jueves, 14 de diciembre de 2017

EL VIEJO - LAS MONJITAS DE CARIDAD

EL VIEJO

“Viejo divino dónde vas?
Yo sé muy bien que no querés mirar atrás
Final amargo sólo queda hoy, un perro flaco
Y el fondo de un vino pa’entibiar...


El estribillo de la canción de “La Vela Puerca” encierra una historia que se puede contar en varias etapas. Quienes conocieron a Carlitos Galeano partiendo de la canción “El Viejo” y lo entrevistaron inclusive en su hábitat, su querido Punta Carretas, a la vuelta del Shopping o donde el barrio se entrevera con el Parque Rodó, entre la Rueda Gigante y el “Estadio Franzini”, han escrito historias realmente interesantes y hasta conmovedoras sobre el vagabundo fallecido en 2011 en las calles de su barrio del alma.


El “antes” de Carlitos Galeano, el inspirador de lo que podría calificarse como “Canción Insigna” del grupo “La Vela Puerca” incluye, para empezar, que en su juventud el hombre pertenecía a la “barra” aquella, de la que tanto se habla en éstas historias de los ‘60, pese a que era unos siete años mayor que muchos de los chicos que la integraban. Cualquiera de esos muchachos puede ratificar que Carlitos era argentino, tal como aparece en muchas de las notas de la que se hizo acreedor luego de saltar a la fama por haber inspirado a los músicos y sus libretistas, para una canción que devengaría en un éxito resonante en Uruguay. Efectivamente, como dicen las notas recientes, “El Viejo” nació en la Argentina, concretamente en Trenque Lauquen, en 1943 y a los cuatro años sus padres lo llevaron a vivir a Uruguay, directamente a Punta Carretas, donde creció, vivió a su manera y murió, también a su manera.


Si no son trucadas las fotos no mienten nunca y tampoco lo hace la que muestra a Carlitos Galeano en el casamiento de un integrante de esa “barra”, allá por abril de 1974, perfectamente afeitado, vestido con un saco sport tipo “Príncipe de Gales”, pantalón de sarga oscuro, camisa blanca y corbata fina, sonriendo de reojo a la cámara, con ese ligero desvío que sufría en su vista derecha.


Para esa época Carlitos ya era bastante loco, se “zarpaba” fácilmente, aunque esa expresión no se usara en aquel momento. Lo cierto es que había que controlarlo permanentemente para que no se metiera en problemas, aunque la mayoría de las veces eso no era suficiente e igual Carlitos terminaba mal, de una u otra manera. Se le conocieron decenas de trabajos, pero lo cierto es que no paraba en ninguno de ellos. Si para ese tiempo ya había comenzado a tutearse con la bebida, en realidad no se notaba demasiado aún, ya que el problema que el hombre tenía era más bien mental, independientemente de que la adicción al alcohol ya se hubiera apoderado de él o aún no.

Resulta casi increíble que, doblegado al final por la bebida, ya en su rol de vagabundo y con la fama de haber inspirado –sin querer, claro está- la autoría de una de las canciones más populares del Uruguay de los últimos tiempos, de notas recientes se desprenda que la otra adicción de Carlitos, mucho más vieja que la que luego tuviera por el alcohol, siguiera intacta casi hasta el final de sus días. Es que la debilidad de “El Viejo” por las mujeres era una de sus facetas más resaltables en aquellos tiempos. Los piropos que aparecen destacados por los autores de notas recientes, no difieren un ápice de los que Carlitos utilizaba en los ’60. Lo peor que podía hacer una chica o, inclusive, una mujer ya hecha y derecha, era pasar demasiado cerca de él. El problema es que a veces sus dichos eran agradables y hasta simpáticos, pero otras veces eran decididamente ordinarios, transformándose en improperios irreproducibles.


Carlitos llegó a ser realmente feliz en su matrimonio, inclusive procreó un hijo del que siempre hablaba loas. Cuando su esposa se fue con otro hombre y los abandonó a él y al hijo de ambos, Galeano quedó lógicamente destruido, pero siempre trató de concentrarse en el chico y vivió para él. Todavía no era tiempo de abandonarlo todo y entregarse, sumiso y resignado, en los brazos de la bebida. Ese capítulo llegó mucho más tarde, cuando su hijo creció, se casó y pasó a vivir lejos de él. Ese fue el final para Galeano y ni siquiera el nieto que vendría luego y del cual se sentiría orgulloso, pudo cambiar las cosas.


