinas –¿o ésta vez no lo eran tanto?- diciendo que Horn, quien había llorado la muerte de un hermano en un campo de concentración, había ofrecido sus “bondadosos” servicios al presidente de Nacional, el Dr. Eduardo Pons Etcheverry y, ante la negativa tajante de éste, había sido finalmente sobornado por los directivos de Independiente. De todos los rumores circulantes al respecto, ésta era la teoría que contaba con más adeptos en el público uruguayo pero, a decir verdad, tenía muchos vacíos, entre ellos la pregunta que muchos se hacían: ¿si Horn fue primero a ofrecerse a Pons Etcheverry, por qué el presidente tricolor no había denunciado el hecho, habiendo permitido en cambio, con su actitud pasiva, que el árbitro peruano-holandés supuestamente cruzara el charco con su deshonesta oferta? Una noche de sombras había dejado eso, justamente sombras y muchas, demasiadas…

El 0 a 0 del Centenario terminaría siendo lapidario y en Avellaneda, con gol del volante Mario Rodríguez, Independiente se impondría por 1 a 0 y se llevaría la primera de lo que luego se transformaría en una importante serie de Copas de Campeones de América (posteriormente “Libertadores”), que le harían acreedor a la denominación de “Rey de Copas”. Para el anecdotario quedaría el gol que el sanducero Jorge Oyarbide se perdería a poco del final cuando, sólo ante el arquero Santoro, levantara su frentazo por encima del horizontal, perdiéndose así el tricolor el empate y el pasaje a un tercer partido en campo neutral. Muchos se lamentarían de que, si en lugar de ese gran futbolista que era sin duda Oyarbide, hubiera estado en la incidencia el ”Nene”, otro hubiera sido el cantar.

Mientras tanto José Francisco Sanfilippo, prendido de la radio, se mordía de rabia e impotencia en el sanatorio, iniciando una recuperación que sabría de complicaciones que no le permitirían regresar a las canchas hasta la temporada 1965, durante cuyo transcurso también haría de las suyas. Entre las “depredaciones” que cometiera el “Nene” en ese segundo período con la tricolor, tras su dura rehabilitación, destacan nítidamente dos. A la primera de ellas se le denominaría en su momento como “el gol de la sotana”. En la semana previa a uno de los dos clásicos del Campeonato Uruguayo de esa temporada, el arquero de Peñarol, Ladislao Mazurkiewicz, había declarado a la prensa, muy suelto de cuerpo, que “Sanfilippo no me hace un gol ni loco, me hago cura si me hace uno”. A los 7’ de aquel partido, ya ganaba Nacional 1 a 0 con gol del “Nene” y, según recuerda el propio goleador, no desprendiéndose de su clásica bravuconería, “al otro día toda la prensa publicaba direcciones donde se vendían sotanas para que Mazurkiewicz fuera a comprarse una ahí”. La segunda “depredación” la configuraría un gol de taquito a Danubio, tras una pared con el también argentino Pedro Prospitti, ex-Independiente contratado por Nacional precisamente en esa temporada de 1965.

“Me la devolvió (la pelota) demasiado arriba, no podía patearla y para la cabeza venía muy baja, lo único que me quedó fue taquearla y salió al ángulo. Como el arquero voló y hasta llegó a rozarla, lo hizo todavía más espectacular”, relataba Sanfilippo en una de sus frecuentes excursiones a Montevideo.

¡Qué “nene”! Muchos llegarían a considerarlo como el segundo jugador sudamericano de la época, claro está, detrás del “Rey Pelé”.

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