jueves, 30 de noviembre de 2017

"COCINADOS AL HORNO" y "O' REY"

COCINADOS AL HORNO


El cuarto puesto que Uruguay consiguió trabajosamente, a pulmón y a tracción sangre, en el Campeonato Mundial de México 1970, jamás se valoró en su justa medida en aquella época. Es más, cuando la euforia lindante con el éxtasis invadió las calles de Montevideo y de todo el país, luego de la gesta de Sud Africa 2010, muchos se acordaron de aquella generación de héroes nunca venerados y lamentaron la actitud de la gente de la época, aquel hincha mal acostumbrado, para citar un ejemplo, a epopeyas futbolísticas como la de Maracaná, la gesta deportiva más grande de la historia del planeta. Y en todo caso, si se decidían a colocar al "Maracanazo" en el pasado, a los uruguayos de aquel tiempo aún les quedaban las conquistas de los Sudamericanos (hoy "Copa América") y, a nivel de clubes, las Libertadores obtenidas por Peñarol y la inminencia del advenimiento de las que conseguiría Nacional, que por entonces ya había disputado tres finales y era obvio que en cualquier momento echaría la melena al viento, se pondría a rugir y se desquitaría con creces, como finalmente lo hizo.

Esas fueron las razones primordiales por las cuales el pueblo uruguayo de la época simplemente se encogió de hombros y balbuceó un insípido y mal agradecido "ni fu ni fa", tras el 0-1 con que Alemania Occidental nos arrebatara el tercer puesto, luego de uno de los pocos partidos épicos e inolvidables de los que se han disputado por el tercer puesto en un Mundial, ya que éstos históricamente resultan, hasta nuestros días, incoloros e insulsos.

En el fútbol, como en todos los órdenes de la vida, el azar juega un rol preponderante, mucho más de lo que la gente reconoce, incluídos los analistas y los propios protagonistas. Recientemente la televisión inglesa entrevistaba al goleador francés de Arsenal, Olivier Giroud, luego que el ariete convirtiera un gol de taco, tras una jugada colectiva simplemente monumental, que al final de la temporada será elegido, si no media algo muy excepcional en contra, como el mejor gol de la Premier League, si es que no se consagra también como la mejor anotación del planeta. Muy suelto de cuerpo el futbolista galo, sonriente, explicaba que, mucho más que su propio mérito, la suerte había jugado un rol clave en la definición. Terminada la nota, un miembro del panel, en la cabina del estadio, comentaba “no, no, no, muy modesto, muy modesto Giroud, demasiado…” Y no, simplemente no, el delantero había sido solamente realista, porque si bien su mérito y calidad había sido incuestionable, la jugada podría repetirse mil veces más y probablemente en ninguna de esas ocasiones la pierna de Giroud, estirada al máximo hacia atrás, lograría calzar el balón de una forma tan milimétricamente exacta como para que, tras rozar el horizontal, se colara casi se diría que majestuosamente en el arco rival. La moraleja en éste caso sería: por mejor que hagas las cosas en tu vida –y el fútbol es un juego de ésta vida- si no tienes la dosis de suerte mínima que se necesita para todo lo que intentes, no te irá bien. Y eso está muy lejos de ser lo ideal, pero simplemente es así, porque lo ideal muy pocas veces dirá “presente, aquí estoy para ti, a tu entera disposición”. Y esa “suerte que es grela” según la letra del tango, sería más “grela” que nunca y no acompañaría a la “celeste”, sino que más bien le daría la espalda despectivamente, durante ese partido ante los alemanes occidentales por el tercer puesto del Mundial de México 1970.


Regresando los pasos hacia aquella tarde del sábado 20 de junio de 1970, un gol solitario del mediocampista germano Wolfang Overath, un remate muy preciso ejecutado desde el borde del área, muy semejante al de su colega Clodoaldo tres días antes en Guadalajara, dejaría a Uruguay sin un tercer lugar que harto había merecido conseguir durante los 90 minutos del partido. Pocas veces, hasta esa tarde, se había visto a un equipo sudamericano vapulear tan irrespetuosamente a la poderosa Alemania Occidental. El teutón era como un boxeador acorralado contra las cuerdas, sometido irremediablemente al castigo de su rival, hasta que un golpe fortuito de KO, más que nada producto de la desesperación, diera por tierra con el molesto contendor y todos sus merecimientos, haciendo añicos al mismo tiempo las tarjetas de los jurados que favorecían netamente a su oponente. Transportada la imaginaria situación boxística al fútbol, los palos, el arquero, el azar y mil veces el azar, decidirían que esa no era la tarde de la "celeste".


Los instantes finales del lance sorprenderían al espigado zaguero floridense de Nacional, Atilio Anchetta, jugando de centro delantero fijo y en esa posición permanecería hasta el final del partido. Esa insólita improvisación, más allá que también obedecía a que a ese Mundial Uruguay había concurrido sin un centro delantero de real fuste y jerarquía (aún no lo tenía) y por ese motivo en todos los encuentros se habían alternado en el puesto los volantes de contención Víctor Espárrago y Dagoberto Fontes, también demostraba a grito pelado la desesperación por lograr un empate que forzara el alargue por un tercer lugar que en aquel 1970 Uruguay ya no despreciaba como lo había hecho en el pasado. La anterior confrontación en que se jugara por dicha colocación, se había dado en el Mundial de Suiza, en 1954, cuando la derrota del Campeón del Mundo vigente, Uruguay, ante la formidable Hungría en el histórico y extenuante partido de Laussana, había quitado toda energía y motivación para pelear por un tercer lugar que sabía más insulso que nunca. Así las cosas, Austria, el rival de la “celeste” por el tercer lugar en ese Mundial, no tendría complicaciones para quedarse con dicha posición.


Pero en ese 1970 los celestes hacía veinte años que no corrían con el caballo del comisario y muy lejos habían quedado los tiempos de aquellos campeones del mundo artífices del “Maracanazo”, de modo que ya no estaban en condiciones de despreciar una tercera colocación en un Campeonato del Mundo. Sin embargo, en aquella tarde mexicana había quedado muy claro que el azar había sentenciado que no siempre querer es poder, así que el aluvión “celeste” sobre el arco alemán no daría frutos y los teutones se llevarían la victoria y el tercer lugar del Mundial de México ’70.

Yendo hacia atrás en el tiempo, cuando la justa recién comenzaba, los goles de los tricolores Ildo Maneiro y Juan Martín Mugica, para dar cuenta de un modesto Israel en el debut, parecían adelantar, sin embargo, lo que sería una interesante actuación "celeste". Luego llegaría el empate a cero ante Italia, en un resultado aparentemente pre-fabricado que le venía bárbaro a ambas selecciones y la inesperada derrota por 1 a 0 ante Suecia, resultado que curiosamente depositaría a Uruguay en cuartos de final, gracias a haber conseguido un tanto más que los suecos en el saldo final de diferencia de goles del grupo.


Esa clasificación obtenida a los tropezones, ya que el único triunfo se había dado en un debut deseado por cualquiera, es decir teniendo enfrente al más débil del grupo, tendría su desquite en la increíbe victoria que se lograría el 17 de junio de 1970, en cuartos de final, ante la entonces Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Calor y altura configurarían el medio ambiente de aquel choque, disputado en el Estadio Azteca de Ciudad México. El cordobés Juan Eduardo Hohberg, ex-goleador de Peñarol, era el entrenador de esa selección uruguaya y, tal como va dicho más arriba, tenía un problema: el número "9". Ni Oscar Zubía, de River Plate, ni Alberto Gómez, de Liverpool, terminaban de convencer ni al técnico ni a nadie, tanto es así que el volante de contención del por entonces aún Club Atlético Defensor, Dagoberto Fontes, había sido probado como centro delantero.

Finalmente, ante los rusos Hohberg, tras muchas dudas, había confirmado al volante violeta para ocupar esa posición, manteniendo a Víctor Espárrago en el banco de relevos. El tricolor y ex Cerro, al igual que Fontes, era volante de marca, pero también estaba en la lista de Hohberg como posible centro delantero, dadas las carencias que, como ya ha sido explicado, existían para cubrir dicho puesto, en una época en que los dos grandes del fútbol uruguayo se surtían con goleadores extranjeros de fuste, como lo eran por cierto el argentino Luis Artime, el brasileño Celio Taveira "Filho" y el ecuatoriano Alberto Pedro Spencer. Ya en el minuto 103 del partido ante los soviéticos, es decir en pleno alargue, el gol “celeste” no se veía por ningún lado, así que el entrenador cordobés nacionalizado uruguayo, decidiría que era tiempo para darle la oportunidad a Espárrago, quien ingresaría a la cancha sustituyendo precisamente a Fontes.


Y el “Verdugo”, como se había bautizado a Hohberg en sus gloriosos tiempos de futbolista de Peñarol y de la propia selección uruguaya, no se estaba equivocando: tras 116 minutos parejos, durante los cuales el cero había sido el rey de la tarde, llegaba la jugada mágica que aún hoy puede verse en videos emitidos por las redes sociales. La pelota se iba afuera por el fondo soviético, así que el gigantesco defensa ruso había puesto su humanidad para proteger el balón y obtener el saque de meta sin mayores sobresaltos. El caso es que el grandote soviético no había tomado en cuenta la picardía de Luis Cubilla, aquel legendario puntero uruguayo, campeón una y mil veces con distintas camisetas de clubes grandes del mundo. El popular "Negro" metería su zapato derecho entre las piernas del gigantesco ruso y lograría pisar la pelota hacia atrás, evitando que traspusiera la línea de fondo. Realizar ese movimiento y levantar un centro corto directamente a la cabeza de Víctor Espárrago, le tomaría menos que un abrir y cerrar de ojos. Su compañero en Nacional apenas se elevaría y girando la cabeza hacia la derecha dejaría sin asunto al arquero ruso: delirio sin límites, desenfreno dentro y fuera de la cancha, frente a los televisores, en la calle y en los bares. Uruguay estaba en cuartos de final del Campeonato del Mundo y lo había conseguido aplicando una de las fórmulas que más gustaba: en el último suspiro del alargue y con una típica viveza criolla, más allá de la absoluta legalidad de la acción de Cubilla.


Más adelante, ese épico gol convertido por Víctor Espárrago, daría nacimiento a uno de esos chistes picantes que el hombre de la calle siempre tiene en la punta de la lengua, para darlo a luz en el momento justo: "cuando la pelota del 'Negro' (Cubilla) estaba en el aire, a Espárrago lo llaman de atrás, le gritan '¡Víctor!' y cuando gira la cabeza para ver quién es, se lleva puesta la pelota con el parietal derecho y la clava en el arco ruso". Sin embargo, chistes aparte, Víctor Espárrago ya se perfilaba como un hombre marcado para concretar goles claves. De ese modo, tiempo después, el 9 de junio de 1971 una conquista suya ante Estudiantes de La Plata, en el Estadio Nacional de Lima, le abriría a Nacional el camino para la conquista de su primera “Libertadores”, tal cual ha sido contado en el capítulo anterior de éstas historias.


Aparte de anécdotas jocosas y de realidades tangibles, cabe remarcar que si luego de leer lo anterior alguien aún cree que el inventor del “Falso 9” es el actual entrenador de Manchester City, “Pep” Guardiola, es simplemente porque está encaprichado y nada más, ya que lo sucedido en ese Mundial de México ’70 con el triángulo Hohberg-Fontes-Espárrago, deja muy claro que la historia del “Falso 9” es por lo menos 45 años más vieja que la supuesta invención de Guardiola, cuando aún dirigía a Barcelona y encomendaba a Cesc Fábregas la realización de esa función. Claro que mientras “Pep” utilizaba a Cesc en la doble función de volante y centro delantero, con la finalidad de afianzar aún más el ya altísimo porcentaje de posesión de pelota del equipo catalán, el “Verdugo” Hohberg apelaba a Fontes o a Espárrago para que el “Falso 9” colaborara en la marca del mediocampo. En suma, dos objetivos casi antagónicos, como mínimo disímiles, pero si hay que otorgarle a alguien la invención del dichoso “Falso 9”, ese alguien es Juan Eduardo Hohberg, aunque lo haya hecho por obligación pura, obligado por las carencias del equipo.


Esa tarde del domingo 14 de junio de 1970, el entrenador “celeste” había alineado a el 1) Ladislao Mazurkiewicz, el 4) Luis Ubiña (capitán del equipo), el 2) Atilio Anchetta, el 3) Roberto Matosas, el 6) Juan Martín Mugica, el 5) Julio Montero Castillo, el 20) Julio César Cortés, el 10) Ildo Maneiro, el 7) Luis Alberto Cubilla, el 15) Dagoberto Fontes y el 11) Julio César Morales. A los 96’, ya en el alargue, el 18) Alberto Gómez sustituiría al 11) Julio César Morales, mientras que a los 103’ el 9) Víctor Espárrago ingresaría en lugar del 15) Dagoberto Fontes. En el banco de suplentes quedarían el 12) Héctor Santos y el 22) Walter Corbo como arqueros, mientras que como jugadores de cancha estaban el 14) Francisco Cámera, el 8) Pedro Virgilio Rocha, el 13) Rodolfo Sandoval, el 16) Omar Caetano, el 17) Ruben Bareño, el 19) Oscar Zubía y el 21) Julio Losada. El único gol lo anotaría el recién ingresado Víctor Espárrago cuando corría el minuto 116, es decir, faltando sólo cuatro para la finalización del tiempo suplementario.