Pero en aquellos ’60 Carlitos, aún con sus gruesos defectos y con el “tornillo” que se le aflojaba una vez sí y la otra también, era un tipo realmente jovial, extrovertido al límite y bueno para los demás, aunque no para sí mismo ciertamente. Como va dicho, no había empleo que le durara más de una o, a lo sumo, dos semanas, ya que siempre, de una manera u otra, terminaba desilusionando a quien lo empleaba. Hasta los curas del Colegio y Liceo al que había asistido desde siempre, se vieron obligados a despedirlo, porque comprobaron que, aparte del efecto que ya provocaban en él los primeros vinos, en la “Casa del Ex-Alumno”, donde Carlitos trabajaba como sereno, faltaban siempre demasiadas cosas cada mañana, al término de su turno.


Sin embargo, por aquellos tiempos, la faceta más destacada de Galeano, era la de ser “cartón ligador”. Siempre se metía con quien no debía y terminaba “cobrando”. Frecuentemente aparecía con la cara “hecha un mapa” y generalmente se debía a que había abordado a la mujer equivocada, la cual se lo había contado a su marido, con consecuencias nefastas para Carlitos.


Aunque el meterse con la mujer de otro era la causa más frecuente de las palizas recibidas, algunas veces el motivo variaba. Así sucedió un domingo a la noche en que el grupo estaba reunido en la puerta del cine más importante del barrio. Para entonces Carlitos se dedicaba a vender cuchillos de diversos tipos y medidas, los cuales llevaba prolijamente en una gran caja de madera pulida y barnizada, acondicionada a propósito para ello. En uno de sus característicos “lapsus”, Galeano abrió la caja y sacó un facón enorme, con cuya punta, increíblemente, comenzó a limpiarse las uñas o bien a fingir que lo hacía, lo cual en aquel momento no apareció demasiado claro.


En ese instante empezó a salir un malón de gente del cine, en una época en que la función de los domingos era casi una cita obligada para muchos. En esas estaban, cuando uno de los chicos detectó entre la multitud a un conocido guitarrista llamado Jorge Luis Orstein, creador de un destacado programa denominado “Guitarreada”, que se emitía por el Canal 4, tal como se cuenta en el capítulo inmediatamente anterior de éstas historias. Mientras todos comentaban la presencia del músico, a Carlitos, sin dejar de de limpiarse las uñas con el gigantesco facón y manteniendo la vista fija en su “tarea”, no se le ocurrió mejor idea que decir en voz alta, pero tratando de que le saliera una expresión distraída y casual: “¿no viste a Orstein por ahí?” Cualquiera y no puntualmente el citado Orstein, se hubiera sentido amenazado de muerte si un ilustre desconocido, con un inmenso facón en la mano, se atreviera a nombrarlo. Era como si lo hubiera estado esperando poco menos que para descuartizarlo. El caso es que resultó que el tal Orstein, lejos de amilanarse, mostró que era un tipo irascible al extremo, así que la siguiente escena de “la película” mostraría al guitarrista apretando con ambas manos el cuello de Galeano, mientras que, con gesto desencajado, le gritaba una y otra vez: “¿qué te pasa a vos hijo de puta? ¿que querés conmigo? ¿qué te pasa?” En la confusión y con el impulso de la arremetida de Orstein, ambos fueron a parar debajo de un auto estacionado en la puerta del cine, a la vez que en medio de la desesperación y el pavor que le invadió, Carlitos se cortó la mano con el gigantesco facón que llevaba. Al final los chicos le hicieron entender al ofuscado Orstein que Galeano no había pretendido amenazarlo y que no era capaz ni de matar una mosca, por lo cual todo terminó con la búsqueda de una farmacia que estuviera de turno para curar la mano cortada de Carlitos.


A la hora de jugar al fútbol, Galeano siempre levantaba el telón para un show muy particular, ya que su desplazamiento en la cancha era, ni más ni menos, que idéntico al que hubiera mostrado “Carlitos Chaplín” si alguna vez hubiera practicado dicho deporte, de modo que ni siquiera hace falta describir sus movimientos para que el amable lector entienda de qué se trataba el asunto. A pesar de haber estado afincado en Uruguay desde los 4 años, se confesaba hincha de River Plate argentino y como tal, disfrutaba mucho cuando los “millonarios” ganaban.


