jueves, 28 de septiembre de 2017

YE YE YE...

     Los fines de semana tocaba también fútbol, el pan de cada día, pero el escenario se trasladaba a unas pocas cuadras del gran parque. Las canchas en las que se jugaba –y aún se juega- aquella Liga barrial, casi se tocaban con las rocas y hasta podría decirse que estaban en complicidad con ellas, porque el piso era tan impiadosamente duro y peligroso, que ciertamente resultaba un milagro de cada día que ninguno de los futbolistas resultara quebrado en varias partes durante cualquiera de los partidos que allí se dirimían. En algunos sectores las rocas estaban descaradamente a la vista y en realidad la pregunta que yacía agazapada siempre en la punta de la lengua, era para qué los jugadores, con semejante entorno, calzaban zapatos de fútbol, cuando la finalidad de los tapones de la suela es afirmarse lo mejor posible en el césped húmedo y resbaloso. Y allí, en la década de los ’60, el césped jamás se divisó ni siquiera en fotos trucadas.

      El campeonato de la Liga se disputaba los sábados de tarde y los domingos por la manana y por la tarde. El club que reunía a Javier y su banda era sencillamente paupérrimo, pero como estaba en la Serie “B”, en una Liga donde había solamente dos categorías –“A” y “B”- matemáticamente no podia caer más abajo, de modo que ahí peleaban, siempre oscilando entre “Guatemala” y “Guatepeor”. De todos modos, con el correr del tiempo, Javier y algunos de sus amigos terminarían pidiendo pase a otros equipos de la Liga con mayor potencial y así, al menos de vez en cuando, saborearían las mieles del éxito.
   
      Todos los clubes aglutinaban futbolistas de distintas edades, niveles educacionales y culturales. Algunos eran obreros, otros oficinistas y otros, como Javier y los suyos, estudiantes muy jóvenes, adolescentes en muchos casos. Clubes del barrio competían con equipos de otras partes de la ciudad, algunos de ellos bastante “pesados” por cierto, como lo era alguna institución de la zona portuaria, a título de ejemplo. Cuando tocaba enfrentar a alguno de ellos, estaba en la tapa del libro –y eso rige para cualquier época y en cualquier parte del planeta- que lo peor era “arrugar”. Aquellos pesos pesados, al mejor estilo de los perros, olían el miedo en los rivales y ahí ya no los paraba nadie, ganaban aunque tuvieran que arrancar las rocas de los costados de la cancha y tirárselas por la cabeza a los rivales, aunque justo es decir que jamás habían llegado a mostrar esos super-poderes.

       Cuando el fixture les marcaba que debían jugar un domingo por la manana, Javier y sus amigos sabían que la tendrían realmente complicada, porque era prácticamente imposible que cada sábado por la noche no tuvieran un baile como cita de honor, ineludible por cierto. Generalmente se trataba de cumpleaños de 15, acontecimientos que en los ’60 eran moneda corriente y se celebraban tanto en casas de familia como en salones alquilados a distintos clubes. Allí los chicos bebían, comían y bailaban hasta quedar “de cama”. Durante esas fiestas Javier y los suyos acunaron sus primeros romances con los acordes de la música de los Beatles y de una pléyade interminable de conjuntos musicales (actualmente se diría bandas), que, en vivo o a través del disco, intentaban por todos los medios a su alcance parecerse a los que ostentaban la condición de reyes del rock de la época, los llamados cuatro de Liverpool, John, Paul, George y Ringo.

       Javier llegaba exhausto al apartamento, colgaba cuidadosamente el traje, la camisa y la corbata, dormía un par de horas, tomaba su bolso con el equipo y ponía rumbo a las canchas. Aquel ejercicio, aún realizado en épocas de clima benigno, era duro, pero en medio de un invierno crudo, llegar en esas condiciones físicas lamentables a despojarse del vaquero al aire libre, para quedar en short de fútbol, era simplemente terrible. Claro, al poco tiempo, la adrenalina corriendo a mil por las venas, ya había dejado atrás muy rápidamente toda aquella resaca y lo único que importaba, una vez más, era la famosa pelotita que alguien había creado a fines del siglo XIX, para solaz de todos los que vinieran atrás.

