jueves, 14 de diciembre de 2017

EL VIEJO - LAS MONJITAS DE CARIDAD

EL VIEJO

“Viejo divino dónde vas?
Yo sé muy bien que no querés mirar atrás
Final amargo sólo queda hoy, un perro flaco
Y el fondo de un vino pa’entibiar...


El estribillo de la canción de “La Vela Puerca” encierra una historia que se puede contar en varias etapas. Quienes conocieron a Carlitos Galeano partiendo de la canción “El Viejo” y lo entrevistaron inclusive en su hábitat, su querido Punta Carretas, a la vuelta del Shopping o donde el barrio se entrevera con el Parque Rodó, entre la Rueda Gigante y el “Estadio Franzini”, han escrito historias realmente interesantes y hasta conmovedoras sobre el vagabundo fallecido en 2011 en las calles de su barrio del alma.


El “antes” de Carlitos Galeano, el inspirador de lo que podría calificarse como “Canción Insigna” del grupo “La Vela Puerca” incluye, para empezar, que en su juventud el hombre pertenecía a la “barra” aquella, de la que tanto se habla en éstas historias de los ‘60, pese a que era unos siete años mayor que muchos de los chicos que la integraban. Cualquiera de esos muchachos puede ratificar que Carlitos era argentino, tal como aparece en muchas de las notas de la que se hizo acreedor luego de saltar a la fama por haber inspirado a los músicos y sus libretistas, para una canción que devengaría en un éxito resonante en Uruguay. Efectivamente, como dicen las notas recientes, “El Viejo” nació en la Argentina, concretamente en Trenque Lauquen, en 1943 y a los cuatro años sus padres lo llevaron a vivir a Uruguay, directamente a Punta Carretas, donde creció, vivió a su manera y murió, también a su manera.


Si no son trucadas las fotos no mienten nunca y tampoco lo hace la que muestra a Carlitos Galeano en el casamiento de un integrante de esa “barra”, allá por abril de 1974, perfectamente afeitado, vestido con un saco sport tipo “Príncipe de Gales”, pantalón de sarga oscuro, camisa blanca y corbata fina, sonriendo de reojo a la cámara, con ese ligero desvío que sufría en su vista derecha.


Para esa época Carlitos ya era bastante loco, se “zarpaba” fácilmente, aunque esa expresión no se usara en aquel momento. Lo cierto es que había que controlarlo permanentemente para que no se metiera en problemas, aunque la mayoría de las veces eso no era suficiente e igual Carlitos terminaba mal, de una u otra manera. Se le conocieron decenas de trabajos, pero lo cierto es que no paraba en ninguno de ellos. Si para ese tiempo ya había comenzado a tutearse con la bebida, en realidad no se notaba demasiado aún, ya que el problema que el hombre tenía era más bien mental, independientemente de que la adicción al alcohol ya se hubiera apoderado de él o aún no.

Resulta casi increíble que, doblegado al final por la bebida, ya en su rol de vagabundo y con la fama de haber inspirado –sin querer, claro está- la autoría de una de las canciones más populares del Uruguay de los últimos tiempos, de notas recientes se desprenda que la otra adicción de Carlitos, mucho más vieja que la que luego tuviera por el alcohol, siguiera intacta casi hasta el final de sus días. Es que la debilidad de “El Viejo” por las mujeres era una de sus facetas más resaltables en aquellos tiempos. Los piropos que aparecen destacados por los autores de notas recientes, no difieren un ápice de los que Carlitos utilizaba en los ’60. Lo peor que podía hacer una chica o, inclusive, una mujer ya hecha y derecha, era pasar demasiado cerca de él. El problema es que a veces sus dichos eran agradables y hasta simpáticos, pero otras veces eran decididamente ordinarios, transformándose en improperios irreproducibles.


Carlitos llegó a ser realmente feliz en su matrimonio, inclusive procreó un hijo del que siempre hablaba loas. Cuando su esposa se fue con otro hombre y los abandonó a él y al hijo de ambos, Galeano quedó lógicamente destruido, pero siempre trató de concentrarse en el chico y vivió para él. Todavía no era tiempo de abandonarlo todo y entregarse, sumiso y resignado, en los brazos de la bebida. Ese capítulo llegó mucho más tarde, cuando su hijo creció, se casó y pasó a vivir lejos de él. Ese fue el final para Galeano y ni siquiera el nieto que vendría luego y del cual se sentiría orgulloso, pudo cambiar las cosas.


Pero en aquellos ’60 Carlitos, aún con sus gruesos defectos y con el “tornillo” que se le aflojaba una vez sí y la otra también, era un tipo realmente jovial, extrovertido al límite y bueno para los demás, aunque no para sí mismo ciertamente. Como va dicho, no había empleo que le durara más de una o, a lo sumo, dos semanas, ya que siempre, de una manera u otra, terminaba desilusionando a quien lo empleaba. Hasta los curas del Colegio y Liceo al que había asistido desde siempre, se vieron obligados a despedirlo, porque comprobaron que, aparte del efecto que ya provocaban en él los primeros vinos, en la “Casa del Ex-Alumno”, donde Carlitos trabajaba como sereno, faltaban siempre demasiadas cosas cada mañana, al término de su turno.


Sin embargo, por aquellos tiempos, la faceta más destacada de Galeano, era la de ser “cartón ligador”. Siempre se metía con quien no debía y terminaba “cobrando”. Frecuentemente aparecía con la cara “hecha un mapa” y generalmente se debía a que había abordado a la mujer equivocada, la cual se lo había contado a su marido, con consecuencias nefastas para Carlitos.