Mientras en el Azteca de Ciudad México Uruguay aún sudaba la gota gorda ante los soviéticos por un lugar en cuartos de final, Brasil se sacaba de encima a Perú -4 a 2- como si se sacudiera una pelusa de su “frac”. A ritmo de samba, pero de galera y bastón, y con el "Rey Pelé" brillando en todo su esplendor, junto a futbolistas geniales de la talla de Jairzinho, Rivelinho, Tostao, Carlos Alberto, Gerson y Clodoaldo, entre otros verdaderos monstruos, la "verde amarelha" cocinaba a fuego lento a todos sus rivales en la sede de Guadalajara, la ciudad más cálida y húmeda de todas las seleccionadas para ser sedes de aquel primer Mundial mexicano.


Sin embargo, una vez que "O Rey" y su séquito de lujo hubieron conocido el nombre del rival que le tocaría en cuartos de final y que, según mandaba el fixture del torneo, para enfrentarlo deberían mudarse de sede por primera vez en el certamen, la alegría y la tranquilidad se cambiarían por preocupación. En Guadalajara Brasil era mucho más que el propio local, México. Allí los oriundos, inclusive cuando su propia selección aún no había sido eliminada del torneo, al “Rey” y su corte los alentaban a rabiar y sin concesiones. Cuando México quedó afuera del Mundial, los habitantes de Guadalajara casi ni se dieron cuenta ni se inmutaron, simplemente porque ellos ya habían hecho su elección. Por más que se utilicen una y mil palabras para describir lo que significaba para Brasil continuar jugando en Guadalajara al menos hasta la final del certamen, resulta verdaderamente imposible transmitir todas las sensaciones y la identificación que existían entre la ciudad, sus habitantes y los futbolistas brasileños.


Así las cosas y a pocas horas del choque por semifinales ante Uruguay, que debía disputarse en la altura y el relativo fresco de Ciudad México, condiciones a las que los "celestes" ya estaban adaptados, los delegados brasileños comenzarían a mover las piezas sobre el tablero y, justo es decirlo, lo harían a toda velocidad. Después de todo, el presidente de FIFA era un tal Joao Havelange, el ex-waterpolista devengado en hombre de fútbol, pero por sobre todo un hombre de la casa para los vecinos del norte. Muy probablemente aquellos dirigentes norteños se habrán dicho: "en 1966 el inglés Stanley Rous nos sacó del Mundial de su país, ahora es nuestro turno, hoy el presidente de FIFA es de los nuestros, así que estos uruguayos no nos van a sacar de Guadalajara". Es así que rápidamente se apersonarían a Havelange, quien obviamente ya los esperaba y poco menos que les había tendido una alfombra roja para recibirlos.


Para exclusivo consumo de la opinión pública se armarían a continuación algunos cabildeos, deliberaciones y hasta amenazas de retiro del Mundial por parte de los responsables de la selección de Brasil. Obviamente era todo “humo” (en aras de emplear una expresión actualmente en boga), porque desde el primer contacto entre los dirigentes brasileños y don Joao, había quedado establecido que Brasil no se arriesgaría a un segundo "Maracanazo" ante los temidos uruguayos, así que éstos tendrían que dejar la sede de Ciudad México y bajar al calor y la humedad soporífera de Guadalajara, el horno donde Brasil los cocinaría a fuego lento, mientras la afición local, desde las tribunas, mostraría el pulgar hacia abajo, como en la época del César y los romanos en el Coliseo: muerte a los "charrúas".


Está casi de más el aclarar que los dirigentes uruguayos de la época poco, o más bien nada, habían podido hacer. Si hubieran amenazado con retirarse del campeonato, por el incumplimiento arbitrario del fixture previamanete elaborado, nunca existieron dudas que les hubieran aceptado la decisión y encima Uruguay hubiera recibido tremendas sanciones. Estaba clarísimo que en México '70 mandaba Havelange y, por decantación, casi por inercia, mandaba Brasil y a él había que someterse bajo pena de que el fútbol uruguayo desapareciera, al menos por un muy buen tiempo, del concierto internacional. La injusticia, una de las más grandes cometidas en el fútbol en lo que iba del siglo XX, se había consumado.


Tras los 120 tremendos minutos que habían precedido al épico triunfo ante la URSS, los "celestes", en vez de esperar a Brasil confortablemente alojados en un hotel de Ciudad México, deberían abordar un autobús -ni siquiera un avión- para bajar hasta Guadalajara, donde pocas horas después serían cocinados a fuego lento en el horno del Estadio Jalisco, donde Brasil era "Gardel", en aras de emplear un clásico dicho uruguayo, muy gráfico al respecto. Tres días, ni uno más, separaban a aquel alargue del Azteca del fuego de Guadalajara y ni siquiera FIFA, o mejor dicho su presidente Joao Havelange, había dispuesto un avión para que Uruguay llegara lo más rápido posible a la sede que nunca debió ser: de tal dimensión era el inmenso pavor que los vecinos tenían a los uruguayos. Lo de Maracaná no se podía repetir nunca, jamás, "¡Dios nos ampare, jamás!"


Cuando Javier salió disparado de su trabajo aquella tardecita del invierno uruguayo y se colgó literalmente de la plataforma abierta de un viejo 125 abarrotado de gente hasta el límite, para llegar a la casa de su novia antes que comenzara aquella semifinal, ni él ni el resto de los uruguayos eran ni remotamente conscientes que Uruguay afrontaría ese choque ante Brasil en condiciones tan claramente desfavorables. Algo habían escuchado sobre un inesperado cambio de sede a último momento, pero en realidad nadie le había dado demasiado importancia. Sería bastante después, más concretamente al regreso de la delegación "celeste", que el gran público conocería los pormenores de aquel inusual despojo, inmoral por donde se lo mire.


Cuando a los pocos minutos de comenzada aquella semifinal Luis Cubilla, ¡cuándo no!, aprovechando un error del paupérrimo zaguero Brito, vencía con débil remate cruzado y bajo al no menos malo arquero Félix (ambos eran justamente los puntos débiles de aquel extraordinario equipo), ese 1 a 0 tempranero rememoró aquella tragedia deportiva del '50, la más grande sufrida por país alguno en el planeta. Tras el gol del "Negro" los rostros de los jugadores brasileños eran auténticas postales. Se miraban pálidos, petrificados y hasta es casi seguro que a alguno se le haya escapado un "¡no, por Dios, no, otra vez no, nos cuelgan a todos al regreso!". Pero no sucedería de nuevo, entre otras cosas porque al final del primer tiempo los extenuados -y calcinados- uruguayos, no podían ni tenerse en pie. Los vecinos del norte se habían dado cuenta de eso y así lograban sobreponerse al pavor inicial, hasta que sobre el final del primer tiempo, más exactamente a los 44 minutos de juego, desde la cabecera del área el volante Clodoaldo sacó un remate bajo, contra un palo, inapelable para Ladislao Mazurkiewicz. Era el 1 a 1 pero mucho más que eso, era el comienzo del final para Uruguay, porque todos, jugadores, técnicos, dirigentes y los tres millones de televidentes del país, se daban perfecta cuenta que el segundo período sería un martirio difícil de soportar.


Sin embargo el estoicismo y la verguenza de los "celestes" arrastrarían -más que llevarían- aquel marcador igualado hasta los 75' minutos, momento fatal en que la corrida del veloz puntero derecho Jairzinho, dejando atrás a Roberto Matosas, culminaría en un tiro rasante y cruzado que dejaría otra vez sin asunto al "Polaco" Mazurkiewicz. Claro que el partido estaba liquidado, pero había que hacérselo entender a aquellos futbolistas uruguayos que, poco menos que jugando con muletas, seguían intentándolo todo aunque supieran que sería en vano. A los 89' Rivelinho, el otro extremo "verde amarelho", sentenciaba el definitivo 3 a 1 y el pasaje de Brasil a la final del Campeonato.

Antes de ese final del calvario "celeste", "El Rey" Pelé había tenido tiempo para realizar la jugada más inverosímil que se había visto en la historia del fútbol. El gran Tostao, un delantero de antología perteneciente al Cruzeiro de Belho Horizonte, le había metido a "O Rey" un pase cruzado monumental entre dos uruguayos. Pelé quedaba enfrentado al "Polaco", pero en lugar de tocar el balón procedente del rubio delantero de Cruzeiro, inesperadamente lo dejaría correr, supuestamente de América a Olímpica, para ilustrar al lector. La pelota pasaría entre el mejor del mundo y el arquero vestido de negro que, presto, había salido a tapar un tiro a quemarropa que nunca se produciría. En la siguiente escena, Pelé daría la vuelta por detrás de Mazurkiewicz, alcanzaría el balón y, con el arco libre, intentaría un remate bajo hacia el segundo palo de la valla desguarnecida, con tan mala fortuna que la pelota se le perdería afuera, ante la desesperación del espectacular futbolista.


Mucho tiempo después, en plena "pica" Maradona vs. Pelé, cuando en el mundo, muy tontamente por cierto, peleaban sobre cuál de los dos había sido mejor, el por entonces apodado "Pelusa" declararía, despectivamente: "no me hablen de Pelé, si la mejor jugada que hizo no fue gol, se le fue afuera..."

Esa selección de Brasil que luego vapuleara y goleara 4 a 1 a una formidable Italia, en la final del Estadio Azteca de Ciudad México, no necesitaba de la ayuda del luego comprobadamente corrupto Joao Havelange. Probablemente si los vecinos del norte hubieran respetado el fixture fijado, en la altura de México también se hubieran impuesto a Uruguay, simplemente porque ese equipo era formidable: el trauma de Maracaná les había jugado una mala pasada.




“O REY”


Hasta ese Mundial de México ’70, Javier y sus amigos habían visto muchas veces al “Rey Pelé” en acción y no tenían la más minima duda que por sus retinas estaba entrando el mejor fútbol que un ser humano podía desplegar a lo largo y ancho del planeta. “El Rey” había enfrentado un par de veces a Nacional en sendos partidos amistosos, pero sus apariciones ante Peñarol, por la Copa Libertadores de América, ya eran un auténtico clásico del fútbol sudamericano de la época: un espectáculo imperdible e irrepetible.


Edson Arantes do Nascimento (Pelé) había nacido el 23 de octubre de 1940 en la pequeña ciudad de Tres Corazones, en el Estado de Minas Gerais y la pelota de trapo en los terrenos baldíos de su pueblo, sería la primera que se enteraría de sus malabarismos sin igual, en “picados” completamente informales. En 1956 un ex-futbolista de Santos lo vería y no dudaría ni siquiera un segundo: aquel adolescente llegaría al club que sería su cuna futbolística durante casi toda su vida de jugador y comenzaría a regalar exhibiciones nunca vistas antes allí. Luego su carrera sería meteórica y tiempo después, ayudado por el avance de las comunicaciones y más concretamente por la entrada a la cancha de la televisión, Pelé sería el principal responsable de que el fútbol se consolidara cada vaz más en el planeta, ingresando a los lugares más recónditos del mundo, pero mucho más que eso, atrapando el poderoso mercado de los Estados Unidos, donde nunca antes había podido competir ni de cerca con el béisbol, el fútbol americano y el básquetbol.


Sin la tremenda influencia previa del “Rey”, jamás la FIFA se hubiera encontrado en USA con un terreno siquiera medianamente propicio para organizar un Mundial de fútbol. En 1994 se realizaría el milagro de que la mayor justa futbolística del planeta tuviera como sede a la nación del norte del continente americano y por cierto que, para entonces, Pelé había tenido una gran parte de la responsabilidad para que tal cosa sucediera. Es que aparte de que su magia había llegado con insólita fuerza a un país donde el fútbol estaba a la cola de los deportes, la etapa del “Rey” en el hoy desaparecido Cosmos de Nueva York, extendida desde junio de 1975 hasta el 1ero. de octubre de 1977, día de su retiro definitivo en un partido Cosmos vs. Santos -sus dos únicos clubes de toda su carrera- había resultado realmente glamorosa, un auténtico llamador cuyo nivel ninguna otra propaganda hubiera podido alcanzar.


Aparte de haber llevado a su Santos a conquistas de todo tipo y color, tanto en lo local como en lo internacional, “El Rey”, con solamente 17 primaveras, sería decisivo para que Brasil conquistara por primera vez un Campeonato del Mundo. Luego de anotarle en la serie a la Unión Soviética del legendario arquero Lev Yashin, bautizado como “La Araña Negra”, un auténtico ícono de la época, aquel atrevido adolescente recién convocado a la “canarinha”, encajaría un “hat-trick” (3 goles) ante Francia, ya en semifinales y luego un doblete, con sombrerito incluido al experiente defensa Gustavsson, en la goleada -5 a 2- ante el local Suecia en la final. La imagen del chico de Santos llorando sin parar tras el silbato final, con su frente apoyada en el hombro del experiente arquero Gilmar, compañero de Pelé también en el Santos, es una postal que aún hoy está vigente en las crónicas sobre el fútbol del siglo XX. Es que mucho tiempo después Pelé confesaría que, tras la brutal derrota de Maracaná, en 1950, le había prometido a su padre, quien lloraba desconsoladamente luego del increíble golpe asestado por los capitaneados por Obdulio Jacinto Varela, que un día le regalaría el campeonato del mundo. Justamente por ese motivo, porque había cumplido su promesa, ahora quien lloraba, pero de felicidad y por la emoción descontrolada, era él, el adolescente a quien muy pronto el mundo bautizaría con el mote de “La Perla Negra”.