       Aquello había empezado para Javier y su banda en un domingo lluvioso y aburrido de 1964, cuando Pedro, uno de los integrantes del grupo, llamara al timbre de su apartamento, explicándole que gran parte de la “barra” los esperaba en el principal cine del barrio. Javier no lo pensó y bajó rápidamente al encuentro de su amigo. De camino a la sala Pedro le había explicado que estaban todos muy entusiasmados, ya que la película que iban a ver trataba de un conjunto musical inglés, cuyo éxito resonante hacía delirar multitudes y provocaba que las mujeres lloraran histéricas y se tiraran de los pelos durante sus recitales y también cuando tenían la oportunidad de verlos en vivo, por ejemplo tras un encuentro con la propia Reina de Inglaterra o estando de camino hacia algún aeropuerto rumbo a una de sus giras mundiales.

     Mientras esperaban en la cola, ya con las entradas en la mano, Pedro, quien era el que más dominaba la faceta musical dentro del grupo de amigos, les había escrito en un papel el detalle completo de los jóvenes: el guitarra rítmica John Lenon, el bajista Paul McCartney, el primera guitarra George Harrison y el baterista Ringo Starr. Luego de haber visto aquella tarde “Anochecer de un Día Agitado” (“A Hard Day’s Night”), el grupo de amigos ya no se separaría más de lo que se daría en llamar la “Beatlemanía”. En todas las fiestas, fueran o no cumpleaños de 15, sonaba la música y el ritmo de aquellos jóvenes de pelo largo con flequillo, vestidos casi siempre con trajes grises ajustados y solapa negra, calzados con botas cortas con cierre al costado.

      En 1957 se habían iniciado como tantos, casi sin pena ni gloria, tocando para unos pocos solitarios en distintos lugares de la ciudad de Liverpool, dándose el nombre de “The Quarrymen”, vistiendo camperas de cuero negras y peinándose al estilo de Elvis Presley. Aquellos jóvenes lograrían finalmente asentarse en una taberna de Liverpool llamada “La Caverna”. Tras un par de pasajes exitosos por la alemana Hamburgo, se uniría al grupo el baterista Ringo Starr, sustituyendo al díscolo Peter Best y en 1961 los vería en Liverpool un tal Brian Epstein, por entonces modesto vendedor de discos de la ciudad. Este buen hombre quedaría tan impresionado por la calidad del grupo, que tomaría la decisión de representarlos, pese a que hasta ese instante carecía de toda experiencia al respecto. De Epstein al productor George Martin el salto sería casi instantáneo y “Los Beatles”, de la noche a la mañana se encontrarían grabando, ya en 1962, su primer disco simple llamado “Amame” (“Love Me Do”). Como en catarata, en rápida sucesión, vendrían luego “Por Favor Yo” (“Please, Please Me”), “Para Ti” (“From Me to You”) y “Ella te Ama” (“She Loves You...ye,ye,ye...”), temas todos que treparían hasta lo inconcebible en los rankings del Reino Unido.

       En 1964 coparían Nueva York, y para entonces ya quedaba muy claro que nada ni nadie los detendría. Aquellos cuatro flequilludos se habían transformado en la avanzada de una invasión musical británica a los Estados Unidos, ya que muy pronto les seguirían otros conjuntos de la talla de los “Rolling Stones”, “Los Animales” (“The Animals”) y “The Who”. El pelo largo se extendería como reguero de pólvora en todos los rincones del planeta, al menos aquellos en los que la civilización occidental tenía aunque fuere una mínima influencia. El problema para los mayores de la época era que los pelilargos de sus hijos comenzaban a rebelarse contra todo lo establecido. Lo usual, lo que hasta entonces era lo de todos los días, se había transformado en motivo de rebelión. El movimiento que en los ’50 había iniciado Elvis Presley, el Rey del Rock, lo habían consolidado y perfeccionado los Beatles en la siguiente década. Ya la revolución sobrepasaba lo meramente musical para encaramarse en el estrato social. La sumisión de los jóvenes pasaría a ser cosa de otro planeta.

