jueves, 21 de septiembre de 2017

LA HUELLA DE LOS '60  



PROLOGO

      Las historias sobre los años ’60 que se desmenuzan en éstas líneas están en cada caso condimentadas con las vivencias de un grupo de chicos, a quienes esta prolífera década, en la que ciertamente sucedió de todo un poco en Uruguay y en el mundo, los soprendió saltando de niños a adolescentes y de adolescentes a jóvenes. Los nombres utilizados son ficticios, aunque las andanzas de ese grupo por un barrio que en esa época aún conservaba los rasgos populares que hoy perdió hace mucho tiempo ya, están verdaderamente conectadas con la realidad que se desmenuza a través de los distintos capítulos de éste libro.
     En todos los casos la visión de los hechos se nutre de imprescindibles datos históricos e informativos que los alimentan y los explican y sin cuyo aporte hubiera resultado literalmente imposible la confección del presente trabajo. Inclusive puede agregarse, respecto a éste punto, que muchos de esos elementos claves eran desconocidos por los jóvenes protagonistas de las vivencias, pero aún así su inclusión continúa resultando un elemento básico para que el relato de los hechos esté revestido de una elemental coherencia y exhiba el sentido que tales acontecimientos realmente tuvieron al momento de proyectarse hacia el estrato social de la época en cuestión.
     Obviamente acá no se desentrañan todos los hechos de la década, sino solamente aquellos que dejaron una marca imborrable en ese grupo de amigos, ya que una recreación de época siguiendo una línea meramente cronológica, carecería del sentido básico que se pretende comunicar al lector a través de las historias que siguen.