En el Mundial de Chile 1962, en las primeras de cambio una lesión había obligado al precoz fenómeno, a cederle la posta a un tal Amarildo que luego, junto a Garrincha y toda la banda, se había ocupado de sustituirlo muy bien, tanto como para que Brasil retuviera la Copa “Jules Rimet”, tras derrotar claramente en la final a la aún por entonces Checoeslovaquia, por 3 a 1. Más adelante la historia del Mundial de Inglaterra 1966 cuenta, tal cual va dicho en un capítulo anterior, cómo los búlgaros primero y los portugueses después, masacrarían a Pelé a puntapiés ante los mismos ojos de los corruptos árbitros de ese torneo y así, corrido literalmente a patada limpia, el vigente Campeón Mundial debería regresar a casa sin siquiera participar de los cuartos de final del certamen. En el Mundial de México 1970, fuera de la jugada inmortal ante Mazurkiewicz también narrada en el capítulo precedente de este libro, Pelé obligaría al gran arquero inglés, Gordon Banks, a realizar la que se ganara en muchos medios de prensa el título de “Mejor atajada de los mundiales”, cuando tras un auténtico “latigazo”, producto de un tremendo frentazo hacia abajo y contra un palo, ejecutado por “El Rey”, aquel arquero siempre vestido de amarillo se había zambullido hacia abajo, en picada, para sacar la pelota con su mano derecha hacia un costado. En la final ante Italia, que terminara con un lapidario 4 a 1, Pelé también protagonizaría un rol estelar, con un gol, una excepcional actuación y una formidable asistencia para el último, el recordado tanto del lateral derecho Carlos Alberto.


Por su parte, defendiendo a Santos, el club desde el cual la “Perla Negra” se catapultaría a la fama justamente en 1958 cuando, coincidiendo con su primera conquista mundial con la selección brasileña, Pelé llegaría a marcar la barbaridad de 58 goles en 38 partidos. Aquella
enorme delantera que formaban Dorval, Mengalvio, Coutinho, Pelé y Pepe, era capaz de cualquier depredación y lo demostraban permanentemente, tanto en los torneos paulistas como en la competencia internacional. Es que para las defensas, por mejores que fueran, resultaba literalmente imposible controlarlos a todos y eso siempre y cuando Pelé no estuviera especialmente inspirado.

Así llegarían conquistas de todo tipo y color. En distintas épocas, el Santos de Pelé, como todos le llamaban, conseguiría nueve torneos paulistas, tres campeonatos Río-San Pablo, seis campeonatos brasileños, dos Copas Libertadores, dos Intercontinentales y una Super Copa de campeones intecontinentales.


En cuanto a los enfrentamientos de “El Rey” con los grandes uruguayos, ante Nacional se recuerdan muy especialmente dos partidos. En el primero de ellos, con el “Centenario” colmado, el Santos caería derrotado en aquel amistoso por 1 a 0, tras un gol de cabeza convertido en el arco de la Colombes por el centro delantero brasileño Rodrigo Da Costa, de corto pero brillante pasaje por los tricolores. Ese encuentro había marcado el debut absoluto con la tricolor, con sólo 17 años, del luego exitoso sanducero Jorge Oyarbide. Más adelante, una noche de verano “El Rey” y su séquito se tomarían la revancha doblegando -también por 1 a 0- al tricolor, con un gol memorable que Pelé le convirtiera al histórico arquero carolino Roberto Sosa, en el arco de la Amsterdam. El balón llegaría al área por elevación y “La Perla Negra” ensayaría una “palomita”, amagando frentear la pelota hacia la izquierda del cuidavallas albo, pero increíblemente, mientras viajaba en el aire, Pelé torcería la cabeza hacia la derecha de Sosa, quien quedaría volando hacia el lado equivocado, a la vez que atinaba a mirar hacia atrás para observar, desesperado, como el balón se le colaba por el otro palo. Actos de magia como el descripto, eran cosa de todos los días para aquel malabarista del fútbol, uno de los mejores –si no el mejor- futbolistas de todos los tiempos.


Los choques contra Peñarol eran justamente eso, choques, pero choques descomunales, epopeyas futbolísticas que quedarían marcadas para siempre en la historia del fútbol sudamericano. “El Rey” y su séquito comenzarían en 1962 a enfrentarse por la Copa de Campeones de América al aurinegro. En esa primera vez los tres partidos que se disputarían, serían en el marco de las finales del torneo. En la primera de dichas confrontaciones, dirimida en el Estadio Centenario, Santos, curiosamente sin su super estrella Pelé, quien se reponía de una lesión, derrotaría heroicamente al carbonero por 2 goles contra 1. Con el significado que tenía en esa época imponerse como visitante en una final de la más adelante llamada “Libertadores” y todavía sin “El Rey” en la cancha, aquel doblete del socio número uno de Pelé, el enorme goleador Coutinho, que había remontado el 1 a 0 decretado por el ecuatoriano Alberto Spencer, a los 18 minutos de juego, hacían pensar a propios y extraños que la revancha en “La Caldera del Diablo” que era por entonces el reducto de Santos, el Estadio de “Villa Belmiro”, sería puro trámite y tras ella un club brasileño obtendría por primera vez la Copa de Campeones de América.


Ni siquiera la mente más creativa del planeta podía imaginar lo que sucedería en aquella revancha de “Villa Belmiro”, cuando la propia hinchada de Santos, en un recinto que carecía de las más elementales garantías para albergar una justa de esa envergadura, se encargaría de privar a su equipo de consagrarse por primera vez como Campeón de América aquella misma noche, en su propia casa. Como anticipo puede perfectamente afirmarse que nunca más se daría en el fútbol mundial una situación tan insólita, la cual por supuesto que en la época que nos ocupa ya era por demás inédita. Sería la historia de un árbitro que apelaría a su inteligencia y al sentido común para preservar su propia integridad física y la de los futbolistas visitantes.


La noche de ese 2 de agosto de 1962, “Villa Belmiro”, en el puerto de Santos, era un volcán en plena erupción, más que nada luego del “triunfazo” del “Centenario” y todavía sin Pelé. Adentro de esa “caldera” en plena ebullición no se pensaba en otra cosa que en cuántos serían los goles que anotarían Coutinho y compañía, ya que “El Rey” seguiría ausente, sin haberse podido recuperar de una rebelde lesión que, aparentemente, le dejaría afuera de la finales de la Copa, aunque luego se verá en éstas mismas líneas que no sería así y que terminaría siendo decisivo, una vez más.


Desde el punto de vista estrictamente futbolístico, el duelo comenzaría con un gol del épico José “Pepe” Sasía, al que respondió muy pronto el puntero derecho de esa infernal delantera santista, Dorval, igualando el lance. Enseguida, casi sin darle tiempo al local para festejar, ni siquiera para respirar, el goleador ecuatoriano Alberto Spencer estaba sellando el segundo tanto aurinegro, pero tras cartón el volante derecho Mengalvio, otro de los históricos de ese Santos espectacular, ponía el 2 a 2, en un partido que a esa altura era un monumento al fútbol. El nuevo tanto de Spencer, la pesadilla guayaquileña, volvía a poner a Peñarol en el tercer partido, en la “finalissima” en terreno neutral. Y sería en ese preciso momento que la hinchada santista se desbocaría, quizás presintiendo que sin el “El Rey” la Copa no sería suya esa noche.


Tras el tercer gol aurinegro a los 6 minutos del segundo tiempo, una botella salida quién sabe de dónde, daría en la cabeza del árbitro chileno Carlos Robles, por entonces uno de los más connotados jueces del continente quien, por otra parte, ya había arbitrado la primera final, la del “Centenario”, que se llevara el visitante Santos luego de derrotar al local, Peñarol, por 2 a 1. Otras épocas, otras costumbres, que marcaban que Robles sería el árbitro de los dos partidos finales y también, al menos en un principio y antes de los increíbles acontecimientos sucedidos en “Villa Belmiro”, de un tercero, si éste hubiera sido necesario, que lo fue, por cierto.


Tras perder el conocimiento debido al botellazo, el chileno Robles despertaría en el vestuario de los jueces, pero sólo para caer en una pesadilla inconcebible, al verse rodeado de directivos de Santos que le conminaban a continuar el partido a como diere lugar, llegando a amenazarlo con un revólver para que cumpliera dicha orden. “Sí, claro, lo sigo, no hay problema”, aceptaría el amigo Robles, tras lo cual saldría a la cancha y le susurraría, a la pasada al histórico “Tito” Goncalvez, el capitán de Peñarol, “mirá que lo sigo porque si no nos matan a todos, a ustedes y a mi, pero a la Confederación (Sudamericana) le informo que el partido se terminó acá, ganaron ustedes 3 a 2. En mi informe recomendaré que les den el partido ganado, así que jueguen tranquilos que habrá tercer partido”.

Dicho y hecho: pese al gol del puntero izquierdo de aquella delantera demoledora de Santos, Pepe, que presuntamente marcaba el 3 a 3 definitivo y también pese al festejo desenfrenado de la exaltada tribuna de “Villa Belmiro” creyendo que su equipo era el nuevo Campeón de América, días después la Confederación Sudamericana de Fútbol haría lugar al contundente informe confidencial de Carlos Robles y declararía ganador de ese partido a Peñarol por 3 a 2, en partido suspendido por falta de garantías a los 51 minutos de juego. Se había cerrado así un episodio único en el fútbol mundial, no ya continental, tanto que hasta nuestros días no se ha dado algo ni siquiera medianamente similar. Es decir, partidos suspendidos por falta de garantías hubo y habrá docenas mientras exista el fútbol, pero encuentros en que el árbitro decrete la suspensión por la misma razón, pero que a la vez decida continuarlos en forma extra oficial para salvarse él y a la vez salvar a los jugadores visitantes de una presunta masacre, hasta ahora hay uno sólo y es el Santos-Peñarol de “Villa Belmiro”, disputado el 2 de agosto de 1962.


El tercer partido se disputaría en el Monumental de Núñez recién el 30 de agosto de 1962, precisamente debido a las deliberaciones de los dirigentes de la Confederación Sudamericana de Fútbol, tras la gravísima agresión al juez Robles y su inteligente decisión de engañar al irascible público santista, haciéndolo creer que continuaba oficialmente el partido, en aras de proteger su propia integridad física y la de los jugadores visitantes.


Para desgracia de Peñarol, como contrapartida al informe de Robles los 28 días transcurridos hasta ese 30 de agosto habían sido claves para que Pelé se recuperara de su lesión y precisamente un doblete suyo sentenciaría el título para Santos, que se impondría esa tarde por un drástico 3 a 0, derrocando así al aurinegro, por entonces el campeón vigente de la Copa y, más que eso, el único club que la había conquistado en sus dos primeros años de disputa, derrotando en las finales de 1960 a Olimpia de Asunción y reteniendo el trofeo en 1961, esa vez a expensas de otro brasileño, el Palmeiras paulista. Un gol en contra del “Cacho” Caetano a los 11 minutos, resultaría la antesala del doblete del “Rey”, que a los 48 y a los 89 minutos, decretaría que en el tercer año de la disputa del Campeonato de Campeones de América, como entonces se denominaba, había un nuevo campeón que terminaba de destronar al monarca de las dos primeras ediciones del certamen.


En 1965 se volverían a encontrar carboneros y santistas, pero esa vez sería en el marco de la fase semifinal de la Copa. En el partido de ida, disputado en el Estadio Pacaembú de San Pablo debido a que la Confederación Sudamericana de Fútbol, a esa altura, había proscripto el belicoso escenario de “Villa Belmiro”, Santos se descolgaría con un épico e impresionante 5 a 4, en el que Pelé se había despachado con un gol. La revancha de Montevideo vería como Peñarol se tomaba la revancha, con un también dramático 3 a 2 que forzaba, una vez más, a disputar un encuentro definitorio, que nuevamente se dirimiría en el Estadio Monumental de River, en Buenos Aires. Pelé regresaría al marcador, anotando el único gol de Santos, pero Peñarol terminaría ganando ese lance por 2 a 1, clasificando a las finales de la Copa ante el entonces vigente campeón, Independiente de Avellaneda, con quien caería estrepitosamente tras la disputa de un tercer encuentro, con sede en Santiago de Chile, en el Estadio Nacional, que terminaría con goleada del “rojo”: 4 a 1. “¿De dónde salieron tantos hinchas de Independiente en Punta del Este?” había preguntado a su padre José Luis, el tricolor incondicional de la “barra” de Javier, tras escuchar el increíble despliegue de pirotecnia que inesperadamente había acompañado su propia alegría aquella noche de verano en la Península esteña, mientras disfrutaban en familia, invitados en una casa frente a la vieja Mansa, la que ya no existe, pegadita al puerto, donde unos ocho años antes había aprendido a nadar luego de estar a punto de ahogarse tontamente…en las aguas más mansas de las que el balneario jamás hubiera podido jactarse.


Para ese entonces -1965- ya varios equipos, entre ellos Boca Jrs., que había perdido la final de la “Libertadores” ante el Santos de Pelé en 1963, ya habían ensayado marcas especiales para “El Rey”, tratando de minimizar al máximo su influencia en los partidos de Copa. El “xeneixe” le había castigado duro pero no había logrado su objetivo. Roque Gastón Máspoli, el más que exitoso entrenador de Peñarol, había apelado, con ese mismo objetivo, al veterano del plantel, el "Pelado" Ernesto Ledesma, cuya única participación en los partidos ante Santos, sería dedicarse pura y exclusivamente a ser una “estampilla” de Pelé. El también apodado “Cholo” tendría que seguir a la “Perla Negra” a sol y a sombra, no dejarlo mover, apelar a mil ardides para lograr sus objetivos, los cuales eran que no recibiera el balón o, si lo recepcionaba, que no pudiera iniciar su carrera demoledora con consecuencias invariablemente nefastas para el aurinegro.