Aunque el meterse con la mujer de otro era la causa más frecuente de las palizas recibidas, algunas veces el motivo variaba. Así sucedió un domingo a la noche en que el grupo estaba reunido en la puerta del cine más importante del barrio. Para entonces Carlitos se dedicaba a vender cuchillos de diversos tipos y medidas, los cuales llevaba prolijamente en una gran caja de madera pulida y barnizada, acondicionada a propósito para ello. En uno de sus característicos “lapsus”, Galeano abrió la caja y sacó un facón enorme, con cuya punta, increíblemente, comenzó a limpiarse las uñas o bien a fingir que lo hacía, lo cual en aquel momento no apareció demasiado claro.


En ese instante empezó a salir un malón de gente del cine, en una época en que la función de los domingos era casi una cita obligada para muchos. En esas estaban, cuando uno de los chicos detectó entre la multitud a un conocido guitarrista llamado Jorge Luis Orstein, creador de un destacado programa denominado “Guitarreada”, que se emitía por el Canal 4, tal como se cuenta en el capítulo inmediatamente anterior de éstas historias. Mientras todos comentaban la presencia del músico, a Carlitos, sin dejar de de limpiarse las uñas con el gigantesco facón y manteniendo la vista fija en su “tarea”, no se le ocurrió mejor idea que decir en voz alta, pero tratando de que le saliera una expresión distraída y casual: “¿no viste a Orstein por ahí?” Cualquiera y no puntualmente el citado Orstein, se hubiera sentido amenazado de muerte si un ilustre desconocido, con un inmenso facón en la mano, se atreviera a nombrarlo. Era como si lo hubiera estado esperando poco menos que para descuartizarlo. El caso es que resultó que el tal Orstein, lejos de amilanarse, mostró que era un tipo irascible al extremo, así que la siguiente escena de “la película” mostraría al guitarrista apretando con ambas manos el cuello de Galeano, mientras que, con gesto desencajado, le gritaba una y otra vez: “¿qué te pasa a vos hijo de puta? ¿que querés conmigo? ¿qué te pasa?” En la confusión y con el impulso de la arremetida de Orstein, ambos fueron a parar debajo de un auto estacionado en la puerta del cine, a la vez que en medio de la desesperación y el pavor que le invadió, Carlitos se cortó la mano con el gigantesco facón que llevaba. Al final los chicos le hicieron entender al ofuscado Orstein que Galeano no había pretendido amenazarlo y que no era capaz ni de matar una mosca, por lo cual todo terminó con la búsqueda de una farmacia que estuviera de turno para curar la mano cortada de Carlitos.


A la hora de jugar al fútbol, Galeano siempre levantaba el telón para un show muy particular, ya que su desplazamiento en la cancha era, ni más ni menos, que idéntico al que hubiera mostrado “Carlitos Chaplín” si alguna vez hubiera practicado dicho deporte, de modo que ni siquiera hace falta describir sus movimientos para que el amable lector entienda de qué se trataba el asunto. A pesar de haber estado afincado en Uruguay desde los 4 años, se confesaba hincha de River Plate argentino y como tal, disfrutaba mucho cuando los “millonarios” ganaban.


Carlitos también trataba de sacar chistes de la galera, en un repertorio propio que lo tenía como al único que los festejaba, ya que los demás, cruelmente, ante la poca gracia de los dichos, sólo atinaban a decirle un “callate Carlitos, no jodas más”. Si el cuadro tenía partido lejos del barrio y había que abordar un ómnibus para llegar a la cancha, cuando ya transcurría media hora de viaje y aún no llegaban al destino, Galeano simulaba aguzar el oído atentamente y largaba un “mirá si estaremos lejos que los perros ladran en otro idioma”. A ésto siempre seguía una inconfundible risotada con la que festejaba su propia ocurrencia.


Así era Carlitos Galeano en aquellos ’60, cuando aún el alcohol no había completado su trabajo de aniquilación progresiva: un poco loco, soñador, ya bastante “piantao”, mujeriego sin éxito y “cartón ligador” como nadie en el barrio. La bebida, en una primera etapa, acentuó todo eso y luego lo transformó en locura y perdición total, como siempre lo hace en todos los casos en que termina derrotando al individuo y reduciéndolo a cenizas.


“Viejo divino dónde vas
Yo sé muy bien que no querés mirar atrás
Final amargo sólo queda hoy
Y el fondo de un vino pa’entibiar...





LAS MONJITAS DE CARIDAD

Cumplidas sus 12 primaveras, los varones de los '60 aún jugaban a los indios y a los cowboys, dando rienda suelta a las más inusitadas fantasías aprendidas en las películas -luego llamadas westerns- que veían en el cine o en las seriales que les mostraba la incipiente televisión uruguaya. Dardo, uno de los amigos de Javier, había nacido en un gran apartamento, muy antiguo, ubicado en la aún calle Rondeau (luego sería Avenida), a sólo unos diez metros de la esquina con Galicia. El apartamento era uno de los dos ubicados en el primer piso de un viejo edificio, con un exasperadamente lento y vetusto ascensor de rejas negras que, la mayoría de las veces, acarreaba pacientes para el afamado dentista del apartamento vecino. Al traspasar la gran puerta de entrada -una combinación de roble y bronce- a la izquierda aparecían la sala de estar y el comedor, ambos alegremente iluminados a toda hora por los rayos del sol. Ahora bien, si se seguía derecho, se terminaba en el living, completamente oscuro, sencillamente porque daba a un tragaluz. A la derecha de aquella entrada, había un corredor que comunicaba a los tres dormitorios, a los dos lavabos y a la enorme cocina, todos ambientes que había que iluminar con luz artificial, aún en pleno día.