      “Estos cuatro melenudos pudrieron todo, mirá lo que son los jóvenes de ahora, mirá si yo le iba a contestar así a mi padre, me aterrizaba de un cachetazo”. Expresiones como la que compone la frase anterior, eran dichos de todos los días en boca de los mayores a lo largo de la década de los ’60. En buen romance podría afirmarse que el cambio de ritmo musical que impusieron los Beatles y que siguieron conjuntos como los “Bee Gees”, los “Beach Boys”, “The Animals” “The Who” y “The Dave Clark Five”, entre una cantidad imposible de enumerar y de nombrar, pero destacando muy especialmente a los “eternos” “Rolling Stones”, justamente por su increíble e insólita vigencia actual, nada menos que medio siglo después, fue también un cambio de ritmo social, educacional y cultural, que se dió muy especialmente en la clase media de los pueblos de la civilización occidental, pero sin excluir en lo más mínimo a las clases alta y baja, que también lo experimentaron, aunque en menor medida. Promediando los ’60 Javier, sus amigos y todos los adolescentes vivían preocupadísimos por encontrar el lugar adecuado para excavar un pozo que fuera lo suficientemente profundo como para enterrar el Viejo Far West, hasta entonces la única marca de vaqueros que se usaba en Uruguay. La gran ambición era llegar a juntar el dineral que se necesitaba para comprarse un “Lewis” o bien un “Lee”, entre las marcas que más obsesionaban a la juventud de aquel tiempo...y cuanto más descolorido, mejor todavía. En invierno la onda era el rompevientos de lana negro que usaban John, Paul, George y Ringo y si daba “la tela” para comprarse las botas negras con cierre al costado, el individuo pasaría a ser el tipo más feliz del planeta.

       La explosiva minifalda sería el agregado femenino al jean importado y descolorido y las chicas la llevaban con total desparpajo, ignorando el gesto horrorizado de sus mayores, quienes a esa altura ya no entendían, ni querían entender nada sobre la revolución social que comenzaba a tomar forma al ritmo del “ye,ye,ye”. Los Beatles encontrarían rápidamente adeptos en el mundo del espectáculo y en el deporte les surgiría un aliado inesperado por completo: el enorme Muhammed Alí, el peso pesado de los contestatarios. Lo cierto es que los cuatro de Liverpool no entrarían en la historia solamente por haber promovido y concretado una revolución musical en plena mitad del siglo XX, sino porque a partir de su surgimiento ya nada sería igual. Los adolescentes de entonces habían pasado raya y la relación que mantendrían en el futuro con los hijos que procrearan, sería por cierto muy distinta a la que había signado su convivencia con sus propios padres. Y eso no fue nada malo. Y tampoco fue nada bueno. Simplemente fue y será, porque la historia del planeta demuestra que ciertas cosas que pasaron, como esa revolución de los ‘60 por ejemplo, vienen sin marcha atrás.

       Tras el fallecimiento de Brian Epstein, acaecido en 1967, ya nada sería igual y los roces entre las personalidades fuertes de John Lennon y Paul McCartney, compositores de casi todas las canciones del grupo en una orgía de creatividad incomparable, ya no tendrían al “padre” que los mitigara hasta hacerlos desaparecer. El fin de “Los Beatles” se estaba extendiendo desde sus conciertos en vivo, a los que ya habían puesto punto final, a su discografía. Tras grabar los proyectos pendientes y lograr en 1970, al fin de la década, uno de sus éxitos más resonantes con el imperecedero “Déjalo Ser “ (“Let it be”), cada uno de ellos decidiría tomar su propio camino. “Los Beatles” se habían separado pero quizás en aquel lejano 1970 no tuvieran ni la más remota idea de la estela que habían dejado y que hoy sus canciones serían auténticos himnos para generaciones que, lo único que ansiarían tanto como deleitarse con ellas una y mil veces, era que alguien les contara más sobre esos cuatro fenómenos que habían revolucionado el planeta con el pelo largo, dos guitarras, un bajo, una batería y... toneladas de talento.