EL HABITAT

     Siempre le pasaba lo mismo, cada vez que pisaba el césped el olor a la hierba húmeda y a la pelota de cuero –sin plastificar, bendita sea- que llevaba en la mano, le causaba un efecto similar al de una droga que le estimulaba la adrenalina hasta límites impensados. Aquellos eran los días, esas jornadas interminables en época de vacaciones eran memorables y al caer las primeras sombras de la noche lo sucedido durante el “movido” (la denominación moderna es “picado”), era reproducido en decenas de anécdotas, las cuales normalmente comenzaban con un “¡qué bueno que estuvo locoooo”!
     Normalmente era Javier quien aportaba la pelota con ese delicioso olor a cuero que tanto disfrutaba. Eran de las que se mojaban con la lluvia y subían de peso como por arte de magia, de modo que corazón valiente debía tener quien se atreviera a cabecearla en tales condiciones. De a poco iban llegando, de todas partes, desde los cuatro puntos cardinales fluían adolescentes. Parecía la escena de una película, cuando la cámara muestra a una persona en primer plano, pero a medida que el foco se va alejando y amplía el espectro de la visión, van apareciendo más y más individuos que rodean al primero hasta hacerlo desaparecer en medio de esa masa humana.
     Pero Javier tenía su propia barra; no eran muchos y casi todos asistían al mismo colegio y liceo de curas, a muy pocas cuadras de distancia del parque que los convocaba en cada una de esas jornadas de ocio. Sin embargo, lo pintoresco de aquellos “movidos” era que a la barra se le pegaba gente que los chicos ni siquiera conocían y que se veían inexorablemente atraídos por el rodar de la pelota sobre el césped del parque. Era como si pusieran un imán en el centro de la improvisada cancha y éste atrajera a decenas de muchachos cada día. Con arquero o con arcos chicos marcados por bolsos o bultos de ropa, la pelota comenzaba a rodar y nadie pedía ni daba tregua. Aquello iba en serio, al punto que existían roces que, más de una vez, terminaban mal, hasta que los más centrados conseguían separar a los belicosos y el “movido” seguía su curso como si nada hubiera sucedido. Los dos gigantescos y ancestrales ombúes oficiaban de mudos testigos del enfrentamiento, a la vez que los que habían llegado demasiado tarde los utilizaban de graderías desde las cuales no se perdían ni una incidencia del partido en cuestión.
     Solamente dos elementos tenían el poder suficiente para interrumpir el “movido”. Uno de ellos era el sufrido guardián del parque que, de tanto en tanto, se mandaba un viajecito desde su puesto habitual hasta la improvisada canchita, para advertirles por enésima vez a los chicos que estaba terminantemente prohibido jugar al fútbol en el predio. De más está aclarar que, no bien el pobre hombre les daba la espalda y emprendía el regreso hacia su cubículo, la pelota comenzaba a rodar de nuevo. A lo lejos, el guardián advertía, una vez más, que su gestión había fracasado...como siempre pasaba, claro está, faltaba más, por lo cual el trabajador solamente atinaba a encogerse de hombros y encerrarse en su refugio junto a su mate y la infaltable “Spica”, aquella pionera de las radios portátiles, toda una reina de los ’60. El segundo factor que podía truncar el partido, era el autobús que corría raudo por la calle paralela al largo del improvisado campo de juego. En éste caso, obvio es puntualizar que si la pelota iba a parar debajo de una de las ruedas del “monstruo”, nunca hubiera existido árbitro con más autoridad y energía que ese para dar por terminado el encuentro. Tras la enorme frustración, venía la colecta entre los que podían aportar, que no eran todos por cierto, y el consiguiente viaje hasta el centro de la ciudad para comprar un nuevo balón y rezar para que no corriera –“por favor, la boca se te haga a un lado”- el mismo desgraciado destino del anterior.
       Pero en una jornada normal el “movido” se prolongaba hasta que no se veían ni las manos. La noche sorprendía al grupo disgregado, todos tirados en el césped, exhaustos, comentando las incidencias del encuentro, sin dejar afuera las clásicas “cargadas” de los ganadores hacia los desafortunados derrotados de ese día. Claro que ninguno de ellos, ni Javier, ni sus amigos, ni los “paracaidistas” que se arrimaban diariamente al lugar para pegarle a la pelota, lograrían olvidar jamás la noche en que, llegado justamente ese instante de los comentarios sobre la jornada, el heladero del parque, quien siempre terminaba uniéndose al “movido”, había quedado precisamente “helado” de sorpresa y desolación, luego de comprobar que “inexplicablemente” faltaban unidades de su recipiente. Fue en ese preciso momento que el pobre hombre atinaría a recordar que uno de los gitanos “paracaidistas”, de los que caían sin saber de dónde, le había metido un pase extrañamente largo, tanto que había tenido que ir a buscar el balón en el siguiente segmento del parque, al que se llegaba cruzando una calle, habiendo tardado así el tiempo suficiente para que el “ligero” individuo pudiera acceder a la heladerita y desaparecer detrás de uno de los gigantescos ombúes con parte del preciado contenido.
      Allí, tirados todos sobre el césped, relajando los agotados músculos, aquellos chicos –y hasta los propios “paracaidistas” que caían literalmente de arriba- se sentían realmente en su hábitat. Tras las anécdotas, llegaba para Javier y sus amigos el momento de planificar la actividad de aquella noche de vacaciones. Una constante en el esquema era el ir a comer muzzarellas y beber la recientemente aparecida Coca Cola mediana, en la nueva pizzería de la esquina, ubicada en diagonal con el gran reloj de pie que haría época en aquel barrio y que, por cierto, áun hoy se añora. Cuando por fin cada uno dejaba el parque rumbo a su hogar en busca de la ducha reparadora y un buen licuado de banana con leche para reponer las menguadas energías, los murciélagos del lugar resoplaban la bronca contenida y salían por fin desde los huecos de los dos enormes ombúes para apropiarse de la noche del lugar como correspondía: “¡puff, éstos incordios terminan el ‘movido’ y siguen a las risotadas una hora más, qué insoportables que son...!”


La próxima semana va el 2do. capítulo: "YE, YE,YE..."

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