Justo debajo de dicha residencia, en la planta baja, había existido en una época un negocio de artículos eléctricos que ahora, en aquel 1963, que es cuando se sitúa en el tiempo la increíble historia que sigue, era una sucursal del Banco La Caja Obrera, que trabajaba usualmente con importantes clientes que se movían en la industria y el comercio. Aquel 20 de mayo de 1963, Dardo, quien ya no vivía allí desde hacía ocho años, por alguna razón no había concurrido al liceo de su barrio, que era el mismo al que asistía toda la "barra" de Javier, de modo que ese día visitaba a sus abuelos quienes, obviamente, seguían residiendo allí. Y si Dardo estaba presente, invariablemente Pepito, el hijo del portero del edificio, tocaba el timbre para jugar con su vecino a los indios y a los cowboys. Las sillas eran los caballos y había revólveres, cananas, sombreros tejanos, esposas, cuerdas para enlazar, así como arcos, flechas, vinchas y plumas para quien le tocara hacer de indio. Galopaban, “se mataban” a tiros o a flechazos, merendaban y también, cuando se cansaban de trotar y de tantos balazos, acostumbraban bajar un rato a la vereda.


La confluencia de la entonces Agraciada -luego Avenida del Libertador Juan Antonio Lavalleja-, Rondeau y Galicia, era siempre una auténtica olla de grillos. El tránsito permanente y en todas direcciones, los bocinazos constantes, los autobuses marca "Leyland" de plataforma abierta que circulaban atiborrados de gente fuere cual fuere su destino, se combinaban con el flujo constante de peatones por Plaza España, por Agraciada, por Rondeau o por Galicia, rumbo al Palacio Legislativo, a 18 de Julio, a la todavía activa y bulliciosa Estación "Artigas" de trenes o bien poniendo proa hacia el norte del populoso barrio del Cordón, pasando por la bulliciosa zona de las casas de ventas de repuestos para autos.


Los dos chicos, aburridos de imaginar praderas transitadas por indios y cowboys, acostumbraban sentarse en el blanco escalón de mármol de la entrada del edificio y desde allí obtenían gratuitamente una panorámica única de uno de los movimientos más anárquicos de gente y de tránsito de todo Montevideo. Ese 20 de mayo del '63 los adolescentes habían estado jugando desde temprano, así que sobre las dos de la tarde, luego de un rápido almuerzo, se habían juntado de nuevo para "salir un rato a la puerta", que era como literalmente avisaban a sus mayores antes de dejar sus respectivas viviendas en el edificio. Pero ésta vez, apenas se asomaron, un policía los conminó a mantenerse dentro del hall de entrada al edificio, impidiéndoles siquiera pisar la vereda de grandes baldosas marrones rectangulares. Recién entonces advirtieron que el lugar era un "pandemonium" de agentes, coches policiales, "chanchitas" y todo lo que sus mentes jamás hubieran podido imaginar siquiera para vertir en sus juegos del Lejano Oeste o, mejor aplicado al caso, de ladrones y policías.


El tránsito había sido cortado y eso en la zona producía un cortocircuito peor que cuando los días de lluvia el agua bajaba desde el Palacio Legislativo y desde 18 de Julio para transformar ese pozo vituminizado, en una piscina donde irremediablemente naufragaban autos, omnibuses y camiones, aparte de los pobres peatones a los que les faltaba ser cazados por calderines de pesca, en medio de aquella insoportable corriente de agua.


Así las cosas, todo estaba planteado para que hubiera sucedido algo muy pero muy grave. Efectivamente, apenas se hubo despejado algo el panorama en la zona, ambos chicos observarían que las puertas de La Caja Obrera, a las tres de la tarde de un día de semana, permanecían cerradas. Se preguntaban que habría sucedido, hasta que entre los curiosos divisaron a un amigo común, Alberto, un poco mayor que ellos, quien vivía en Agraciada esquina Cerro Largo, una cuadra más arriba.

Alberto estaba bastante enterado de la situación porque su padre era cliente del banco y se había interiorizado de los hechos, poco tiempo después que éstos sucedieran.

 Alrededor de la una de la tarde de ese lunes 20 de mayo, el gerente del banco, acostumbrado a que la sucursal fuera visitada frecuentemente por monjas de caridad, en busca de donaciones para distintos fines altruistas, apenas había visto entrar a dos religiosas, ya estaba dando la orden inmediata a un subalterno: "dígales que no estoy, que las donaciones se canalizan por Casa Central y no por las sucursales. Lo más triste es que ya lo saben pero siguen viniendo igual".


Cinco minutos antes, un grupo de oficinistas que se dirigía hacia sus puestos de trabajo luego del almuerzo del mediodía en un bar de la zona, se había cruzado con las dos monjitas, vestidas con hábito gris, caminando a paso rápido y actitud distendida y hasta alegre. La más alta de ellas, de lentes y ojos claros, presumiblemente rubia, le decía algo por lo bajo a la más petiza, regordeta, de lentes oscuros y cutis bien blanco y ésta se lo festejaba divertida. No quedaba claro el por qué, tan sólo unos pocos minutos más tarde, desde el minúsculo bar cercano a la esquina que Agraciada (hoy Avda. del Libertador) forma con Cerro Largo, habían terminado llamando a la policía, pero se presumía que alguno de los oficinistas había notado algo definitivamente raro en las religiosas y había decidido separarse fugazmente del grupo, penetrando en el negocio para hablar con su propietario.