Carlitos también trataba de sacar chistes de la galera, en un repertorio propio que lo tenía como al único que los festejaba, ya que los demás, cruelmente, ante la poca gracia de los dichos, sólo atinaban a decirle un “callate Carlitos, no jodas más”. Si el cuadro tenía partido lejos del barrio y había que abordar un ómnibus para llegar a la cancha, cuando ya transcurría media hora de viaje y aún no llegaban al destino, Galeano simulaba aguzar el oído atentamente y largaba un “mirá si estaremos lejos que los perros ladran en otro idioma”. A ésto siempre seguía una inconfundible risotada con la que festejaba su propia ocurrencia.


Así era Carlitos Galeano en aquellos ’60, cuando aún el alcohol no había completado su trabajo de aniquilación progresiva: un poco loco, soñador, ya bastante “piantao”, mujeriego sin éxito y “cartón ligador” como nadie en el barrio. La bebida, en una primera etapa, acentuó todo eso y luego lo transformó en locura y perdición total, como siempre lo hace en todos los casos en que termina derrotando al individuo y reduciéndolo a cenizas.


“Viejo divino dónde vas
Yo sé muy bien que no querés mirar atrás
Final amargo sólo queda hoy
Y el fondo de un vino pa’entibiar...





LAS MONJITAS DE CARIDAD

Cumplidas sus 12 primaveras, los varones de los '60 aún jugaban a los indios y a los cowboys, dando rienda suelta a las más inusitadas fantasías aprendidas en las películas -luego llamadas westerns- que veían en el cine o en las seriales que les mostraba la incipiente televisión uruguaya. Dardo, uno de los amigos de Javier, había nacido en un gran apartamento, muy antiguo, ubicado en la aún calle Rondeau (luego sería Avenida), a sólo unos diez metros de la esquina con Galicia. El apartamento era uno de los dos ubicados en el primer piso de un viejo edificio, con un exasperadamente lento y vetusto ascensor de rejas negras que, la mayoría de las veces, acarreaba pacientes para el afamado dentista del apartamento vecino. Al traspasar la gran puerta de entrada -una combinación de roble y bronce- a la izquierda aparecían la sala de estar y el comedor, ambos alegremente iluminados a toda hora por los rayos del sol. Ahora bien, si se seguía derecho, se terminaba en el living, completamente oscuro, sencillamente porque daba a un tragaluz. A la derecha de aquella entrada, había un corredor que comunicaba a los tres dormitorios, a los dos lavabos y a la enorme cocina, todos ambientes que había que iluminar con luz artificial, aún en pleno día.


Justo debajo de dicha residencia, en la planta baja, había existido en una época un negocio de artículos eléctricos que ahora, en aquel 1963, que es cuando se sitúa en el tiempo la increíble historia que sigue, era una sucursal del Banco La Caja Obrera, que trabajaba usualmente con importantes clientes que se movían en la industria y el comercio. Aquel 20 de mayo de 1963, Dardo, quien ya no vivía allí desde hacía ocho años, por alguna razón no había concurrido al liceo de su barrio, que era el mismo al que asistía toda la "barra" de Javier, de modo que ese día visitaba a sus abuelos quienes, obviamente, seguían residiendo allí. Y si Dardo estaba presente, invariablemente Pepito, el hijo del portero del edificio, tocaba el timbre para jugar con su vecino a los indios y a los cowboys. Las sillas eran los caballos y había revólveres, cananas, sombreros tejanos, esposas, cuerdas para enlazar, así como arcos, flechas, vinchas y plumas para quien le tocara hacer de indio. Galopaban, “se mataban” a tiros o a flechazos, merendaban y también, cuando se cansaban de trotar y de tantos balazos, acostumbraban bajar un rato a la vereda.


La confluencia de la entonces Agraciada -luego Avenida del Libertador Juan Antonio Lavalleja-, Rondeau y Galicia, era siempre una auténtica olla de grillos. El tránsito permanente y en todas direcciones, los bocinazos constantes, los autobuses marca "Leyland" de plataforma abierta que circulaban atiborrados de gente fuere cual fuere su destino, se combinaban con el flujo constante de peatones por Plaza España, por Agraciada, por Rondeau o por Galicia, rumbo al Palacio Legislativo, a 18 de Julio, a la todavía activa y bulliciosa Estación "Artigas" de trenes o bien poniendo proa hacia el norte del populoso barrio del Cordón, pasando por la bulliciosa zona de las casas de ventas de repuestos para autos.