Más allá del éxito o del fracaso que podía haber mostrado aquella marca “policial” de cancerbero implacable del “Cholo” Ledesma hacia el gran Pelé, lo cierto es que algo había que hacer si se pretendía ganarle a Santos con “El Rey” en la cancha. Si el resultado favorable que obtuviera el aurinegro en la ocasión, se había debido en gran parte a la marca “espejo” del “Cholo” Ledesma sobre Pelé, es algo imposible de saber a ciencia cierta, pero cuando se le interrogara al respecto, Máspoli había respondido: “y...no sé si fue por la marca de Ledesma, pero en algo influyó por supuesto, de todas maneras que nos quiten lo bailado”.


Con marca espejo o sin ella, el fútbol del siglo XX jamás hubiera sido igual sin las andanzas del “Rey Pelé”, uno de los personajes del deporte universal, una figura respetada por futbolistas, entrenadores, directivos, politicos y embajadores de todo el mundo. El gran Pelé, aún habiendo edificado su reino sobre raíces de humildad y de pobreza, mostraría además una virtud que hasta hoy exhibe: opinaría sobre los futbolistas y sobre el fútbol con la autoridad indiscutible que puede ostentar un verdadero rey, pero jamás caería en la chabacanería y en la ordinariez en la que sucumbirían otros aspirantes a reyes, quienes pasarían de haber sido grandes futbolistas…a revelarse como pequeños y hasta casi detestables seres humanos.

viernes, 24 de noviembre de 2017

"A MAL COMIENZO..." y "COSTO UN PERU"

A MAL COMIENZO...

Cuando despuntó 1966, Independiente era por entonces el "Rey de América". Tal cual está exhaustivamente detallado en el capítulo anterior, en 1964, con la invalorable ayuda del citado Leo Horn y aprovechando la ventaja de la ausencia del “Nene” Sanfilippo, “el rojo” le había ganado ajustadamente a Nacional en Avellaneda y así se coronaba por primera vez como Campeón de América.

En 1965 el campeón había retenido el cetro, tras un contundente 4 a 1, conseguido en un tercer partido definitorio en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, pero ésta vez ante Peñarol, el otro grande uruguayo.

En ese entonces, en que un triunfo valía dos unidades y las tarjetas roja y amarilla no eran ni siquiera un proyecto, el campeón vigente de la Copa se salteaba la fase de grupos y, en cambio, pasaba a jugar directamente las semifinales. Enfrentado en ese 1966 a Boca Jrs. y River Plate, el "rojo" caería ante el "millonario" por 2 a 1, en un partido definitorio al que ambos habían llegado tras dejar por el camino al "xeneixe". Por primera vez en su historia, River estaba en una final de Libertadores.

Peñarol había comenzado esa edición de la Copa de la peor manera que pueda imaginarse, cayendo en la cálida noche del 30 de enero de 1966, en el partido inaugural de su serie, ante un novel Nacional, en el que debutaban cuatro futbolistas adquiridos a equipos menores, quienes precisamente anotarían tres de los cuatro goles de un lapidario e increíble 4 a 0, con que inesperadamente los tricolores vapulearían a su rival de todas las horas. Tras dar fácil cuenta, como era simple rutina en ese entonces, de los campeones de Perú y Ecuador que compartían la serie, el entonces claro favorito mirasol, con un claro 3 a 0, se tomaría la revancha ante el bosilludo, aunque ambos pasarían a la siguiente fase del certamen clubista continental, tras la cual Peñarol clasificaría a la final de la Copa, dejando atrás a la Universidad Católica de Chile y a su rival tradicional.

El jueves 12 de mayo era la cita para la primera final, la cual se disputaría en el Estadio Centenario, con el arbitraje del argentino Roberto Goicochea, un juez que, si bien era de primera línea, increíblemente pertenecía a uno de los países cuyos representativos habían llegado a aquella instancia definitiva. Y así se había decidido en aquel lejano 1966, aunque hoy no está demasiado claro si tamaño experimento se concretó a título de prueba o por algún otro motivo hoy desconocido: el mejor juez argentino controlaría el juego del "Centenario" y el mejor uruguayo del momento, José María Codesal, lo haría en el Monumental de Núñez, en Buenos Aires. Esa noche el "Pardo" Julio César Abbadie, a los 74 minutos de juego y el puntero peruano, Juan Joya Cordero, justamente un ex-River Plate, a los 84, sellaban una muy trabajosa victoria, que recién había llegado sobre las postrimerías de esa primera final.

El miércoles siguiente, 18 de mayo, fecha conmemorativa de la Batalla de Las Piedras en Uruguay, en un partido vibrante se vería como inicialmente la visita se ponía en ventaja con gol de Pedro V. Rocha a los 35 minutos y pese a que Daniel, el más chico de los hermanos Onega, había igualado tan sólo dos minutos después, a los 53 minutos el goleador ecuatoriano Alberto Pedro Spencer desnivelaría de nuevo el tanteador, amenazando al "millonario" con dejarlo sin la posibilidad de un tercer partido para definir al campeón, en un tiempo en que, salvo raras excepciones, todo se definía dentro del campo, tras 90 o 120 minutos de juego y casi nunca aplicando la diferencia de goles, los goles a favor y, menos aún, los penales, instancias que debían aguardar a que todo lo demás se hubiera agotado para, recién entonces, entrar a aplicarse para decidir una contienda. Claro, no había televisión que pagara derechos para emitir los partidos, de modo que las recaudaciones por venta de entradas eran el único sustento de clubes y seleccionados nacionales. Con las cosas así planteadas, cuanto más partidos tuvieran que dirimirse para llegar a coronar a un campeón, más se engrosarían las arcas de las instituciones.

Tras ese 2 a 1 que Spencer había clavado en el marcador del Monumental de Núñez, se daría algo que, tras lo acontecido tan sólo dos días después en la "finalissima" de Santiago de Chile, terminaría perdiendo vigencia y hasta relevancia: River, igual que tras el primer gol de Peñarol anotado por el salteño Rocha, se recuperaría inmediatamente, ya que no habían pasado ni cinco minutos del tanto de Spencer, cuando de nuevo empataba el local, en ésta ocasión por medio de Sarnari. Estaban 2 a 2 y ese resultado continuaba clasificando Campeón de América al aurinegro, pero ésta vez sería el mayor de los Onega, Ermindo, quien se opondría a que el "millonario" resignara el título en su propia casa. A los 69 minutos el renombrado volante ofensivo argentino, quien años después brillaría precisamente en Peñarol, estamparía el 3 a 2 definitivo en el tablero de madera, a falta todavía de los electrónicos, claro está, y así sentenciaba que ambos rivales debían cruzar la cordillera y definir el título en el Estadio Nacional de Santiago de Chile.

Como va dicho más arriba, con lo que sucedería en esa histórica final, perdería toda relevancia la inmediata reacción de los de la franja roja en su Monumental, empatando por dos veces el partido y finalmente dándolo vuelta y forzando ese tercer juego, del otro lado de la cordillera. En resumen, en tan sólo dos días, del 18 al 20 de mayo de 1966, los riverplatenses habían pasado de "guapos" y “héroes” a "gallinas", mote que a partir de aquella noche chilena utilizarían los hinchas de Boca para referirse a su rival de todas las horas.

Daniel Onega, el más chico de los dos hermanos, sería el goleador de esa edición de la Libertadores, con 17 conquistas. El sería justamente quien inauguraría el marcador de la "finalissima" de Chile, cuando transcurrían 27 minutos de juego. Luego, en un momento clave de cualquier partido, a los 42 minutos, cuando se desvanecía la primera mitad, Solari encajaba el 2 a 0. Se bajaba la cortina del primer tiempo...¿y del partido también? Dos goles de ventaja para un River de lujo, con los dos Onega, con el propio Solari, con Ramos Delgado y con el gran Amadeo Carrizo, todo un mito del arco "millonario". Era el River de los uruguayos Luis Cubilla y Roberto Matosas, ambos ex-Peñarol, transformados en figuras estelares en un super equipo “millonario”. Era...era...era...¿cómo decirlo? Sí, con esos “nenes” era demasiada ventaja un 2 a 0 al término de los primeros 45 minutos, por más futbolistas de categoría que tuviera el campeón uruguayo.

Es precisamente por eso, por ese inmenso poderío de aquel super River, que lo sucedido después no encajaría, ni aún hoy encaja, con la enorme categoría de ese equipo argentino. Habían tenido que pasar aún 20 minutos más para que el goleador aurinegro, Alberto Spencer, lograra descontar. Durante ese lapso, el veterano Carrizo había bajado con el pecho algunos balones de poca monta que le habían llegado por elevación a su área. Los jugadores de Peñarol, especialmente su capitán de entonces, Néstor "Tito" Goncálvez, declararían luego a quien quisiera oírlos, que esa actitud "sobradora" de Carrizo les había "mojado la oreja". Algunos habían sido más audaces, afirmando que Amadeo les había metido el dedo en el c... y tras eso habían salido disparados como cohetes, juramentándose ganar esa final a como diera lugar. Hoy resulta realmente cómica esa situación, un un mundo del fútbol en el que, para citar un ejemplo, "Pep" Guardiola le mostró la puerta de salida del Manchester City -la de atrás, no la de adelante- a un profesional correcto y respetado como el arquero de la selección inglesa, Joe Hart, porque, a juicio del catalán, el rubio cuidavallas no era muy bueno jugando con los pies.

Es que Amadeo Carrizo, en esa final bajaba pelotas con el pecho en un tiempo en que el arquero únicamente utilizaba los pies cuando no tenía otra salida porque estaba afuera del área o, más corrientemente, para volear la pelota hacia el centro del campo, luego de haberla atajado o, también, después de recibir en sus manos un pase hacia atrás de un compañero, cosa que en aquella época -y por mucho tiempo después- era completamente reglamentaria. Por eso es comprensible que los sesentones y hasta los cincuentones "largos" de hoy, se sonrían divertidos, tal como le pasa al autor de éstas líneas, cuando recuerdan aquella noche fatal de Amadeo bajándola con el pecho y al mismo tiempo observan un "triángulo amoroso" como el que actualmente integran "Pep" Guardiola, el propio Joe Hart y el arquero chileno Claudio Bravo, contratado este último por el catalán para su City, exclusivamente porque juega muy bien con los pies...

Como sea, debido a las "canchereadas" de Amadeo o no, las huestes aurinegras -expresión muy usada por los relatores de la época que nos ocupa- eran a esa altura peores que las de Atila y sus hunos. Peñarol era un malón tendido hacia el arco de River y luego de ese gol del ecuatoriano, la presión futbolística se condimentaría con la extra futbolística, los viejos "secreteos al oído" del rival para hacerle saber algunas cosas de las que debía enterarse, alguna mano que impactaba en zonas bajas y que el chileno Claudio Vicuña no podía ver y todo ese repertorio que aquel Peñarol conocía de memoria. Así las cosas, a los encumbrados futbolistas de River les había faltado levantar los brazos y exclamar un "¡me rindo, me rindo, no me mate!". El gol del "Pardo" Abbadie tardaría solamente cinco cortos minutos en llegar.

River, ya completamente desarmado y entregado, poco menos que con las manos hacia adelante para ser esposado, aguantaría aún doce minutos del primer chico del alargue, porque exactamente en el 102, otra vez Spencer -¿cuándo no?- anotaba, poniendo un 3 a 2 que solamente se modificaría a los 109, momento en que Pedro Rocha decidiría que no podía dejar de estar presente en el marcador y en la fiesta. Cuando había quedado muy claro que nada ni nadie modificaría esa sentencia final, el épico relator uruguayo Carlos Solé vertería una expresión que quedaría inmortalizada en el dial uruguayo: "¡éste partido, perdónenme la expresión poco académica pero gráfica, fue ganado a lo macho!".

Obviamente, se supone que a la gran mayoría de hinchas de Nacional no le hizo demasiado gracia esa gran conquista del tradicional rival, sobre todo luego de aquel -ya lejano- comienzo de año tan alentador, con un 4 a 0 a Peñarol que ni el más fanático de los "bolsilludos" imaginaba que podía suceder, debido a la aparente disparidad de fuerzas con la que los dos rivales de siempre habían llegado a ese choque del 30 de enero del '66. Gran parte de los "bolsilludos" habían edificado un cúmulo de ilusiones a partir de esa goleada casi insólita, pero el mismo futuro de la Copa, muy diferente por cierto para ambos grandes del fútbol uruguayo, se había encargado de devolverlos a la realidad.

Para el anecdotario quedaría la historia de un goleador implacable, por entonces azotando arqueros en las inferiores de un club de la "A" quien, ya entrado 1969 y mientras estudiaba Prepratorios de Notiariado en un instituto privado de la zona del Cordón, se regocijaba los lunes en los recreos, "cargando" a sus compañeros hinchas de Peñarol por los goles que ese sábado les había anotado jugando en la Cuarta División de su equipo. Por cierto que aquel gran "9" no tomaba la misma actitud cuando la víctima de su artillería era la Cuarta División de Nacional, circunstancia en la que se mantenía muy callado y medido. Cierto día el goleador había confesado abiertamente a un grupo de compañeros, que en la tardecita de aquel 20 de mayo de 1966, una vez concretada la histórica remontada aurinegra, se había encerrado en su habitación para...llorar desconsoladamente. Un día, ya entrada la década siguiente, el futuro profesional de aquel goleador implacable, quien también resultaría en la época un auténtico experto en concretar “cambios de frente” espectaculares, se encargaría de susurrarle al oído que aquella tarde-noche, en lugar de encerrarse a llorar a mares por la conquista de Peñarol, debió haberse unido a los festejos de 18 de Julio.