De todos modos, la policía tardaba demasiado en llegar, así que uno de los parroquianos del bar optó por echar una ojeada. "Aunque sea desde afuera, igual la vidriera es amplia y se ve bien hacia adentro del banco", según había dicho el hoombre al bolichero de aquel clásico bar de copas. A su regreso al comercio, el hombre confiaría que "vi a una de ellas, bajita, gordita, muy tranquila y mirando hacia afuera, quizás la otra esté reunida con el gerente, siempre vienen a pedir contribución para obras de caridad, no pasa nada, la macana es que ya llamamos a la policía, cuando vengan nos van a decir de todo".


Claro que cuando llegaran las fuerzas del orden, se encontrarían con que ya todo había pasado. La más bajita, a punta de revólver, había encerrado a todos los empleados del banco en la cocina, ubicada al fondo del local, advirtiéndoles con voz sospechosamente gruesa, pero a la vez en un tono bajo y muy reposado: "quietos todos, no les va a pasar nada, pero si se asoman siquiera, les tiramos los cóckteles molotov que tenemos escondidos en las sotanas". La más alta ya estaba por entonces abocada a recaudar fondos para la caridad propia, luego de haber localizado al gerente, el muy pillo que les había mandado decir que no estaba, y obtener de él, muy gentilmente y con modales de monja, la llave del cofre principal de la sucursal.


En todo momento ambas "religiosas" se habían manifestado devotas en extremo, correctas hasta por demás pero eso sí, se habían cuidado en todo momento de impedir que alguno de los bancarios accediera al lugar donde estaba instalada la única alarma de la sucursal, dato que luego reforzaría la tesis de quienes pensaban que el asalto había sido literalmente entregado en bandeja. Las falsas monjitas se llevarían, tras solamente siete minutos de trabajo en la sucursal, la por entonces muy importante suma de 400.000 pesos uruguayos, una inmensa fortuna para la época. En una caja auxiliar, no advertida por el dúo o por el presunto entregador del robo, si es que alguna vez había existido tal personaje, quedarían sin ser tocados siquiera por los asaltantes, 120.000 pesos más.


Un minuto después aparecería la policía, pero para entonces las luego célebres monjitas ya habían atravesado, como si nada hubiera pasado, la atiborrada y caótica Agraciada, quizás amparadas en el respeto que, al menos en ese entonces, inspiraban sus hábitos para los automovilistas y para todos los ciudadanos en general. Alguien -o muchos más bien- las habían visto claramente entrar en el viejo y enorme edificio "Santa María", un nombre muy apropiado por cierto para la ocasión. Cuando dichos datos llegaron hasta las autoridades policiales instaladas en la puerta del banco, de las monjitas no quedaban ni los hábitos, ni el revólver por ellas utilizado, ni los "Molotov", que probablemente ni siquiera existían, ni absolutamente nada de nada.


Pasaría el tiempo, el agua correría a raudales bajo los puentes, el país conocería miles de historias policiales de todo tipo y color, pero de las monjitas solamente quedaría el recuerdo de aquel mediodía increíble. En realidad, como invariablemente sucede cuando un caso policial no puede ser resuelto, correrían toda clase de rumores. Se diría, por ejemplo, que las monjitas estaban en Buenos Aires viviendo opíparamente. También se aseguraría que tal o cual parador de Montevideo era propiedad de una de ellas, ya que había regresado al país mucho tiempo después de aquel asalto al banco, inclusive cuando ya, presuntamente, el delito había prescripto debido al tiempo transcurrido.


En realidad, la única verdad absoluta es que ninguno de los rumores jamás sería corroborado y aquel robo al banco pasaría a encabezar el anecdotario de la crónica roja insólita, justamente por el profesionalismo de sus autores y, mucho más que ninguna otra cosa, porque "dos monjitas inocentes" habían asaltado un banco en pleno centro de Montevideo, más exactamente en el punto donde la inmensa Tienda "Introzzi" configuraba el límite antojadizo entre el centro de la ciudad y la Aguada, uno de los barrios más populosos de la capital del Uruguay.




Para los que vivieron aquellos fantásticos y hasta mágicos '60, el asalto de las monjitas y todas las demás historias contadas, podrían perfectamente resumirse en la letra de "Chiquillada", aquella especie de canción madre del inolvidable José Carbajal, el "Sabalero", que rezaba en una parte "pantalón cortito, bolsita de los recuerdos" y en otra un…"lindo haberlo vivido pa'poderlo contar".

Y para mis amigos, seguidores en Twitter, Facebook o simplemente de este blog atrevidamente llamado "El Ojo de Londres", muchas gracias por la deferencia y la paciencia que han demostrado tener al haberse posado sobre esta "Huella de los '60".

jueves, 7 de diciembre de 2017

"EL LLANTO DEL TOPO GIGIO" y "LA CAJA DE CRISTAL"



EL LLANTO DEL “TOPO GIGIO” 

Aquel 13 de Julio de 1968 más de 60.000 montevideanos se sacudirían la modorra dominguera habitual, tomarían un rápido desayuno y se largarían como por un tobogán hasta el Estadio Centenario...a presenciar en vivo una final del Campeonato Uruguayo de Primera “B”, entre los hoy desaparecidos Huracán Buceo y Bella Vista, que venderían esa mañana la friolera de 53.583 entradas. 

