LA HUELLA DE LOS '60
PROLOGO
Las historias sobre los años ’60 que se desmenuzan en éstas líneas están en cada caso
condimentadas con las vivencias de un grupo de chicos, a quienes esta prolífera década, en
la que ciertamente sucedió de todo un poco en Uruguay y en el mundo, los soprendió
saltando de niños a adolescentes y de adolescentes a jóvenes. Los nombres utilizados son
ficticios, aunque las andanzas de ese grupo por un barrio que en esa época aún conservaba
los rasgos populares que hoy perdió hace mucho tiempo ya, están verdaderamente
conectadas con la realidad que se desmenuza a través de los distintos capítulos de éste
libro.
En todos los casos la visión de los hechos se nutre de imprescindibles datos históricos e
informativos que los alimentan y los explican y sin cuyo aporte hubiera resultado
literalmente imposible la confección del presente trabajo. Inclusive puede agregarse,
respecto a éste punto, que muchos de esos elementos claves eran desconocidos por los
jóvenes protagonistas de las vivencias, pero aún así su inclusión continúa resultando un
elemento básico para que el relato de los hechos esté revestido de una elemental
coherencia y exhiba el sentido que tales acontecimientos realmente tuvieron al momento
de proyectarse hacia el estrato social de la época en cuestión.
Obviamente acá no se desentrañan todos los hechos de la década, sino solamente aquellos
que dejaron una marca imborrable en ese grupo de amigos, ya que una recreación de época
siguiendo una línea meramente cronológica, carecería del sentido básico que se pretende
comunicar al lector a través de las historias que siguen.
EL HABITAT
Siempre le pasaba lo mismo, cada vez que pisaba el césped el olor a la hierba húmeda y a la
pelota de cuero –sin plastificar, bendita sea- que llevaba en la mano, le causaba un efecto
similar al de una droga que le estimulaba la adrenalina hasta límites impensados. Aquellos
eran los días, esas jornadas interminables en época de vacaciones eran memorables y al
caer las primeras sombras de la noche lo sucedido durante el “movido” (la denominación
moderna es “picado”), era reproducido en decenas de anécdotas, las cuales normalmente
comenzaban con un “¡qué bueno que estuvo locoooo”!
Normalmente era Javier quien aportaba la pelota con ese delicioso olor a cuero que tanto
disfrutaba. Eran de las que se mojaban con la lluvia y subían de peso como por arte de
magia, de modo que corazón valiente debía tener quien se atreviera a cabecearla en tales
condiciones. De a poco iban llegando, de todas partes, desde los cuatro puntos cardinales fluían
adolescentes. Parecía la escena de una película, cuando la cámara muestra a una persona en
primer plano, pero a medida que el foco se va alejando y amplía el espectro de la visión, van
apareciendo más y más individuos que rodean al primero hasta hacerlo desaparecer en
medio de esa masa humana.
Pero Javier tenía su propia barra; no eran muchos y casi todos
asistían al mismo colegio y liceo de curas, a muy pocas cuadras de distancia del parque que
los convocaba en cada una de esas jornadas de ocio. Sin embargo, lo pintoresco de aquellos
“movidos” era que a la barra se le pegaba gente que los chicos ni siquiera conocían y que se
veían inexorablemente atraídos por el rodar de la pelota sobre el césped del parque. Era
como si pusieran un imán en el centro de la improvisada cancha y éste atrajera a decenas de
muchachos cada día.
Con arquero o con arcos chicos marcados por bolsos o bultos de ropa, la pelota comenzaba
a rodar y nadie pedía ni daba tregua. Aquello iba en serio, al punto que existían roces que,
más de una vez, terminaban mal, hasta que los más centrados conseguían separar a los
belicosos y el “movido” seguía su curso como si nada hubiera sucedido. Los dos gigantescos
y ancestrales ombúes oficiaban de mudos testigos del enfrentamiento, a la vez que los que
habían llegado demasiado tarde los utilizaban de graderías desde las cuales no se perdían ni
una incidencia del partido en cuestión.