Los ganadores aurinegros de la final más dramática que se haya disputado hasta ahora en el marco de la Copa Libertadores de América, fueron Ladislao “Polaco” Mazurdiewicz, Pablo “Boñato” Forlán, el paraguayo Juan Vicente Lezcano, Nelson Díaz, Omar “Cacho” Caetano, Néstor “Tito” Goncálvez, Julio César “Pocho” Cortés, Julio César “Pardo” Abbadie, Pedro Virgilio Rocha, Alberto Pedro Spencer y Juan Joya Cordero. El entrenador era el campeón del mundo en Maracaná, el ex arquero “celeste” y aurinegro Roque Gastón Máspoli.

A su vez el entrenador riverplatense Renato Cesarini, esa tarde-noche paró en la cancha a Amadeo Carrizo, Alberto Sainz, Eduardo Grispo, el ex Peñarol Roberto Matosas (padre de Gustavo), Abel Vieytez, Juan Carlos Sarnari, Jorge Solari, Ermindo Onega, el también ex Peñarol Luis Cubilla, Daniel Onega y Oscar Más.

Durante aquellos más que eufóricos y justificados festejos aurinegros focalizados, como era usual, en la Avenida 18 de Julio, no se recuerda destrozo alguno, Ninguna vidriera rota, ningún comercio saqueado, ni autos destrozados, ni peatones robados, sólo banderas de Peñarol y de otros cuadros del fútbol uruguayo que se adherían al festejo. La sociedad uruguaya de la época no conocía los desmanes a la hora de celebrar, alegre y hasta eufórica, un triunfo de esas características. No había motivo para nada más que compartir un momento fantástico, idílico para los partidarios del club ganador. Y nada más...

“¡Pero falta el postre!”, exclamaría Fabián, un “rabioso” aurinegro de la “barra” de Javier, apenas los peñarolenses de aquel grupo de amigos hubieron retornado al barrio, luego de los alborozados festejos, ya entrada la madrugada del día después de la hazaña increíble del Estadio Nacional de Chile. Y era plenamente cierto, porque nada menos que el poderoso Real Madrid, el Campeón de Europa, se aprontaba a chocar con el nuevo Campeón de América, un Peñarol que ya llevaba a esa altura tres trofeos continentales obtenidos: el primero en 1960, el segundo en 1961 y ese de 1966, conseguido tras una remontada histórica.

Y el tan deseado postre comenzaría a saborearse el 12 de octubre de 1966, día en que Peñarol recibiera al famoso Real Madrid, un club histórico por donde se lo mire, múltiple campeón en España y en Europa. En 1960 ambos clubes habían inaugurado la Copa Intercontinental, la cual se dirimía entre los campeones de Sudamérica y de Europa. Tras el 0 a 0 con que había finalizado el primer partido, disputado en una lluviosa tarde de domingo en el “Centenario”, los “merengues” pulverizarían a los aurinegros en la revancha de “Chamartín” (luego llamado “Santiago Bernabeu”), goleándolos 5 a 1 y quedándose con la primera Copa Intercontinental de clubes. Eran los días en que los Di Stéfano, los Puskas y los Gento pasaban una aplanadora sobre los rivales y realmente no había nacido quien pudiera pararlos.

Seis años después era tiempo de revancha para el aurinegro. Pese a los meses transcurridos, la increíble victoria ante River Plate en Santiago, estaba lejos de haber sido olvidada y más bien era un acicate para jugadores, cuerpo técnico e hinchas, que iban tras el complicado logro de doblegar a un auténtico monstruo del fútbol mundial. La tarde de ese 12 de octubre del ’66 aparecía soleada y cálida, en contraposición con la del partido de ida del ’60 ante el mismo rival y los goles de Alberto Spencer, convertidos a los 39 y a los 79 minutos de juego, la habían hecho más brillante aún para el aurinegro. 2 a 0 sería el resultado final de ese encuentro, disputado en un Estadio Centenario colmado, con casi 70.000 personas en sus tribunas y arbitrado por el chileno Claudio Vicuña.

Dirigidos como siempre por Roque Gastón Máspoli, Mazurkiewicz, Forlán, Lezcano, Varela, Tabaré González, Goncálvez, Cortés, Abbadie, Rocha, Spencer y Joya, esa tarde habían sido más que Betancort, Pachín, Sanchís, Ruiz, Martínez, de Felipe, Serena, Zoco, Velázquez, Amaro y Bueno, conducidos por Miguel Muñoz.

La noche del 26 de octubre de 1966 los madrileños la imaginaban como tiempo de revancha. En general en Madrid se entendía la derrota en Montevideo ante un gran equipo carbonero, pero de todas maneras se consideraba que en el ya bautizado como “Santiago Bernabeu”, el triunfo esperaba a la vuelta de la esquina. Después de todo era el “Madrid”, un grande universal y no cabía en la mente de ninguno de sus hinchas que pudiera siquiera empatar en casa y, en cambio, se daba por hecho un triunfo que forzaría un tercer partido, a disputarse en la capital europea que se fijara. En el intento por “dar vuelta la pisada”, el entrenador Miguel Muñoz introduciría tres cambios: Calpe por Ruiz en la defensa, Grosso por Zoco en el mediocampo y Paco Gento por Bueno en el ataque. Mientras tanto, Roque Gastón Máspoli le daba entrada al tenaz Omar “Cacho” Caetano en lugar de Pablo Forlán, en un claro intento de mejorar aún más la marca mirasol, teniendo en cuenta que se jugaba de visitante ante un grande mundial.

La mayúscula sorpresa comenzaría cuando se viera que los delanteros españoles no podían superar el obstáculo de una excelente planificación del técnico Máspoli, quien no había agrupado hombres y acumulado piernas caprichosamente, sino que el dispositivo defensivo obedecía, en cambio, a un perfecto escalonamiento de las piezas que provocaba el desmoronamiento de los repetidos intentos “merengues” por quebrar la resistencia del osado visitante.

A partir de esa base, los pases precisos del “Pardo” Abbadie y de Pedro Rocha para las corridas en diagonal de Spencer y Joya, llevarían a que muy pronto la visita tomara ventajas en el tanteador, que a la postre terminarían resultando decisivas. Primero obligarían al penal que a los 28 minutos el salteño Rocha transformara en la apertura del score y luego el propio Alberto Spencer sellaría la victoria, tan sólo nueve minutos más tarde. Quedaban aún 55 minutos de juego, pero estaba muy claro que Real Madrid era absolutamente impotente para saltar el cerco defensivo inteligentemente dispuesto por Máspoli. Los madrileños se equivocaban: no habría tercer partido y todo había finalizado allí mismo, en la propia casa del encumbrado “merengue” y los 70.000 espectadores del “Bernabeu” terminarían aplaudiendo de pie la vuelta olímpica del visitante.

Peñarol había comenzado el año de la peor manera, con un revolcón completamente inesperado sufrido a manos del tradicional rival, que lo había goleado 4 a 0 presentando un equipo casi completamente nuevo y sin afiatamiento previo. En aquella cálida noche del 30 de enero de 1966, una vez consumada esa paliza clásica, estaba en la tapa del libro para muchos que ese equipo aurinegro estaba acabado: exactamente nueve meses después, esos mismos hombres era campeones del mundo.


COSTO UN PERU

Debido a que desde 1962 Nacional peleaba por obtener una Copa de Campeones de América, habiendo llegado tres veces a la final del torneo hasta su obtención, tras el cuarto intento, en junio de 1971, es que el autor se decidió por incluir la historia en este atrevido compendio de algunos episodios destacados de la década de los '60. Es que la lucha denodada de los albos por llegar a conquistar el título por primera vez, se extendió por todo ese período, por lo cual se llega a suponer que es más que justo que la historia forme parte de este libro.

En agosto de 1964 el tricolor había llegado a la final de la Copa por primera vez. El luego llamado "Rey de Copas", el laureado Independiente de Avellaneda, había sido su primer verdugo en la lucha por conseguir el ansiado lauro continental, luego que los acontecimientos acontecimientos relatados detalladamente en el capítulo dedicado al “Nene” Sanfilippo, dieran por tierra con una ilusión que ya era necesidad perentoria y hasta obsesión, con todo lo perjudicial que ese sentimiento incluye, camuflándose en ansiedad y hasta en desesperación.

En agosto de 1967 Nacional volvía a la carga en busca de la Copa y la coincidencia haría que su rival en la final del certamen, fuera el otro grande de Avellaneda, el entonces Racing del afamado entrenador Juan José Pizzutti. Por entonces reinaba una corriente de opinión que, pese a los dos títulos de América que a esa altura Independiete ya había conseguido, el fútbol argentino era "preciosista", vistoso por demás, elegante, técnico y todos los condimentos que puedan agregarse, pero no era efectivo y, mucho más que eso, no era ganador. En medio del predominio de esa corriente que se había instalado en la opinión pública y en la prensa deportiva bonaerense, aparecería don Juan José Pizzuti, con su Racing diferente, innovador, pleno de motivación, pero sobre todo de gesto fiero, jugando siempre al filo del reglamento, utilizando picardía y malas artes para mantener o cambiar a su favor el resultado de un partido. "¿Los uruguayos no jugaron siempre así?" se preguntaba un medio deportivo argentino de aquella época, agregando "y así ganaron dos títulos olímpicos y dos mundiales, ¿o se creen que se llevaron las copas jugando lindo?".

El Racing de Pizutti que recibiera a Nacional en la primera final del '67, en el hoy llamado Estadio "Juan Domingo Perón" de Avellaneda, jugaba…a no dejar jugar y a intentar el zarpazo con veloces contragolpes. Y lo cierto es que tenía futbolistas para una cosa y para la otra. En la destrucción y ablande del rival Roberto Perfumo y "Coco" Basile, los zagueros centrales, eran auténticos maestros, complementados por el "Petiso" Martín y el "Panadero" Díaz cerrando con candado ambos laterales.

En la otra función, para aplicar la velocidad y el contragolpe, estaba el "Chango" Cárdenas, siempre lanzado a fondo por Rulli, el veterano Raffo y el ex-Nacional Juan José Rodríguez, el popular “J.J.”, un volante ofensivo espectacular, que además tenía atributos de definidor en el área rival. Aquella tarde del 15 de agosto de 1967, Nacional le daría a tomar de su propia medicina al albiceleste de Avelllaneda. A pura fricción, roce e infracciones, a duras penas el árbitro lograría que ambos equipos llegaran con 11 futbolistas cada uno al final del encuentro. El problema para Nacional sería que la revancha en Montevideo se desarrollaría con idéntico trámite y el 0 a 0 de ambos partidos recién se rompería en la "finalissima" del Estadio Nacional de Lima, cuando el otro equipo de Avellaneda, el que sus hinchas aclamaban con el "¡y ya lo veee y ya lo veee, es el equiiipo de José!", dejaba otra vez sin copa al tricolor, derrotándolo por 2 a 1.

Las dos primeras finales habían sido choques “fieros”, “a muerte”, sin dar ni pedir tregua. Como anécdota jugosa quedaría una escena registrada en el partido revancha del Estadio Centenario, cuando un futbolista de Racing, fiel ejecutor de las mañas que caracterizaban a ese equipo de Pizutti, había decidido “tirarse sobre el césped a dormir la siesta”. La premisa era aguantar el empate a cero a como diere lugar, para forzar ese tercer partido en Lima, así que al hombre no lo levantaba nadie…al menos hasta que el recio “Peta” Ubiña decidiera cortar por lo sano, levantándolo –literalmente- de los pelos, sin que el árbitro se diera por enterado, limitándose a ordenar la inmediata reanudación del encuentro.

Así eran las “Libertadores” de antes y había que ser muy hombre para estar adentro de una cancha, con árbitros maleables y casi siempre completamente permeables a las presiones que ejercía el local. José Luis, el chico cuyo padre se había regocijado hasta el éxtasis con la incorporación del “Nene” Sanfilippo en mayo de 1964, había viajado a Buenos Aires para alentar a Nacional en esa primera final en el luego denominado “Estadio Juan Domingo Perón”. Terminado el partido, mientras la masa de aficionados albicelestes se retiraba desilusionada por el 0 a 0, José Luis caminaba en el medio de la turba y, al pasar por debajo de la ventana del vestuario visitante y escuchar los cantos de los jugadores tricolores festejando el “puntazo” obtenido, había tenido que “morderse la lengua” para impedir que su euforia interior lo delatara…en pleno Avellaneda y rodeado de frustrados hinchas de Racing. Pocas cuadras más adelante, el chico, de sólo 16 años, vería como algún audaz nacionalófilo que se había atrevido a festejar, era perseguido a ladrillazos por barras bravas de los de la “Academia”, así que optaría por seguir caminando con la cabeza gacha y expresión desolada, con tal de no desentonar con la masa que lo rodeaba, camino a los “colectivos” bonaerenses que esperaban más adelante.

Pocos días más tarde José Luis estaba instalado en el medio de la Olímpica. Eran las diez de la mañana y la segunda final comenzaba a las tres y media de la tarde, pero había que asegurarse el lugar, mientras las milanesas al pan que llevaba cuidadosamente envueltas en una bolsa, esperaban a que fueran la una de la tarde para ser deglutidas. Con la tribuna casi vacía a esa hora de la mañana, el chico se había ubicado pegado al “cocacolero”, de modo que cuando fuera el turno de las milanesas, el acceso a la bebida no lo obligara a abandonar el preciado sitio que se había reservado.