Aquellos que transitaron activamente la ruta de los ’60, esbozarán una sonrisa nostálgica y el recuerdo les asaltará con decenas o quizás centenares de imágenes que desfilarán en tropel frente a sus ojos. Pero está muy claro que “los nuevos”, los que pretenden o bien hasta ansían informarse sobre la década que ocupa éstas líneas  y, a la vez, nunca han escuchado nada sobre el fenómeno social que, disfrazado de acontecimiento futbolístico, sacudiera al Uruguay durante todo el año 1968, se preguntarán “pero éste…¿de qué está hablando (o escribiendo)? ¿Un ‘Centenario’ repleto para una final de la ‘B’? ¿Está loco?” 

El Uruguay futbolero –bueno, el 90% del Uruguay- estaba loco, efectivamente, y hasta puede decirse que deliraba de fiebre ante la novelería que al principio significaba el gran “boom” de Huracán Buceo, habiendo ascendido desde la entonces llamada “Intermedia” (posteriormente Divisional “C”) al final de la temporada 1967 y pasando una especie de aplanadora sobre todos –o casi todos- los equipos que habían pretendido oponérsele en el torneo de la “B” del citado 1968. El club, con raíces justamente en el barrio Buceo, había nacido en el lejano 1937, fundado con el nombre de “Huracán”. En 1942, coincidiendo con el comienzo del uso del equipo que luego lo caracterizaría, es decir camiseta de colores negro, blanco y rojo, dispuestos en tres gruesas franjas verticales, combinada con pantalón y medias negras, el club sería bautizado con el nombre de Huracán Buceo, denominación que, según se dice, fue adoptada debido a la proliferación, por ese entoncces, de instituciones llamadas “Huracán”, a secas. 

Puede perfectamente asegurarse que el “tricolor de la playa”, como también se le denominaba, había tenido la fuerza de un torrente incontenible, antes de desembocar –y aquietarse- aquella mañana de primavera, en el gigantesco estuario del “Centenario”, colmado hasta la boca, como solamente lo había estado para los clásicos o para los grandes partidos de Copa Libertadores, Eliminatorias y Sudamericano de selecciones. Como dato anecdótico que pinta de cuerpo entero el volumen de la histeria colectiva provocada por aquel  “tricoplayero” que recién se abría paso a codazo limpio en el profesionalismo, cabe enfatizar que ese mismo domingo 13 de octubre de 1968, Peñarol, en su compromiso de la tarde por el Campeonato Uruguayo...terminaría convocando solamente a 3.000 personas al mismo coloso de cemento que, por la mañana del mismo día, desbordaba de aficionados. Increíblemente, pese a que el “boom” de Huracán Buceo había arrancado pasada la tercera parte de la temporada de la “B” y que la fiebre de la afición por ese fenómeno futbolístico era más que palpable y había subido hasta alcanzar picos insólitos, los directivos de ambos finalistas no habían puesto a la venta entradas con anticipación para aquella final. En contraposición con la imprevisión descripta, el Colegio de Arbitros había designado al mejor juez uruguayo de la época, el recordado Ramón Barreto Ruiz, antes y después de esa mañana, árbitro de mil batallas merecedoras de contar con su enorme categoría.  

La historia dice que la cola de aficionados para comprar entradas en las boleterías, era tan larga que llegaba hasta el Parque “Méndez Piana”, donde el local Miramar Misiones enfrentaba a Rampla Jrs., aunque meramente para cumplir con el fixture, en un partido atrasado por el mismo torneo de la “B”. Se deduce –y así sucedió por cierto- que un número considerable de personas conseguirían ingresar al Estadio recién cuando transcurrían unos 20 minutos de juego y Bella Vista se imponía ya por 2 a 0, con goles de sus dos puntas, Franqui y “Pirincho” Pérez. Esa manana Javier y la “banda” estaban en la Amsterdam y, como casi todos los uruguayos y el Estadio entero, salvo unos pocos y solitarios “papales”, eran “hinchas” de Huracán Buceo. Claro que en el caso de esos muchachos, el objetivo era también observar los movimientos del “Pirincho” Pérez en un ámbito y entorno muy diferente, por cierto, al de la Liga del barrio, donde era la estrella indiscutida de un club llamado “Jacobo Rousseau” y, a la vez, por lejos el mejor futbolista de esa Liga, cuyas dos canchas se tuteaban con las rocas del Río de la Plata. Ese tipo de situaciones todavía se daba en los ’60, aunque esa sería una de las últimas décadas en que “el profesionalismo en alpargatas”, que permitía a un profesional jugar de callado en un equipo barrial, mantendría una presencia viva en las canchas del fútbol uruguayo. La cuestión es que el “Pirincho” fue uno de los directos responsables que aquella mañana de domingo, en la primavera de 1968, casi todos los que habían colmado el “Centenario” se retiraran cabizbajos y hasta, en muchos casos, llorosos, dejando atrás el recordado “suben las papas, suben los limooones y del Buceo suben los campeooones...” El duelo entre dos clubes que no habían jugado en la “B” durante la temporada anterior, la de 1967, porque el popular “Hura” estaba en la “Intermedia” y el “papal” en Primera División hasta que al final una moneda decidiera su descenso, se terminaba de definir en favor del cuadro que había mostrado más tranquilidad y oficio para enfrentar aquella gran final.  