Solamente dos elementos tenían el poder suficiente para interrumpir el “movido”. Uno de
ellos era el sufrido guardián del parque que, de tanto en tanto, se mandaba un viajecito
desde su puesto habitual hasta la improvisada canchita, para advertirles por enésima vez a
los chicos que estaba terminantemente prohibido jugar al fútbol en el predio. De más está
aclarar que, no bien el pobre hombre les daba la espalda y emprendía el regreso hacia su
cubículo, la pelota comenzaba a rodar de nuevo. A lo lejos, el guardián advertía, una vez
más, que su gestión había fracasado...como siempre pasaba, claro está, faltaba más, por lo
cual el trabajador solamente atinaba a encogerse de hombros y encerrarse en su refugio
junto a su mate y la infaltable “Spica”, aquella pionera de las radios portátiles, toda una
reina de los ’60. El segundo factor que podía truncar el partido, era el autobús que corría
raudo por la calle paralela al largo del improvisado campo de juego. En éste caso, obvio es
puntualizar que si la pelota iba a parar debajo de una de las ruedas del “monstruo”, nunca
hubiera existido árbitro con más autoridad y energía que ese para dar por terminado el
encuentro. Tras la enorme frustración, venía la colecta entre los que podían aportar, que no
eran todos por cierto, y el consiguiente viaje hasta el centro de la ciudad para comprar un
nuevo balón y rezar para que no corriera –“por favor, la boca se te haga a un lado”- el
mismo desgraciado destino del anterior.
Pero en una jornada normal el “movido” se prolongaba hasta que no se veían ni las manos.
La noche sorprendía al grupo disgregado, todos tirados en el césped, exhaustos,
comentando las incidencias del encuentro, sin dejar afuera las clásicas “cargadas” de los
ganadores hacia los desafortunados derrotados de ese día. Claro que ninguno de ellos, ni
Javier, ni sus amigos, ni los “paracaidistas” que se arrimaban diariamente al lugar para
pegarle a la pelota, lograrían olvidar jamás la noche en que, llegado justamente ese instante
de los comentarios sobre la jornada, el heladero del parque, quien siempre terminaba
uniéndose al “movido”, había quedado precisamente “helado” de sorpresa y desolación,
luego de comprobar que “inexplicablemente” faltaban unidades de su recipiente. Fue en ese
preciso momento que el pobre hombre atinaría a recordar que uno de los gitanos
“paracaidistas”, de los que caían sin saber de dónde, le había metido un pase extrañamente
largo, tanto que había tenido que ir a buscar el balón en el siguiente segmento del parque,
al que se llegaba cruzando una calle, habiendo tardado así el tiempo suficiente para que el
“ligero” individuo pudiera acceder a la heladerita y desaparecer detrás de uno de los
gigantescos ombúes con parte del preciado contenido.
Allí, tirados todos sobre el césped, relajando los agotados músculos, aquellos chicos –y hasta
los propios “paracaidistas” que caían literalmente de arriba- se sentían realmente en su
hábitat. Tras las anécdotas, llegaba para Javier y sus amigos el momento de planificar la
actividad de aquella noche de vacaciones. Una constante en el esquema era el ir a comer
muzzarellas y beber la recientemente aparecida Coca Cola mediana, en la nueva pizzería de
la esquina, ubicada en diagonal con el gran reloj de pie que haría época en aquel barrio y
que, por cierto, áun hoy se añora.
Cuando por fin cada uno dejaba el parque rumbo a su hogar en busca de la ducha
reparadora y un buen licuado de banana con leche para reponer las menguadas energías,
los murciélagos del lugar resoplaban la bronca contenida y salían por fin desde los huecos
de los dos enormes ombúes para apropiarse de la noche del lugar como correspondía:
“¡puff, éstos incordios terminan el ‘movido’ y siguen a las risotadas una hora más, qué
insoportables que son...!”
La próxima semana va el 2do. capítulo: "YE, YE,YE..."
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