jueves, 21 de septiembre de 2017

LA HUELLA DE LOS '60  



PROLOGO

      Las historias sobre los años ’60 que se desmenuzan en éstas líneas están en cada caso condimentadas con las vivencias de un grupo de chicos, a quienes esta prolífera década, en la que ciertamente sucedió de todo un poco en Uruguay y en el mundo, los soprendió saltando de niños a adolescentes y de adolescentes a jóvenes. Los nombres utilizados son ficticios, aunque las andanzas de ese grupo por un barrio que en esa época aún conservaba los rasgos populares que hoy perdió hace mucho tiempo ya, están verdaderamente conectadas con la realidad que se desmenuza a través de los distintos capítulos de éste libro.
     En todos los casos la visión de los hechos se nutre de imprescindibles datos históricos e informativos que los alimentan y los explican y sin cuyo aporte hubiera resultado literalmente imposible la confección del presente trabajo. Inclusive puede agregarse, respecto a éste punto, que muchos de esos elementos claves eran desconocidos por los jóvenes protagonistas de las vivencias, pero aún así su inclusión continúa resultando un elemento básico para que el relato de los hechos esté revestido de una elemental coherencia y exhiba el sentido que tales acontecimientos realmente tuvieron al momento de proyectarse hacia el estrato social de la época en cuestión.
     Obviamente acá no se desentrañan todos los hechos de la década, sino solamente aquellos que dejaron una marca imborrable en ese grupo de amigos, ya que una recreación de época siguiendo una línea meramente cronológica, carecería del sentido básico que se pretende comunicar al lector a través de las historias que siguen.