En realidad muy pocos se habían dado cuenta antes, de la presión, a la postre insoportable, que había sufrido ese equipo de Huracán Buceo en las horas previas a la final. La eufórica y multitudinaria reacción popular ante el auténtico fenómeno que había significado el equipo del Buceo, con actuaciones descollantes durante la que era su primera temporada en la “B”, prácticamente mirando siempre por sobre el hombro a su historia en la “Intermedia” y, más aún, en el fútbol amateur, se había transformado para los futbolistas en una “mochila” muy pesada como para llevar a buen puerto. En el otro rincón Bella Vista tenía para perder el disgusto que se llevarían sus pocos pero fieles hinchas si no se lograba el retorno a Primera División, luego de haber descendido por el capricho de una moneda en la temporada 1967.  En conclusión, esos futbolistas de Huracán Buceo sabían que, si no conseguían el objetivo, decepcionarían a una cantidad inverosímil de personas que, de repente, casi como de la nada, como en un pase de magia, se habían declarado hinchas del club. Y fue mucho para ellos, cuya gran mayoría jamás había pisado el césped del Estadio Centenario y, si alguna vez habían imaginado hacerlo, jamás se les hubiera pasado por sus cabezas que sería con 60.000 personas en sus tribunas.  

Efectivamente, el llamado “Fenómeno Huracán Buceo” había inyectado tal dosis de novelería en el pueblo futbolero, que si alguien se encontraba en cualquier esquina con un amigo o un conocido que desde siempre había sido hincha de Nacional o Peñarol, podía perfectamente escuchar de sus labios un “¿sabés que me hice hincha de Huracán Buceo?” Ante tal confesión, la reacción sería con un inevitable “pero vos...¿no eras de Peñarol?” Y la respuesta más frecuente a ésto último era un “bueno, sí, claro, claro...pero ¿te digo la verdad? hoy me tira más el Hura che”. El símbolo adoptado por la nueva multitudinaria hinchada del “Hura” sería el “Topo Gigio”, un ratoncito de dibujos animados, con un tono de voz ronco y agudo a la vez, muy particular, que le televisión italiana había lanzado a la fama a principios de aquellos ’60 y que había alcanzado notable éxito en la TV latina, específicamente en la hispana y en la sudamericana. De ese modo, en cada cancha de la “B”, las banderas de Huracán Buceo y los trapos con el “Topo Gigio” enfundado en los colores playeros, predominaban en las tribunas por sobre cualquier hinchada, aunque fuera la del club locatario en la oportunidad. 

Aquel “Hura”, con miles y miles de hinchas surgidos de la nada, representó un auténtico convocador de masas, reflejó un sentimiento social sin explicación –al menos aparente- y también motivó, inclusive, que algunos psicólogos uruguayos pretendieran estudiar la situación creada, como un fenómeno social nunca visto antes en el Uruguay. Obviamente, pese a que el “tricoplayero” lograría el ansiado ascenso a la “A” al final de la temporada siguiente, luego de vencer a Wanderers en el “Parque Artigas” de Las Piedras, donde por entonces el “bohemio” oficiaba de local a título experimental, para entonces su fogosa hinchada se había reducido a menos de la mitad. Inclusive, durante su primera incursión en Primera División, en 1970, obteniendo al final de la misma un fantástico tercer puesto tras una gran actuación, en una época en que ningún club menor “le pisaba el palito” a los dos grandes, su parcialidad se había reducido a un grupo de gente del barrio, muy bullanguera, que hacían flamear las banderas del club y las del “Topo Gigio”, mientras seguían entonando las canciones que habían visto la luz en el que ya parecía un demasiado lejano 1968: “viene soplando un ‘Huracán’ desde la playa...”   



LA CAJA DE CRISTAL 

Cambiame el comercial para la próxima tanda porque no llego, todavía estoy en el ‘4”. La impagable frase, extractada de una página web, corresponde a un ex-trabajador de Canal 12 y resume con una contundencia inigualable lo que era la incipiente televisión uruguaya de aquellos ’60. Precisamente, uno de los veteranos de entonces, el periodista de Turf de Teledoce, José Angel Tuana, se encargaría de bautizar de una forma fantástica al nuevo aparato que toda la familia miraba como hipnotizada cada tarde y cada noche desde el living de su casa, sin saltearse jamás ninguna jornada. Tuana solía despedirse hasta el otro día, tras su intervención de cada noche en el noticiero del “12”, en éstos términos, palabra más, palabra menos: “...y nos vemos mañana, a esta misma hora, cuando mi imagen vuelva a aparecer frente a ustedes desde la ‘caja de cristal’”. 

Cambiame el comercial para...”. Probablemente aquellos que no vivieron la época, se pregunten qué significa la frase con la que arranca este capítulo y, en éstos casos, la respuesta les sorprenderá hasta la incredulidad: es que en los trabajosos arranques de la televisión en Uruguay, desde su inauguración, el 7 de diciembre de 1956, pasando por casi toda la década de los ’60, los entonces llamados reclames eran emitidos en vivo desde los estudios del canal. De ese modo, el “Gordo” Del Valle (Carlos) se comía los postres del “Emporio de los Sandwiches”, cada vez que le tocaba salir en la tanda comercial. Asimismo el carismático locutor era también el encargado de presentar, también en vivo, la serial americana “El Llanero Solitario”, para lo cual al tiempo que simulaba desenfundar un revólver y apuntaba con su índice al foco de la cámara, gritaba “¡ahoraaaa el Llanerooo pa,pa,pa (los tiros simulados)Solitarioooo!”. Y todo era así, aquellos pioneros lo hacían todo a pulmón y a pura voluntad, corriendo invariablemente con el riesgo de que las cosas salieran mal y quedaran “pegados”, para emplear una expresión popular sumamente gráfica para la ocasión. A decir verdad muchas veces esos auténticos héroes de la “caja de cristal” quedaban realmente desairados ante la teleaudiencia, tras un “bache”, un “gaf”, un “blooper” o como prefiera llamársele, pero ello era completamente inevitable porque la perfección no era, no es, ni será jamás una de las cualidades del ser humano. Las cosas salían o no salían, pero no había segunda oportunidad posible, nada se grababa, el video tape era aún un sueño remoto. 