Los dos chicos, aburridos de imaginar praderas transitadas por indios y cowboys, acostumbraban sentarse en el blanco escalón de mármol de la entrada del edificio y desde allí obtenían gratuitamente una panorámica única de uno de los movimientos más anárquicos de gente y de tránsito de todo Montevideo. Ese 20 de mayo del '63 los adolescentes habían estado jugando desde temprano, así que sobre las dos de la tarde, luego de un rápido almuerzo, se habían juntado de nuevo para "salir un rato a la puerta", que era como literalmente avisaban a sus mayores antes de dejar sus respectivas viviendas en el edificio. Pero ésta vez, apenas se asomaron, un policía los conminó a mantenerse dentro del hall de entrada al edificio, impidiéndoles siquiera pisar la vereda de grandes baldosas marrones rectangulares. Recién entonces advirtieron que el lugar era un "pandemonium" de agentes, coches policiales, "chanchitas" y todo lo que sus mentes jamás hubieran podido imaginar siquiera para vertir en sus juegos del Lejano Oeste o, mejor aplicado al caso, de ladrones y policías.


El tránsito había sido cortado y eso en la zona producía un cortocircuito peor que cuando los días de lluvia el agua bajaba desde el Palacio Legislativo y desde 18 de Julio para transformar ese pozo vituminizado, en una piscina donde irremediablemente naufragaban autos, omnibuses y camiones, aparte de los pobres peatones a los que les faltaba ser cazados por calderines de pesca, en medio de aquella insoportable corriente de agua.


Así las cosas, todo estaba planteado para que hubiera sucedido algo muy pero muy grave. Efectivamente, apenas se hubo despejado algo el panorama en la zona, ambos chicos observarían que las puertas de La Caja Obrera, a las tres de la tarde de un día de semana, permanecían cerradas. Se preguntaban que habría sucedido, hasta que entre los curiosos divisaron a un amigo común, Alberto, un poco mayor que ellos, quien vivía en Agraciada esquina Cerro Largo, una cuadra más arriba.

Alberto estaba bastante enterado de la situación porque su padre era cliente del banco y se había interiorizado de los hechos, poco tiempo después que éstos sucedieran.

 Alrededor de la una de la tarde de ese lunes 20 de mayo, el gerente del banco, acostumbrado a que la sucursal fuera visitada frecuentemente por monjas de caridad, en busca de donaciones para distintos fines altruistas, apenas había visto entrar a dos religiosas, ya estaba dando la orden inmediata a un subalterno: "dígales que no estoy, que las donaciones se canalizan por Casa Central y no por las sucursales. Lo más triste es que ya lo saben pero siguen viniendo igual".


Cinco minutos antes, un grupo de oficinistas que se dirigía hacia sus puestos de trabajo luego del almuerzo del mediodía en un bar de la zona, se había cruzado con las dos monjitas, vestidas con hábito gris, caminando a paso rápido y actitud distendida y hasta alegre. La más alta de ellas, de lentes y ojos claros, presumiblemente rubia, le decía algo por lo bajo a la más petiza, regordeta, de lentes oscuros y cutis bien blanco y ésta se lo festejaba divertida. No quedaba claro el por qué, tan sólo unos pocos minutos más tarde, desde el minúsculo bar cercano a la esquina que Agraciada (hoy Avda. del Libertador) forma con Cerro Largo, habían terminado llamando a la policía, pero se presumía que alguno de los oficinistas había notado algo definitivamente raro en las religiosas y había decidido separarse fugazmente del grupo, penetrando en el negocio para hablar con su propietario.


De todos modos, la policía tardaba demasiado en llegar, así que uno de los parroquianos del bar optó por echar una ojeada. "Aunque sea desde afuera, igual la vidriera es amplia y se ve bien hacia adentro del banco", según había dicho el hoombre al bolichero de aquel clásico bar de copas. A su regreso al comercio, el hombre confiaría que "vi a una de ellas, bajita, gordita, muy tranquila y mirando hacia afuera, quizás la otra esté reunida con el gerente, siempre vienen a pedir contribución para obras de caridad, no pasa nada, la macana es que ya llamamos a la policía, cuando vengan nos van a decir de todo".