El caso de José Luis era idéntico al de todos los hinchas tricolores que pensaban que el empate de Avellaneda había sido la llave que abriría la caja del tesoro. Los futbolistas parecían igualmente confiados, por lo cual el mantel de gala había sido tendido para el banquete que tendría a la Copa Libertadores de América como la huésped de honor. A nadie se le había ocurrido pensar que aquel Racing de Pizutti le haría las cosas imposibles al confiado dueño de casa. Al gol de aquella tarde aún lo están buscando porque los arqueros podían haber estado ubicados cómodamente en las tribunas, que igualmente la pelota no tocaría las redes.

En Lima el panorama sería muy diferente. Racing ganaría la “cuereada” porque pegaría primero y sería completamente fiel al dicho que asegura que el que pega primero pega dos veces. Cerca del final Milton “Tornillo” Viera llegaría a descontar y ese 2 a 1 del marcador haría pensar a muchos que Nacional podría reeditar la hazaña de Peñarol del año anterior, pero lo que nadie había tenido en cuenta es que el aguerrido y mañero Racing de Pizutti, con obreros vestidos de jugadores de fútbol, no era ni por asomo el River Plate que se había dejado “caminar por arriba” en 1966. Esa forma de jugar, mordiendo, arañando, pegando, pataleando, haciendo tiempo por toneladas, era inédita en el fútbol argentino, pero “el equipo de José” demostraba que ese camino a la gloria, mucho más transitado hasta ese momento por los uruguayos que por los argentinos, también era válido. Y por las dudas la fortuna se vestiría también de celeste y blanco, cuando, a nada del final, el cabezazo usualmente salvador de Emilio “Cococho” Alvarez, fuera restado en la línea del arco, también de cabeza, por el lateral derecho Martín, aún pese a que el “petiso” era casi un enano.

El Estudiantes de la Plata que conseguiría su segunda Libertadores en 1969, tras derrotar a Nacional en Montevideo por 1 a 0 y en el "El Bosque" de La Plata por 2 a 0, no difería demasiado en su juego al Racing de Pizzutti. Su entrenador, el luego legendario Osvaldo Zubeldía, había amagado desplegar un fútbol vistoso y práctico, casi "de todo un poco", comentaría un periodista uruguayo la noche de 1968 en que, con casi todas las 55.000 personas que colmaban el "Centenario" a su favor, un equipo que era la novelería de Sudamérica, el chiche nuevo de la afición continental, derrotaba en un tercer partido al Palmeiras paulista, por un claro 2 a 0, marcador sellado por los goles de Ribaudo y Juan Ramón "La Bruja" Verón.

En realidad sería recién en esas finales ante Nacional en 1969, que Estudiantes llegaría incluso a a superar las técnicas extra fútbol que había inaugurado Racing en 1967. El ya Dr. Carlos Salvador Bilardo y sus compinches, hacían de todo adentro de una cancha de fútbol, desde meterle dos dedos en los ojos a un rival para arrancarle de cuajo los lentes de contacto, hasta pinchar con alfileres a los contrarios. Las auténticas masacres organizadas contra Milan y Manchester United, habían transformado en verdaderas carnicerías aquellas finales intercontinentales protagonizadas por los platenses y ese sería el motiivo para que luego, ya en 1971, el Nacional Campeón de América pagara esos platos rotos, cuando el formidable Ayax de Holanda, por miedo puro y también por desconocimiento del estilo completamente diferente del rival de turno, se negara a llegar a Montevideo para disputar la Copa Intercontinental.

Claro que en 1967 el Racing de Pizzuti ya había inaugurado las malas artes ante el Celtic de Glasgow, cuando en el "Centenario" de Montevideo, ambos clubes habían disputado una "finalissima" por la Copa Intercontinental, terminada con la victoria "a prepo", de pesado, del equipo de Avellaneda. Luego que sus compañeros masacraran a puntapié limpio a los escoceses, especialmente a un puntero pelirojo excepcional llamado Johnstone, a quien prácticamente les había faltado crucificarlo, el "Chango" Cárdenas colgaría el balón en el ángulo superior izquierdo del arco de la Colombes, convirtiendo un gol espectacular, nada acorde a ese partido, y menos aún a las tácticas arteras de su cuadro, para que el "equipo de José" obtuviera su, hasta hoy, único titulo mundial de clubes.

Pero regresando a 1971, cuando el mejor equipo que ha tenido el Club Nacional de Football en los últimos 57 años, arribaba al estadio de Estudiantes de la Plata, llamado "El Bosque", para ir, de una vez por todas, por la primera Copa Libertadores de América, ya sabía de sobra con los bueyes que araba. Dos años antes, en la revancha de La Plata de la “Libertadores” de 1969, el tricolor ya había sufrido las artimañas de aquel equipo de Bilardo, Pachamé y el llamado "Carnicero” Aguirre Suárez, entre otros malos de la película. Ese grupo “pincharata” era como el dúo de policías que interroga al sospechoso para hacerlo confesar: uno bueno, o que se hace el bueno y el otro duro, que asusta al detenido, en el desarrollo de toda una técnica estudiada para que el individuo en cuestión caiga en contradicciones o directamente confiese el delito del que se le acusa. Trasladada esa táctica al caso de aquel Estudiantes de la Plata, los nombrados, esos "policías malos, duros", se complementaban a la perfección con los "policías buenos", el también Dr. Raúl Madero, el capitán Oscar Malbernat, el propio Juan Ramón Verón y otros, que desplegaban la cuota de fútbol necesaria para completar la aniquilación del oponente.

Así las cosas y con el antecedente de 1969 aún muy fresco, dos años después los futbolistas tricolores no se habían sorprendido en absoluto cuando al bajar del autobús que les había conducido al estadio platense, la policía mirara para arriba y así tuvieran que atravesar un auténtico corredor, cuyas paredes estaban formadas por hinchas previamente contratados para agasajar al rival con toda clase de golpes al pasar.

La derrota -1 a 0- con gol de Romeo, tampoco había sorprendido a nadie porque se sabía perfectamente que pisar “El Bosque” era pisar el infierno y calcinarse en él, pero el consuelo era que esta vez, a diferencia de 1969, el segundo partido sería en el "Centenario". Y sería duro también, pero a diferencia de lo que pasara ante Racing en 1967, Nacional había aprendido la lección y terminaría jugando ese partido con la cabeza fría que no había tenido ante la “Academia” cuatro años antes. La consecuencia de ello sería que un gol de cabeza del "Chueco" Masnik (Juan), decretaría el 1 a 0 final, forzando una final en terreno neutral, para la cual ese fantástico equipo de Nacional se tenía una gran fé.

En un 9 de junio, nuevo aniversario de la gesta de Colombes, Nacional no podía fallar: era su final, no una final cualquiera, debido al trauma que habían generado tantos traspiés previos, más concretamente cayendo en tres finales anteriores, con despojo o no, justa o injustamente, pero la cuestión era que aquellas derrotas habían calado hondo y había que tener mucha categoría, clase y temple para superar ese trance y nada menos que ante uno de los que ya había conseguido el título a costa del tricolor y llevaba obtenidas nada menos que tres “Libertadores” consecutivas: en 1968 ante Palmeiras, en 1969 ante el propio Nacional y en 1970 ante el otro grande de Uruguay, Peñarol.

Esa noche, el destino querría que esa fuera la primera final de la “Libertadores” televisada en directo, al menos para toda Sudamérica. Y todo el continente vería en directo como la inmensa calidad de ese gran equipo tricolor, superaba abiertamente a las malas artes de Estudiantes, aunque extrañamente esa noche los “pincharatas” se comportarían correctamente, casi como asumiendo la superioridad indiscutida de Nacional, que dominaría ese encuentro de principio a fin tanto que el 2 a 0 final marcaría lo que había significado una justa diferencia adentro de la cancha.

A los 22 minutos, Víctor Espárrago, rememorando su gesta del Mundial del '70 ante los soviéticos, ratificaría que era un hombre señalado para marcar goles importantes, pese a que su función en la cancha distaba mucho de la que se le asigna a un goleador. Cuando el dominio tricolor necesitaba de la tranquilidad de un segundo gol, a los 65’ el "Negro" Cubilla, enganche va y enganche viene, le haría un verdadero nudo y dejaría sentado en la cancha al técnico y eficaz capitán de Estudiantes, Oscar Malbernat, para poner la pelota servida esta vez en la cabeza del goleador Luis Artime quien, con su parietal derecho terminaría clavando la pelota contra el palo izquierdo del arquero Poletti. Nacional lo había conseguido al fin. Había pasado toda la década de los '60 intentándolo, pero lo lograría en el primer año de los '70.

Meses antes ya ese Nacional había comenzado a tender la mesa para comerse el pavo. Derrotando a Penarol 2 a 0 y 2 a 1, ya en una etapa de la Copa en que participaban el campeón y el sub campeón de cada país, y dejando solamente una unidad ante The Strongest, en la altura de La Paz, había pasado la serie más rápido que el tren bala, tal cual estilaban hacerlo ambos grandes uruguayos en cada edición del torneo continental. La diferencia sería que ésta vez Nacional arrasaría también en la serie semifinal, soplando con la fuerza de un huracán. Ese sería el tratamiento que le aplicaría a Palmeiras, derrotándolo por 3 a 0 en San Pablo y por 3 a 1 en el "Centenario", así como a Universitario de Lima, a quien también golearía 3 a 0 en Montevideo, tras haber dejado en Perú el único punto de esa serie semifinal, que era solamente la segunda unidad que perdía en lo que iba de todo el torneo. Ese 0 a 0 de Lima, premonitorio de que en ese estadio se quedaría, pocas semanas después, con su primera Libertadores, llevaría por siempre el sello de Manga, el enorme arquero brasileño que le había atajado esa noche un penal al capitán peruano, Héctor Chumpitaz, quien remataría fuerte y bajo al medio del arco, encontrando la pelota el pie izquierdo del corpulento cuidavallas, quien se había jugado a la derecha pero, por las dudas, había estirado su extremidad izquierda, con la que había terminado salvando el punto aquella noche limeña.

Más allá del poderoso equipo que mostraba ese Nacional, había resultado clave la mano de su entrenador. Ramón “Pulpa” Etchamendi, quien era un técnico inteligente, pero por sobre todo era un gran motivador, un temperamental por excelencia y un “vivo” del fútbol, de esos que prácticamente se las saben todas. Era de esos individuos que el jugador parece reclamar a gritos a la hora de apoyarse en alguien “cuando las papas queman”. Sin embargo, paralelamente exigía, hasta con brutalidad si era necesario aplicarla en el caso de algún rebelde sin causa, que sus futbolistas practicaran todo lo que pregonaba y no aceptaba excusas al respecto. Los jugadores le querían y al mismo tiempo le temían, porque a la hora de rendirle cuentas, sabían que el “Pulpa” no era de los que andaban con vueltas. Cierta vez un periodista le preguntaría si le preocupaba que el “Mudo” Montero Castillo (padre de Paolo Montero) se hiciera expulsar frecuentemente, debido a su temperamento demasiado fogoso. La respuesta del inefable “Pulpa” quedaría inmortalizada en el anecdotario del fútbol uruguayo: “no se preocupe, yo no lo quiero para yerno, déjemelo que yo sé muy bien cómo empezar a controlarlo”. Y bien que sabía cómo hacerlo, porque misteriosamente un
día el temperamental volante tricolor comenzaría a controlarse de una manera que sorprendería a propios y extraños. El “Pulpa” Etchamendi era por sobre todo un ganador y como tal dirigiría siempre, hasta el preciso momento en que la muerte lo reclamara en Colombia, mientras “laburaba” al costado de la línea de cal. Entre otros clubes, Nacional, Bella Vista y el Deportivo Cali, a quien entrenaba cuando cayera fulminado al borde de la cancha, supieron disfrutarlo al máximo.

El Nacional de esa noche histórica del 9 de junio de 1971 cuando se consagrara como Campeón de América por primera vez en su historia, estuvo representado por el 1) Airton Correia do Arruda “Manga”, el 2) Luis Ubiña, el 3) Atilio Anchetta, el 4) Juan Masnik, el 6) Juan Carlos “Cacho” Blanco, el 5) Julio “Mudo” Montero Castillo, el 8) Víctor Espárrago, el 10) Ildo Maneiro, el 7) Luis “Negro” Cubilla, el 9) Luis Artime y el 11) Julio César “Cascarilla” Morales. En el correr del segundo tiempo, ya con el 2 a 0 instalado en el marcador, el “Pulpa” Etchamendi haría ingresar a Juan Martín Mugica por Ildo Maneiro, como forma de ganar marca en el mediocampo ante la arremetida final del rival, así como al catamarqueño Juan Carlos “Palito” Mamelli en lugar del “Cascarilla” Julio César Morales, para ganar altura en el área propia, debido al juego aéreo reiterado que practicaba un ya desesperado Estudiantes de la Plata.

Por su parte Osvaldo Zubeldía, técnico y forjador, junto al inolvidable Miguel Ignomiriello, de ese estupendo Estudiantes que aquel 9 de junio de 1971 finalizaba un ciclo impensado e inolvidable, alinearía en la noche de Lima a el 12) Oscar Pezzano, el 2) Oscar Malbernat, el 3) Ramón Aguirre Suárez, el 5) Hugo Medina el 4) Néstor Togneri, el 6) Carlos Pachamé, el 7) Daniel Romeo, el 8) Juan Miguel Echecopar, el 9) Rudski, el 10) Verde y el 11) Juan Ramón Verón (la “Bruja”, padre de Juan Sebastián, la “Brujita”), sustituído en el correr del encuentro por Ruben Bedogni. A su vez, en el transcurso del partido, Romeo y Rudski verían la tarjeta roja que les mostraría el árbitro chileno Rafael Hormazábal.