Era como ir a la guerra con un escarbadientes, pero eso no le importaba a Américo Torres cuando debía salir al aire con su comercial de los televisores marca “Philips”, o a Imazul Fernández, mientras se debatía entre los reclames y su tarea de informativista en los primeros tiempos de Canal 4, antes que el inolvidable Carlos Giacosa marcara toda una época al frente de los noticieros de Montecarlo Televisión. Y bajo esas premisas salía al aire una joven Cristina Morán, como mostrándole a sus oyentes de Radio Carve, que la voz que les hablaba a través del éter cada día, era tan sólo  uno de los atributos de una mujer bonita por demás, tal como lo eran también Lila González y Marisa Montana, cuyos rostros y contornos tardarían muy poco más que Cristina en invadir los livings de los uruguayos, apareciendo desde dentro de la “caja de cristal”. Mientras tanto la inconfundible voz de Homero Rodríguez Tabeira, un émulo de los eternos Rolling Stones, ya que en ambos casos la perpetuidad parece ser la marca en el orillo, se escuchaba con imagen incluída, encarando varios cortos publicitarios, por cierto más de medio siglo mayores que el actual “5 de Oro”. 

La mayoría de los locutores televisivos habían arrancado su carrera en radio y estaban dando un salto de calidad a la entonces llamada pantalla chica sin dejar necesariamente su actividad original, pero otros, los más jóvenes, habían surgido junto con la televisión, desde el mismo momento en que a las 18:30 horas de aquel 7 de diciembre de 1956, Raúl Fontaina (hijo), desde un galpón de chapa ubicado en lo que luego fuera el Cilindro Municipal de Montevideo y enfocado por una cámara que pesaba la barbaridad de 90 kgs., anunciara con voz solemne, previo a la entonación del Himno Nacional: “Señoras y señores, a partir de éste momento CXATV Canal 10 Saeta, está en el aire para todo el Uruguay 

También había presentadores, faltaba más, y en su especialidad era muy difícil ganarle al simpático y canchero Miguel Angel Viera y sus concursos de belleza de “Miss Uruguay”, que clasificaban a la más bella para participar en “Miss Universo”. Claro que en programas de preguntas y respuestas, siempre en vivo y en directo como mandaban las generales de la ley, el enorme Isidro Cristiá no tenía competencia posible. A su “Doble o Nada con Mejoral”, auspiciado también por “Licores Tres Plumas” y “Medierías Si-Si”, honestamente no había con qué darle. Era impactante observar cómo el conductor se desesperaba cuando la pregunta era aparentemente sencilla y el/la participante no la sacaba de entrada, hasta que Cristiá largaba un dicho que terminaría siendo un sello estampado en todos sus programas: “¡Fácil y de ingenio, vaaamos!”. 

El fútbol nuestro de cada día estaba en ese entonces a años luz de depender de una televisión que peleaba por consolidarse, utilizando armas muy limitadas, con recursos técnicos casi primitivos, causa fundamental para que, como ya ha sido explicado, hasta las tandas publicitarias tuvieran que ser emitidas en vivo. Por eso cuando los informativos alcanzaran la hazaña de poder emitir en diferido los goles del fin de semana, tal acontecimiento sería tomado como un punto de partida para incursiones mayores de la novel televisión en el deporte más popular del planeta. Recién sobre el final de la década, las finales de la Copa Libertadores y el Mundial de México ’70, serían la piedra fundamental, el basamento para el papel clave que hoy la TV juega en el fútbol de entre casa, al punto que sin el producto de la venta de los derechos televisivos, el fútbol uruguayo actual, al igual que sucede en todo el mundo, no sería viable. 

De todos modos, en aquellos ’60 ya existían algunos programas deportivos relevantes, de los cuales se destacaban “Glorias Deportivas” y otro de los “eternos” de la lista, “Estadio Uno”, que saliera al aire en julio de 1970, el último año de la década, dirigido ya por un extrovertido Julio César Sánchez Padilla, por entonces conocido en el ambiente deportivo como un exitoso ex-árbitro de básquetbol, con participación en los Juegos Olímpicos de Roma 1960 y de Tokio 1964. Por su parte “Glorias Deportivas” también era en la época un programa radial muy exitoso que se emitía por CX24 La Voz del Aire, que se autobautizaba como la radio deportiva del Uruguay. En radio la audición había contado con la participación destacada de los ex-futbolistas Dalton Rosas Riolfo, Guido Bastarrica y nada menos que el gran “Vasco” Cea. Por más que trasladado a la “caja de cristal” el programa había convocado a figuras estelares del periodismo deportivo, tales como el mismísimo don Carlos Solé, el relator por excelencia de la historia de la radiodifusión uruguaya, en su nuevo ámbito no llegaría a consolidarse nunca y sería levantado muy rápidamente. 