Claro que cuando llegaran las fuerzas del orden, se encontrarían con que ya todo había pasado. La más bajita, a punta de revólver, había encerrado a todos los empleados del banco en la cocina, ubicada al fondo del local, advirtiéndoles con voz sospechosamente gruesa, pero a la vez en un tono bajo y muy reposado: "quietos todos, no les va a pasar nada, pero si se asoman siquiera, les tiramos los cóckteles molotov que tenemos escondidos en las sotanas". La más alta ya estaba por entonces abocada a recaudar fondos para la caridad propia, luego de haber localizado al gerente, el muy pillo que les había mandado decir que no estaba, y obtener de él, muy gentilmente y con modales de monja, la llave del cofre principal de la sucursal.


En todo momento ambas "religiosas" se habían manifestado devotas en extremo, correctas hasta por demás pero eso sí, se habían cuidado en todo momento de impedir que alguno de los bancarios accediera al lugar donde estaba instalada la única alarma de la sucursal, dato que luego reforzaría la tesis de quienes pensaban que el asalto había sido literalmente entregado en bandeja. Las falsas monjitas se llevarían, tras solamente siete minutos de trabajo en la sucursal, la por entonces muy importante suma de 400.000 pesos uruguayos, una inmensa fortuna para la época. En una caja auxiliar, no advertida por el dúo o por el presunto entregador del robo, si es que alguna vez había existido tal personaje, quedarían sin ser tocados siquiera por los asaltantes, 120.000 pesos más.


Un minuto después aparecería la policía, pero para entonces las luego célebres monjitas ya habían atravesado, como si nada hubiera pasado, la atiborrada y caótica Agraciada, quizás amparadas en el respeto que, al menos en ese entonces, inspiraban sus hábitos para los automovilistas y para todos los ciudadanos en general. Alguien -o muchos más bien- las habían visto claramente entrar en el viejo y enorme edificio "Santa María", un nombre muy apropiado por cierto para la ocasión. Cuando dichos datos llegaron hasta las autoridades policiales instaladas en la puerta del banco, de las monjitas no quedaban ni los hábitos, ni el revólver por ellas utilizado, ni los "Molotov", que probablemente ni siquiera existían, ni absolutamente nada de nada.


Pasaría el tiempo, el agua correría a raudales bajo los puentes, el país conocería miles de historias policiales de todo tipo y color, pero de las monjitas solamente quedaría el recuerdo de aquel mediodía increíble. En realidad, como invariablemente sucede cuando un caso policial no puede ser resuelto, correrían toda clase de rumores. Se diría, por ejemplo, que las monjitas estaban en Buenos Aires viviendo opíparamente. También se aseguraría que tal o cual parador de Montevideo era propiedad de una de ellas, ya que había regresado al país mucho tiempo después de aquel asalto al banco, inclusive cuando ya, presuntamente, el delito había prescripto debido al tiempo transcurrido.


En realidad, la única verdad absoluta es que ninguno de los rumores jamás sería corroborado y aquel robo al banco pasaría a encabezar el anecdotario de la crónica roja insólita, justamente por el profesionalismo de sus autores y, mucho más que ninguna otra cosa, porque "dos monjitas inocentes" habían asaltado un banco en pleno centro de Montevideo, más exactamente en el punto donde la inmensa Tienda "Introzzi" configuraba el límite antojadizo entre el centro de la ciudad y la Aguada, uno de los barrios más populosos de la capital del Uruguay.




Para los que vivieron aquellos fantásticos y hasta mágicos '60, el asalto de las monjitas y todas las demás historias contadas, podrían perfectamente resumirse en la letra de "Chiquillada", aquella especie de canción madre del inolvidable José Carbajal, el "Sabalero", que rezaba en una parte "pantalón cortito, bolsita de los recuerdos" y en otra un…"lindo haberlo vivido pa'poderlo contar".

Y para mis amigos, seguidores en Twitter, Facebook o simplemente de este blog atrevidamente llamado "El Ojo de Londres", muchas gracias por la deferencia y la paciencia que han demostrado tener al haberse posado sobre esta "Huella de los '60".

1 comentario:

  1. Alvaro, de una realidad impresionante, yo no creí que alguien lo recordara.
    Abrazo, desde Montevideo.

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