EL HABITAT

     Siempre le pasaba lo mismo, cada vez que pisaba el césped el olor a la hierba húmeda y a la pelota de cuero –sin plastificar, bendita sea- que llevaba en la mano, le causaba un efecto similar al de una droga que le estimulaba la adrenalina hasta límites impensados. Aquellos eran los días, esas jornadas interminables en época de vacaciones eran memorables y al caer las primeras sombras de la noche lo sucedido durante el “movido” (la denominación moderna es “picado”), era reproducido en decenas de anécdotas, las cuales normalmente comenzaban con un “¡qué bueno que estuvo locoooo”!
     Normalmente era Javier quien aportaba la pelota con ese delicioso olor a cuero que tanto disfrutaba. Eran de las que se mojaban con la lluvia y subían de peso como por arte de magia, de modo que corazón valiente debía tener quien se atreviera a cabecearla en tales condiciones. De a poco iban llegando, de todas partes, desde los cuatro puntos cardinales fluían adolescentes. Parecía la escena de una película, cuando la cámara muestra a una persona en primer plano, pero a medida que el foco se va alejando y amplía el espectro de la visión, van apareciendo más y más individuos que rodean al primero hasta hacerlo desaparecer en medio de esa masa humana.
     Pero Javier tenía su propia barra; no eran muchos y casi todos asistían al mismo colegio y liceo de curas, a muy pocas cuadras de distancia del parque que los convocaba en cada una de esas jornadas de ocio. Sin embargo, lo pintoresco de aquellos “movidos” era que a la barra se le pegaba gente que los chicos ni siquiera conocían y que se veían inexorablemente atraídos por el rodar de la pelota sobre el césped del parque. Era como si pusieran un imán en el centro de la improvisada cancha y éste atrajera a decenas de muchachos cada día. Con arquero o con arcos chicos marcados por bolsos o bultos de ropa, la pelota comenzaba a rodar y nadie pedía ni daba tregua. Aquello iba en serio, al punto que existían roces que, más de una vez, terminaban mal, hasta que los más centrados conseguían separar a los belicosos y el “movido” seguía su curso como si nada hubiera sucedido. Los dos gigantescos y ancestrales ombúes oficiaban de mudos testigos del enfrentamiento, a la vez que los que habían llegado demasiado tarde los utilizaban de graderías desde las cuales no se perdían ni una incidencia del partido en cuestión.
     Solamente dos elementos tenían el poder suficiente para interrumpir el “movido”. Uno de ellos era el sufrido guardián del parque que, de tanto en tanto, se mandaba un viajecito desde su puesto habitual hasta la improvisada canchita, para advertirles por enésima vez a los chicos que estaba terminantemente prohibido jugar al fútbol en el predio. De más está aclarar que, no bien el pobre hombre les daba la espalda y emprendía el regreso hacia su cubículo, la pelota comenzaba a rodar de nuevo. A lo lejos, el guardián advertía, una vez más, que su gestión había fracasado...como siempre pasaba, claro está, faltaba más, por lo cual el trabajador solamente atinaba a encogerse de hombros y encerrarse en su refugio junto a su mate y la infaltable “Spica”, aquella pionera de las radios portátiles, toda una reina de los ’60. El segundo factor que podía truncar el partido, era el autobús que corría raudo por la calle paralela al largo del improvisado campo de juego. En éste caso, obvio es puntualizar que si la pelota iba a parar debajo de una de las ruedas del “monstruo”, nunca hubiera existido árbitro con más autoridad y energía que ese para dar por terminado el encuentro. Tras la enorme frustración, venía la colecta entre los que podían aportar, que no eran todos por cierto, y el consiguiente viaje hasta el centro de la ciudad para comprar un nuevo balón y rezar para que no corriera –“por favor, la boca se te haga a un lado”- el mismo desgraciado destino del anterior.
       Pero en una jornada normal el “movido” se prolongaba hasta que no se veían ni las manos. La noche sorprendía al grupo disgregado, todos tirados en el césped, exhaustos, comentando las incidencias del encuentro, sin dejar afuera las clásicas “cargadas” de los ganadores hacia los desafortunados derrotados de ese día. Claro que ninguno de ellos, ni Javier, ni sus amigos, ni los “paracaidistas” que se arrimaban diariamente al lugar para pegarle a la pelota, lograrían olvidar jamás la noche en que, llegado justamente ese instante de los comentarios sobre la jornada, el heladero del parque, quien siempre terminaba uniéndose al “movido”, había quedado precisamente “helado” de sorpresa y desolación, luego de comprobar que “inexplicablemente” faltaban unidades de su recipiente. Fue en ese preciso momento que el pobre hombre atinaría a recordar que uno de los gitanos “paracaidistas”, de los que caían sin saber de dónde, le había metido un pase extrañamente largo, tanto que había tenido que ir a buscar el balón en el siguiente segmento del parque, al que se llegaba cruzando una calle, habiendo tardado así el tiempo suficiente para que el “ligero” individuo pudiera acceder a la heladerita y desaparecer detrás de uno de los gigantescos ombúes con parte del preciado contenido.
      Allí, tirados todos sobre el césped, relajando los agotados músculos, aquellos chicos –y hasta los propios “paracaidistas” que caían literalmente de arriba- se sentían realmente en su hábitat. Tras las anécdotas, llegaba para Javier y sus amigos el momento de planificar la actividad de aquella noche de vacaciones. Una constante en el esquema era el ir a comer muzzarellas y beber la recientemente aparecida Coca Cola mediana, en la nueva pizzería de la esquina, ubicada en diagonal con el gran reloj de pie que haría época en aquel barrio y que, por cierto, áun hoy se añora. Cuando por fin cada uno dejaba el parque rumbo a su hogar en busca de la ducha reparadora y un buen licuado de banana con leche para reponer las menguadas energías, los murciélagos del lugar resoplaban la bronca contenida y salían por fin desde los huecos de los dos enormes ombúes para apropiarse de la noche del lugar como correspondía: “¡puff, éstos incordios terminan el ‘movido’ y siguen a las risotadas una hora más, qué insoportables que son...!”


La próxima semana va el 2do. capítulo: "YE, YE,YE..."