Con la Copa que había redondeado, Nacional no podía perder esa cuarta final. Era un equipo formidable dirigido por un técnico colosal y la historia, su historia, no se lo hubiera perdonado jamás.

La Copa Intercontinental de ese año ya era "otro cantar". Como ha sido explicado en éste mismo capítulo, los desastres provocados por la manifiesta violencia de Racing de Avellaneda ante Celtic de Glasgow y luego por Estudiantes de La Plata ante Milan y Manchester United, provocarían que el campeón europeo de 1971, el afamado Ayax de Holanda, todo un precursor del famoso fútbol total con que luego deleitara al mundo la bautizada “Naranja Mecánica” en el Mundial de Alemania 1974, renunciaría sin vueltas a disputar el torneo de clubes campeones ante Nacional.

La decisión causaría lógica indignación en Uruguay, especialmente en todos los estratos de Nacional, es decir, futbolistas, cuerpo técnico, directivos e hinchas. Con toda razón se argumentaba que el tricolor se había consagrado como el mejor de América en buena ley, jugando un excelente fútbol producto de haber contado con un plantel envidiable y un técnico excepcional. Aquel monarca albo no era un equipo pegador, ni provocador y menos aún artero, tal como habían resultado ser los dos últimos campeones de la “Libertadores” de nacionalidad argentina, es decir, Racing (1967) y Estudiantes de La Plata (1968, 1969 y 1970). “Hay que mandarles los videos, seguro que van a entrar en razón, se van a dar cuenta que somos diferentes”, argumentaban algunos directivos tricolores, apoyados por la opinión pública y por la prensa. Sin embargo, no habría caso, la resolución estaba tomada y era sin marcha atrás: Ayax no viajaba a Montevideo “ni loco” y eso estaba ya laudado.

A la vista de esos hechos, el vice campeón de Europa, el Panathinaikos griego, dirigido técnicamente por el histórico húngaro Ferenc Puskas, uno de los protagonistas del épico partido de Lausana ante Uruguay en la semifinal del Mundial de Suiza de 1954, comunicaba que veía con buenos ojos la oportunidad de disputar el trofeo y anunciaba, sin vueltas, que no tenía ningún problema en tomar el lugar del campeón, el Ayax holandés.

El primer partido se disputaría el 15 de diciembre de 1971 ante 60.000 personas en el Estadio “Georgios Karaiskakis” y sería arbitrado por el afamado juez brasileño Favilli Netto. Como dato curioso válido para ambos encuentros, puede afirmarse que el tricolor luciría de visitante su indumentaria tradicional, es decir, camiseta blanca y pantalón y medias azules con vivos rojos y blancos, mientras que en la revancha del “Centenario”, la casaquilla roja sustituiría a la blanca: otros tiempos, otras costumbres.

Tras un primer tiempo que se había mantenido con tanteador cerrado, a los 48 minutos el griego Totis Filakouris pondría el 1 a 0 para el local, resultado parcial que inmediatamente, tan sólo dos minutos más tarde, el super goleador Luis Artime, transformaría en el empate que sería definitivo y con el que ambas esquadras viajarían a Montevideo para disputar la revancha.

El “Pulpa” Etchamendi había alineado para ese primer partido a Manga, Luis “Peta” Ubiña, Angel “Pocho” Brunell, Juan Masnik, Juan Carlos “Cacho” Blanco, Julio “Mudo” Montero Castillo, Víctor Espárrago, Ildo Maneiro, Luis “Negro” Cubilla, Luis Artime y Julio César “Cascarilla” Morales, quien sería expulsado por el brasileño Favilli Netto y quedaría automáticamente suspendido para el segundo partido. Durante el complemento entraría Juan Duarte para sustituir a Luis Cubilla y regalarle más marca al mediocampo, en aras de mantener un empate que era un muy buen resultado para el visitante.

63.000 almas colmaban el Estadio Centenario para la revancha ante los griegos, en la que Etchamendi introduciría solamente el cambio obligado por la suspensión del “Cascarilla” Morales, dándole entrada, una vez más, al catamarqueño Juan Carlos “Palito” Mamelli, quien se afirmaba en el equipo cada vez más, al punto que al año siguiente -1972- se coronaría como el goleador absoluto del Campeonato Uruguayo de esa temporada.

En el correr de ese segundo encuentro final ante Panathinaikos, Juan Martín Mugica y Ruben Bareño entrarían en el transcurso del encuentro, suplantando a Luis Alberto Cubilla y a Luis Artime, respectivamente. Precisamente, el impresionante goleador argentino anotaría esa noche ambos goles tricolores, a los 34 y a los 74 minutos de juego, mientras que el descuento del griego Antonis Antoniadis, llegado recién a un minuto del final, no le alcanzaría para impedir que esa noche histórica Nacional conquistara la primera Copa Intercontinental.


El año terminaba redondo para el tricolor. Por fin había finalizado el calvario de casi toda la década, intentando conseguir esa Copa Libertadores y esa Copa Intercontinental, tan preciadas ambas, que ahora adornaban las vitrinas del “Palacio de Cristal”, como se denominaba por entonces a la sede de la Avenida 8 de Octubre.

jueves, 16 de noviembre de 2017

"LA ONCE EN CASA" y "EL NENE" (2 capítulos de "Historias de los '60")



El año1967 deparaba una linda oportunidad para Uruguay. El campeón sudamericano, Bolivia, que había obtenido el cetro en 1963, jugando todos sus partidos en la altura de La Paz, defendía el título en la nueva edición que se jugaría en Montevideo, más concretamente en el Estadio Centenario. Para el local era una oportunidad imperdible para hacerse con el décimo primer cetro continental, en un bastión que usualmente había sido inexpugnable. Obviamente estaba aún viva la llaga de la infamia del Mundial del '66, y el pueblo uruguayo ansiaba una conquista que levantara los ánimos caídos.

En aquel Sudamericano se producía el debut de Venezuela en la justa continental. Al respecto existe una anécdota realmente imperdible que, al mismo tiempo que resulta a todas luces cómica, marca hasta qué punto el fútbol era, en ese entonces, un deporte poco menos que amateur en la nación del Caribe. Para el debut ante Chile, el 17 de enero de 1967, a Venezuela le habían asignado el carácter de visitante, por lo cual, ante la similitud de colores con el trasandino, debía utilizar una camiseta de alternativa...que por cierto no había traído a Montevideo. Chile se había negado a cambiar su indumentaria y cuando el desconcierto era total y nadie tenía la menor idea sobre cómo solucionar el problema, una mente lúcida recordaría que en algún lugar del vestuario del local, yacía sin uso un juego de camisetas de Peñarol. "¡A vos mismo!", se supone que habrían exclamado los venezolanos y terminarían debutando en el Sudamericano con la casaca del Club.Atlético Peñarol. De todas
maneras, la improvisada indumentaria no les daría suerte, ya que la usual "borra de vino", esa noche aurinegra, cayó 2 a 0 ante el favorito trasandino.

Argentina llegaba a Montevideo con un equipo feroz. Los boquenses Roma, Marzolini y Rattín -éste último el capitán del equipo-, competían en jerarquía con Bernao, el puntero derecho de Independiente y los riverplatenses Oscar "Pinino" Más y Luis Artime, goleador implacable que luego brillaría en Nacional con todo su esplendor. El albiceleste haría tabla rasa y se "llevaría puestos" a todos sus rivales hasta llegar al último encuentro del torneo ante el local Uruguay, que había perdido su único punto ante un realmente poderoso Chile, al que el tricolor Jorge Oyarbide, quien luego sería galardonado como el mejor jugador del torneo, le había empatado recién en los últimos minutos de un partido que terminaría dramáticamente igualado 2 a 2.

De ese modo, el empate le bastaba a Argentina para obtener aquel Sudamericano, aunque estaba claro que en el Centenario, bastión inexpugable, eso no se podía permitir. Los jugadores tenían eso muy claro, el técnico Juan Carlos Corazzo, suegro de su dirigido Pablo Forlán, también era consciente de ello y los 60.000 espectadores que abarrotaban el Estadio, estaban decididos a presionar a como diera lugar para que el título quedara en casa.

La historia del fútbol rioplatense marca que Argentina siempre jugó mejor fútbol que Uruguay y que las muchas veces en que la "celeste" se impuso, siempre lo hizo en base a "garra" y jugando al filo del reglamento, pero fundamentalmente apelando a figuras claves, desnivelantes, con la jerarquía imprescindible para decidir partidos trascendentales. Con las excepciones de siempre, que no hacen más que confirmar la regla, esa es una premisa auténtica, verdadera. Y esa noche del 2 de febrero de 1967 no escaparía de esa sentencia. Apenas el árbitro chileno Mario Gasc había dado por iniciadas las acciones, el centre half uruguayo Carlos Paz, un grandote perteneciente a Racing Club de Montevideo, dejaría su zona, enfilaría como un cohete hacia donde el hábil y veloz puntero izquierdo Oscar "Pinino" Más iniciaba la carrera hacia las últimas posiciones "celestes" y literalmente lo tiraría afuera de la cancha de un “patadón”. "Pinino" contaría con la suerte que un precavido funcionario de CAFO había cerrado la puerta del túnel central del Centenario. De haber sucedido lo contrario, el diminuto puntero hubiera rodado escaleras abajo, con consecuencias imprevisibles, claro está. Curiosamente Paz era un "5" muy técnico y poco rudo, pero justamente su acción, inusual en él, dejaba clarísimo que aquella era una noche muy especial, en la que se necesitaría mucho de ese tipo de intervenciones, si Uruguay pretendía llevarse ese Sudamericano frente a tan encumbrado oponente.

En una época en que las tarjetas eran aún un proyecto, ya que no se implantarían hasta el Mundial de México '70, nadie se sorprendía si un brusco defensa local tenía a los saltos al mejor delantero visitante y eso sería exactamente lo que sucedería en aquel super clásico rioplatense entre el moreno Elgar Baeza, recio zaguero de Nacional, y el formidable goleador Luis Artime. Efectivamente, aquel armatoste de back derecho se estaba dando el lujo de sacar a patadas del área al goleador del torneo. Lo curioso del caso es que, empleando la jerga popular porque siempre resulta ser la más gráfica, Artime siempre había ido “pa’delante”, jamás arrugaba, cualidad que luego se encargaría de comprobar con creces durante su gloriosa etapa en Nacional, pero los “patadones” que le tiraba su futuro compañero de equipo, el negro Baeza, en aquella especie de final del ‘67, había que esquivarlos como fuere, ya que, de ser alcanzado por alguno de esos “viandazos”, su carrera, en el mejor de los casos, seguramente se hubiera visto abruptamente interrumpida.

Lo de Paz, lo de Baeza y mucho más, habían sido suficientes argumentos para que Argentina no pudiera acercarse siquiera al área del local y se limitara a tratar de mantener un empate que le daba el torneo. En la Olímpica Javier se miraba con sus amigos. La preocupación de ellos y del resto de la concurrencia era silenciosa pero palpable. Todos lo pensaban pero no se animaban a decir que el libreto se estaba recitando a medias, porque con el empate Argentina sería el campeón. Y eso no podía permitirse, de modo que se necesitaba recordar la segunda parte del libreto: tal vez un toque de calidad, aderezado con unos cuantos kilos de potencia y dirección, pudieran ser la solución.

Pedro Virgilio Rocha era un número "8" de Salto que, en lugar de jugar, parecía pasearse elegantemente en una recepción de gala. Con la pelota en sus pies, disfrutaba de una cadencia muy especial, balanceándose hacia derecha e izquierda, con distinción de príncipe. Era capaz de pases antológicos, pero cuando elegía el "dribling" largo hacia la derecha y parecía estudiar una ecuación distancia-potencia, había que esperar lo peor para el arquero rival. Con esa amenazante actitud, a los 74 minutos de juego de aquella auténtica final, cruzaría la mitad de la cancha y lo que seguiría sería una pelota disparada como bólido que se colaría abajo, junto al palo izquierdo de la Colombes, sin que la estirada de Antonio Roma pudiera evitar el gol que le daría el décimo primer Campeonato Sudamericano a Uruguay.

Dirigidos por Juan Carlos Corazzo, Ladislao “Chiquito” Mazurkiewicz, Héctor “Piolín” Cincunegui (82’ Pablo Forlán), Elgar Baeza, Luis Varela, Juan Martín Mugica, Carlos Paz, Héctor “Chino” Salvá (63’ Ruben Techera), Pedro Virgilio Rocha, Domingo Pérez, Jorge Oyarbide (46’ Vera) y José “Pepito” Urruzmendi, fueron los que conquistaron “La Once” para Uruguay, derrotando a una poderosa alineación argentina, integrada por Roma, Acevedo, Calics, Marzolini, Albrecht, Rattín, P. González, Sarnari (85’ Angel C. Rojas), Bernao (75’ Raffo), Artime y Más (75’ Carone).

Javier y sus amigos se unirían a los que ni por asomo habían considerado aquello como revancha del despojo de Inglaterra '66, pero al menos la eterna vuelta olímpica, acompañada por la estruendosa ovación del colmado “Centenario” había forzado a recordar que la "celeste" estaba viva y, lo más importante, que era la misma de siempre.