El inigualable “Telecataplum”, de Teledoce, cuyos libretos estaban escritos por los hermanos Daniel y Jorge Scheck, bajo el seudónimo de “Los Lobizones” debido a que el programa se emitía los viernes, sería el rey indiscutido de los programas cómicos en la década de los ’60. En él se forjarían mimos que luego, con variantes en la integración de los elencos, harían humor a través de otros programas que emitirían diferentes canales y cruzarían el Plata para ser difundidos por la entonces poderosa televisión argentina, como “Jaujarana”, “Comicolor”, “Hiperhumor” y “Hupumorpo”. Insólitamente “Decalegrón”, que se mantuviera por un cuarto de siglo en las pantallas de Saeta TV Canal 10, nunca sería conocido en la vecina orilla. Artistas increíbles, de la talla de Emilio Vidal, Ricardo Espalter, Eduardo D’Angelo, Raimundo Soto, Henny Trayles, Gabriela Acher, Alfredo De La Peña, Andrés Redondo, Julio Frade, Berugo Carámbula y Enrique Almada, entre muchos más, inauguraríaTelecataplum” y luego desfilarían por toda esa ramificación de programas que seguirían su línea de un humor hasta entonces desconocido, basado en chistes inteligentes, con grandes cuotas de ingenio y sátira. En pocas palabras, el estilo cómico que inaugurara “Telecataplum” en el lejano 1962, de bobo, como era por ejemplo el argentino “Viendo a Biondi”, no tenía nada, pero de ordinario, como lo serían muchos de los que luego cruzarían el charco, tampoco tenía nada. 

La televisión infantil estaba representada básicamente por el “Capitán Cañones”, personaje interpretado por “Cacho” De La Cruz, quien junto al animador argentino Alejandro Trotta, ya comenzaba paralelamente con el “Show del Mediodía”. Los programas de sello netamente periodístico, tenían al gran Gustavo Adolfo Ruegger y a su esposa, Sarita Otermin, como líderes indiscutidos, fundamentalmente a través de un especial denominado “Mediodía con usted”. A su vez los programas musicales y de variedades tenían también su encabezado en el super-exitoso “Discodromo Show”, de Ruben Castillo. Ya en un rubro puramente musical, destacaba el “Guitarreada” de Canal 4, conducido por el exitoso Jorge Luis Orstein. Finalmente, en una mezcla de circo y deporte, aparecían en la pantalla chica, importados desde la vecina orilla del Plata, los primeros programas de “Titanes en el Ring”, con el inefable Martín Karadagián y su admiradora “La Viudita de las Flores Rojas”, además de “El Caballero Rojo”, “La Momia”,  el misterioso “Hombre de la Barra de Hielo” y toda una pléyade de personajes que, cada domingo por la mañana, hipnotizaban a los niños de la época. 
  
Curiosamente se veían muy pocas películas, los por entonces llamados largometrajes, en un tiempo en que el cine todavía mantenía salas enormes, como es el caso de la más grande de ellas, correspondiente al “Gran Cine Censa”, situada en 18 de Julio esquina Magallanes. Aún destacaban por su volumen el ex-teatro “18 de Julio”, el “Gran Cine Plaza”, el “Cine Central”, el “Gran Cine Rex”, el “Cine Coventry”, el “Cine Ariel”, el “Cine Iguazú” y muchos más ubicados, como los anteriores, en pleno centro de Montevideo, además de una cantidad innumerable de salas barriales y de todas las que se llenaban cada fin de semana en las distintas ciudades del Interior del Uruguay. En medio de ese panorama cinematográfico tan real y palpable, la diferencia en favor de la recién nacida televisión, resultarían ser las seriales norteamericanas ya que, curiosamente, los enlatados argentinos aún no habían adquirido en los ’60, la fuerza enorme y abrasadora que tomarían en décadas posteriores. 

Y en honor a la justicia podría asegurarse tajantemente que, al menos en Uruguay, las seriales llegarían a acumular audiencias casi inconcebibles en esos primeros tiempos de televisión. Muchas de ellas resultarían realmente inolvidables para quienes transitaron los ’60, pero nombrarlas a todas sería francamente imposible. Algunas de ellas estaban ambientadas en el “Lejano Oeste”, otras eran de corte policial, muchas eran comedias, en un repertorio variado hasta lo inimaginable. En aras de seleccionar aunque fuere una ínfima cantidad dentro de ese abanico gigante, podrían figurar “Ajedrez Fatal”, “La Ley del Revólver”, “Laramie”, “Aventuras en el Paraíso”, “Intriga en Hawai”, “Combate”, “Bonanza”, “Caravana”, Cheyene”, “El Fugitivo”, “El Llanero Solitario”, “El Santo”, “El Show de Lucy”, “El Show de Dick van Dyke”, “77 Sunset Street”, “El Virginiano”, “El Zorro”, “Los Intocables”, “La Caldera del Diablo”, “La Ciudad Desnuda”, “Lasssie”, “Los Locos Adams”, Misión Imposible”, “Mister Solo” y “Rin Tin Tin”. 

En la “barra” de Javier, como en tantas otras, no todos los chicos tenían un aparato de televisión en sus casas ya que, en los ’60, la familia tenía que estar realmente bien en lo económico para aspirar a poseer una “caja de cristal” en el living de su vivienda. Si bien esa no fue una década especialmente crítica y menos aún de miseria, como en todos los tiempos en el Uruguay –y en el mundo también- siempre hubo gente pudiente y otra que debía rascarse los bolsillos para llegar a fin de mes. Además la generación que creció y se desarrolló en los ‘60, como muy bien lo atestiguan las andanzas de Javier y su “banda”, era gente acostumbrada a la vida al aire libre, independientemente de los estudios o el trabajo que le daban la razón de ser a cada uno. En buen romance, por más que la novelería de la televisión atraía y mucho, pasado el primer envión, el adolescente o el joven volvía al “picado” de cada día, a juntarse con los amigos en la pizzería de la esquina y los sábados de noche, infaltablemente, el cumpleaños de 15 de turno esperaba implacable. Si después de todo eso, además de estudiar o trabajar, quedaba alguna horita libre, quizás se eligiera el buscar la casa de algún amigo o vecino cuya familia tuviera “Caja de Cristal” en el living y compartir con ellos el programa favorito de la jornada. 

Pero sólo quizás...