miércoles, 29 de diciembre de 2010

LA OTRA MANO DE DIOS (I)

              Los vicios de los árbitros de fútbol ya han superado las barreras más elementales de la lógica universal y, si bien los jueces uruguayos continúan escribiendo su interminable manual de tecnología propia que aplican sin que se les mueva un pelo cuando arbitran dentro del terruño, cada lunes, al término de una nueva etapa de las ligas mas encumbradas del planeta, las barbaridades que brotan desde las distintas canchas del orbe superan la capacidad de asombro del más curtido de los analistas.
        Como la caridad bien entendida comienza por casa, a Uruguay corresponde el primer capítulo de ésta película de ciencia ficción con actores cada vez más ávidos de plantar su huella junto a las de Nicolas Cage, Brad Pitt, Tom Hanks y cuántos se les crucen en el camino. El tiempo pasa pero muchos -demasiados- jueces uruguayos mantienen sus rasgos más típicos. Para este selecto pero no por ello menos numeroso grupo, el primer mandamiento señala que a la hora de arbitrar en casa el trabajo debe hacerse a conciencia y puntillosamente para que a todos les quede claro que los actores principales de la producción sean los que juegan -sin pelota, claro está- con el destino de los actores secundarios -los futbolistas- y de los extras de la película -el público en las tribunas- que encima pagan para redondear un marco adecuado a la actuación de los inesperados protagonistas que se autoimpusieron a la producción del espectáculo.
           El objetivo es siempre picar rápido, mucho más que cualquier futbolista, hacia el estrellato. Y cuanto más desconocido es el aspirante, la corrida por la diagonal que lleva a la fama se hace más vertiginosa. Por supuesto que lo que menos interesa es a quién pueda llevarse por delante en su loca carrera, aunque claro está que si en el camino hacia la cima termina volteando a algún peso pesado, el puntaje se acrecienta y el podio ya queda al alcance de la mano. En estos casos está muy claro que también hay jugadores elegidos…como víctimas propiciatorias de la fama para árbitros tan desconocidos como indecentemente ambiciosos. Los ejemplos sobran en el pasado, porque esto no es nuevo ni por asomo y ya lo han vivido generaciones enteras de uruguayos que pueden atestiguarlo.
        No parece juicioso ni lógico atribuir a la casualidad que en cada ocasión en que Nacional o Peñarol han realizado ingentes esfuerzos económicos para reforzarse con futbolistas argentinos o brasileños de primer orden, éstos se han transformado automáticamente en objetivos ineludibles de estos auténticos reyes del espectáculo. Son las liebres a perseguir por el cazador, son las candidatos de oro para dibujar en la mira del rifle, son carne de cañón. Ha sucedido una y mil veces en el pasado…pero lo grave es que siga pasando todavía, simplemente porque ahora, para un club grande del Uruguay, el incorporar a un futbolista de renombre mundial, aunque esté reconocidamente en el ultimo tramo de su carrera, es indefinidamente más sacrificado que lo que significaba en el pasado “importar“ de los países vecinos jugadores de primera línea que todavía estaban en la cúspide.
         El espectáculo -el partido, la fiesta en las tribunas, la vibración, las pulsaciones a mil- es lo de menos para muchos árbitros uruguayos. Para ese grupo, la mayoría ilustres desconocidos, ese fantástico entorno es solamente un medio a su alcance para conseguir su objetivo de fama a cualquier precio. Es su hora y nada más. Es su momento y en su óptica sólo aparecen imágenes de sí mismos, sueños en los que Blatter les cuelga del cuello la medalla de oro tras arbitrar la final del Mundial. La cúspide, la fama, la gloria, son visiones que les ciegan por completo y les impiden, por ejemplo, aceptar la mínima protesta de un futbolista, por más justa y correcta que sea. En este caso puntual la amarilla aparece como clara señal de que “aquí mando yo y se acabó, la próxima te vas”. Pero en realidad significa omnipotencia, orgullo, petulancia, despotismo y desprecio por el espectáculo. Para ellos es infinitamente más grave una protesta moderada y hasta justa y formulada de la manera más correcta posible, simplemente porque afecta su ego inmaculado, que el puntapié más artero y alevoso que termina sacando del partido al futbolista más habilidoso.
         Su capacidad para el diálogo con el futbolista está abortada de raíz y como juez que es, deja oir desde su inaccessible estrado un drástico “No ha lugar”. Pero después la vidriera internacional produce el gran milagro. No baja sólo un cambio, sino tres, se transforma de hombre lobo en gentil hombre. Pasa a ser justo, equilibrado, respetuoso del espectáculo y de los verdaderos protagonistas de la fiesta, el futbolista y la gente. Se relega a un digno segundo plano y deja hasta el alma para pasar desapercibido. “Cobra distinto”, dice la gente. No, no cobra distinto, simplemente cobra como tiene que cobrar porque llegado a esta etapa ya no le sirve ser la estrella de la película. La Conmebol y la FIFA ya no se lo permitirían y su carrera quedaría sepultada sin más.
        Estrellas rutilantes del firmamento casero, se transforman en humildes y meritorios obreros, auténticas hormiguitas de la multinacional del fútbol universal que lleva la marca FIFA en el orillo. Odiados en casa por méritos propios, por la misma razón respetados de la puerta para afuera. Los árbitros uruguayos, otros que, al menos dentro de casa, también están convencidos por completo que su mano…es la mano de Dios.

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