“EL NENE”


“Mirá qué “nene” que trajo Nacional”. El padre de José Luis, uno más de la “barra” de Javier, era un gran hincha de Nacional y esa mañana lucía eufórico, al tiempo que le mostraba a su hijo la página de deportes de un matutino montevideano, donde la gran noticia del día aparecía resaltada en forma espectacular, con fotos del gran goleador argentino José Francisco Sanfilippo, enfundado en las camisetas de San Lorenzo, Boca Jrs. y la selección argentina, equipos todos que habían disfrutado del arte de sus goles multifacéticos. De taquito, de cabeza pese a su corta estatura, con remates de izquierda o de derecha, desde 40 metros o en el área chica, el repertorio del bautizado con el seudónimo de “Nene” era un flagelo para los arqueros de los ’60.

Sanfilippo había nacido en Buenos Aires, el 4 de mayo de 1935 y desde 1953, cuando debutara con solo 18 primaveras, hasta 1962, pasaría el tiempo fusilando arqueros con la “azulgrana” del club que se transformaría en su casa futbolística: San Lorenzo de Almagro. Para los “santos” de Boedo, que ni soñaban con que más de medio siglo después se transformarían en el cuadro del Papa, el popular “Nene” anotaría la friolera de 200 goles convirtiéndose, por orden cronológico, en el segundo referente histórico de ese club grande argentino. El otro gigante había sido Rinaldo Martino, quien también, con el tiempo, resultaría ídolo tricolor. En 1963, cumplido su primer ciclo en su club de origen, el travieso “Nene” haría tabla rasa con la camiseta de Boca Jrs. y solamente el Santos de Pelé le arrebataría al gran equipo de la “Ribera” la Copa de Campeones de América de esa temporada. Dos Campeonatos Mundiales, el de 1958 en Suecia y el de 1962 en Chile, lo habían visto brillar con la camiseta de la selección argentina, aparte del Campeonato Sudamericano que lograra con la albiceleste en 1957.

Egocéntrico como pocos, tras considerar que el entrenador boquense le había faltado el respeto durante un amistoso de pre-temporada, provocaría con su reacción que uno de los presidentes más famosos de la historia de Boca, el histórico Alberto J. Armando, le rescindiera el contrato. No tardaría nada en encontrar un nuevo club al que, ya en nuestros días, durante una visita a Montevideo, reconocería como su segunda casa: “para mi es San Lorenzo y después Nacional, no tengo dudas”. En esa época el tricolor remaba contra la corriente, tratando de oponer la mayor resistencia posible a un Peñarol que demolía rivales como quien pela papas. Tras reconquistar la Copa Uruguaya en 1963, el club de los Céspedes se aprontaba para su segunda participación en la Copa de Campeones de América, que por entonces disputaban solamente los monarcas nacionales de cada país sudamericano. El único caso en que la Confederación Sudamericana de Fútbol aceptaba dos representantes de un mismo país, era el de la nación a la que pertenecía el último campeón del torneo, así que en dicha situación participaban el Campeón de América y el club mejor colocado en el torneo local del país del monarca continental. En el caso concreto de la edición 1964 de la Copa, el campeón anterior había sido el Santos de Pelé, de modo que Nacional quedaba ese año como único representante uruguayo.

En los directivos tricolores de la época existía el convencimiento que necesitaban reforzar la parte ofensiva del equipo, si pretendían obtener la Copa de Campeones y quedar así más cerca de las dos que ya ostentaba el rival tradicional. Con el entrenador brasileño Alfredo “Zezé” Moreira, se había logrado un sistema defensivo casi inexpugnable, con el capitán del equipo, Emilio “Cococho” Alvarez, en el apogeo de su carrera, complementado por la fuerza tremenda del moreno Elgar Baeza y dos laterales firmes, sobre todo en el caso del consolidado Héctor “Piolín” Cincunegui. En el mediocampo Eliseo Alvarez y Vladas Douksas eran una firme contención, mientras que Mario “Mariolo” Bergara representaba la cuota pensante de la oncena, con pases antológicos y buen remate de media distancia. Adelante la velocidad sin demasiado discernimiento del ex-Rampla Jrs., Domingo Pérez, pretendía encontrar un complemento en el brasileño “Jaburú” quien, pese a su condición de duro, voluntarioso y luchador, no terminaba de convencer...al menos sin un socio de mucho mayor calidad que la que el moreno norteño podía exhibir.

Cuando El “Nene” Sanfilippo “se divorció” de Boca, los directivos tricolores estuvieron rápidos, lo cual en esa época, marcada por los triunfos politicos de Cataldi y compañía, era mucho decir y, más que eso todavía, configuraba toda una excepción a la regla. El gran goleador llegaría a Montevideo en mayo de 1964 y, casi sin dejarlo respirar, se lo llevarían de gira por Europa, una de las tantas en esa época, en tiempos en que para ambos grandes del fútbol uruguayo el concretarlas era cosa de todas las temporadas. Concretamente, la gira de 1964 resultaría literalmente un paseo para Sanfilippo y su séquito. Las goleadas estrepitosas seguidas de triunfos generalmente cómodos, tendrían el denominador común de los goles del argentino. En un tiempo en que la televisión era casi de otro planeta y con el fútbol tenía poca o ninguna relación, a la vez que la gran extensión de aquellos maratónicos “tours” hacía imposible que las radios los cubrieran, la única forma que tenía el hincha para enterarse de los resultados, era llamar por teléfono a la sede del club a la hora en que consideraban podría haber alguna novedad. Un saturado pero feliz telefonista contestaba casi siempre con un, por ejemplo, “Nacional 3 a 1 con dos de Sanfilippo”.

Pero para ese entonces los hinchas tricolores nunca habían visto al “Nene” con la blanca de Nacional y no lo verían hasta que, luego de concretar 10 goles en 12 presentaciones de esa histórica gira tricolor de 1964, Nacional invitara, para su debut en Uruguay, a Colón de Santa Fe, equipo que venía de vapulear en su estadio, más tarde llamado “Cementerio de los Elefantes”, al Campeón de América, nada menos que el Santos de Pelé. De los cinco goles que Nacional le estampara en el “Centenario” al encumbrado Colón, cuatro los convirtiría José Francisco Sanfilippo, a la vez que regalaría la asistencia para el restante. Un debut tan soñado que hasta hoy el gran goleador argentino lo rememora cada vez que tiene la oportunidad de darse una vuelta por Montevideo. La mesa estaba servida para las semifinales de la Copa de Campeones, ya que la fase de grupos se había disputado en el verano de ese mismo 1964 (antes de la llegada de Sanfilippo) y, como era sana costumbre por entonces, había sido un galope para el equipo uruguayo de turno, en éste caso Nacional.

El prestigioso Colo Colo esperaba para las semifinales y toda la expectativa estaba centrada en José Francisco Sanfilippo, a quien el club había contratado específicamente para conquistar su primera Copa de Campeones de América (años después “Libertadores”). Un 4 a 2 lapidario cerraría el partido de ida en Santiago, con dos goles del “Nene” y una actuación memorable que llevaría al entonces relator Heber Pinto a enfatizar, en un pasaje de su narración, que “el argentino la lucha en la mitad de la cancha como si fuera un uruguayo...” Otro 4 a 2, ésta vez en el “Centenario”, sellaría la suerte de los chilenos y clasificaría a Nacional para disputar su primera final de la Copa. El Independiente que tendría enfrente era un gran equipo pero nadie dudaba que la presencia del super-goleador argentino volcaría la balanza a favor del club uruguayo.

El técnico “Zezé” Moreira concretaría un amistoso ante el carioca Vasco da Gama, a disputarse el sábado previo a la primera final ante el “rojo”, con el fin de agregarle una buena dosis de exigencia a la preparación tricolor para la gran final. En aquella tarde nublada, al borde del área de la Colombes, comenzarían a esfumarse las esperanzas de Nacional de obtener su primera Copa de Campeones de América. En una jugada rara, difícil de precisar, un defensa brasileño llamado Fontana, quebraría la tibia y el peroné de José Sanfilippo. Mucho se hablaría en su momento sobre una incidencia que resultaría decisiva para el futuro tricolor, tanto en las inminentes finales de la Copa como en la posterior actividad local. Tanto se diría, que hasta se llegaría a acusar a Alfredo “Zezé” Moreira de haber mandado al tal Fontana a quebrar a Sanfilippo ya que, según esas versiones, el entrenador carioca pretendía ser la estrella y el forjador exclusivo del futuro campeón de América y el “Nene”, con su capacidad goleadora y su calidad suprema, le estaba haciendo sombra y amenazaba con eclipsarlo. Por más que nunca se confirmaría la veracidad de tal acusación, actualmente Sanfilippo continúa endilgándole a Fontana el haberlo lesionado en forma intencional, remarcando en una nota de la actualidad con el periodista uruguayo Jorge Savia, que cuando el brasileño intentó disculparse, él le contestó enfurecido que “no te quiero ver nunca más, no me hablés ni te me acerqués, vos sabés que me quebraste a propósito”.

Tres días más tarde un robo descarado terminaría de arrebatarle a Nacional esa Copa de Campeones de América con la que tanto habían coqueteado las vitrinas de su sede social. Como si no fuera suficiente el hecho de haberse quedado sin su máxima estrella, en la que estaban depositadas todas las esperanzas tricolores, un árbitro holandés nacionalizado peruano, llamado Leo Horn, anularía a instancias de su primer asistente, el línea de la América, dos goles perfectamente legítimos convertidos a Independiente por José “Pepe” Urruzmendi y por Mario “Mariolo” Bergara, ambos en el primer tiempo y en el arco de la Amsterdam. Se alegaban sendos fuera de juego que no habían existido ni por asomo y eso a cuenta de que en esa época ni se televisaban los partidos en directo, ni existían las mil y una tomas, en cámara lenta o detenida, que pudieran avalar una opinión, en uno u otro sentido. Además, por aquellos tiempos los árbitros muy frecuentemente solían desestimar las indicaciones de los líneas, si es que consideraban que éstas eran claramente equivocadas. De ese modo el tal Leo Horn, un ex-combatiente de la Resistencia holandesa durante la II Guerra Mundial, ante la evidencia hasta grotesca de la licitud de ambos goles de Nacional aquella noche, debió haberlos validado de todos modos, aún yendo contra la apreciación errónea de su colaborador. De nuevo aparecerían las lenguas viperinas –¿o ésta vez no lo eran tanto?- diciendo que Horn, quien había llorado la muerte de un hermano en un campo de concentración, había ofrecido sus “bondadosos” servicios al presidente de Nacional, el Dr. Eduardo Pons Etcheverry y, ante la negativa tajante de éste, había sido finalmente sobornado por los directivos de Independiente. De todos los rumores circulantes al respecto, ésta era la teoría que contaba con más adeptos en el público uruguayo pero, a decir verdad, tenía muchos vacíos, entre ellos la pregunta que muchos se hacían: ¿si Horn fue primero a ofrecerse a Pons Etcheverry, por qué el presidente tricolor no había denunciado el hecho, habiendo permitido en cambio, con su actitud pasiva, que el árbitro peruano-holandés supuestamente cruzara el charco con su deshonesta oferta? Una noche de sombras había dejado eso, justamente sombras y muchas, demasiadas…

El 0 a 0 del Centenario terminaría siendo lapidario y en Avellaneda, con gol del volante Mario Rodríguez, Independiente se impondría por 1 a 0 y se llevaría la primera de lo que luego se transformaría en una importante serie de Copas de Campeones de América (posteriormente “Libertadores”), que le harían acreedor a la denominación de “Rey de Copas”. Para el anecdotario quedaría el gol que el sanducero Jorge Oyarbide se perdería a poco del final cuando, sólo ante el arquero Santoro, levantara su frentazo por encima del horizontal, perdiéndose así el tricolor el empate y el pasaje a un tercer partido en campo neutral. Muchos se lamentarían de que, si en lugar de ese gran futbolista que era sin duda Oyarbide, hubiera estado en la incidencia el ”Nene”, otro hubiera sido el cantar.

Mientras tanto José Francisco Sanfilippo, prendido de la radio, se mordía de rabia e impotencia en el sanatorio, iniciando una recuperación que sabría de complicaciones que no le permitirían regresar a las canchas hasta la temporada 1965, durante cuyo transcurso también haría de las suyas. Entre las “depredaciones” que cometiera el “Nene” en ese segundo período con la tricolor, tras su dura rehabilitación, destacan nítidamente dos. A la primera de ellas se le denominaría en su momento como “el gol de la sotana”. En la semana previa a uno de los dos clásicos del Campeonato Uruguayo de esa temporada, el arquero de Peñarol, Ladislao Mazurkiewicz, había declarado a la prensa, muy suelto de cuerpo, que “Sanfilippo no me hace un gol ni loco, me hago cura si me hace uno”. A los 7’ de aquel partido, ya ganaba Nacional 1 a 0 con gol del “Nene” y, según recuerda el propio goleador, no desprendiéndose de su clásica bravuconería, “al otro día toda la prensa publicaba direcciones donde se vendían sotanas para que Mazurkiewicz fuera a comprarse una ahí”. La segunda “depredación” la configuraría un gol de taquito a Danubio, tras una pared con el también argentino Pedro Prospitti, ex-Independiente contratado por Nacional precisamente en esa temporada de 1965.

“Me la devolvió (la pelota) demasiado arriba, no podía patearla y para la cabeza venía muy baja, lo único que me quedó fue taquearla y salió al ángulo. Como el arquero voló y hasta llegó a rozarla, lo hizo todavía más espectacular”, relataba Sanfilippo en una de sus frecuentes excursiones a Montevideo.

¡Qué “nene”! Muchos llegarían a considerarlo como el segundo jugador sudamericano de la época, claro está, detrás del “Rey Pelé”.