A MAL COMIENZO...
Cuando despuntó 1966, Independiente era por entonces el "Rey de América". Tal cual está exhaustivamente detallado en el capítulo anterior, en 1964, con la invalorable ayuda del citado Leo Horn y aprovechando la ventaja de la ausencia del “Nene” Sanfilippo, “el rojo” le había ganado ajustadamente a Nacional en Avellaneda y así se coronaba por primera vez como Campeón de América.
En 1965 el campeón había retenido el cetro, tras un contundente 4 a 1, conseguido en un tercer partido definitorio en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, pero ésta vez ante Peñarol, el otro grande uruguayo.
En ese entonces, en que un triunfo valía dos unidades y las tarjetas roja y amarilla no eran ni siquiera un proyecto, el campeón vigente de la Copa se salteaba la fase de grupos y, en cambio, pasaba a jugar directamente las semifinales. Enfrentado en ese 1966 a Boca Jrs. y River Plate, el "rojo" caería ante el "millonario" por 2 a 1, en un partido definitorio al que ambos habían llegado tras dejar por el camino al "xeneixe". Por primera vez en su historia, River estaba en una final de Libertadores.
Peñarol había comenzado esa edición de la Copa de la peor manera que pueda imaginarse, cayendo en la cálida noche del 30 de enero de 1966, en el partido inaugural de su serie, ante un novel Nacional, en el que debutaban cuatro futbolistas adquiridos a equipos menores, quienes precisamente anotarían tres de los cuatro goles de un lapidario e increíble 4 a 0, con que inesperadamente los tricolores vapulearían a su rival de todas las horas. Tras dar fácil cuenta, como era simple rutina en ese entonces, de los campeones de Perú y Ecuador que compartían la serie, el entonces claro favorito mirasol, con un claro 3 a 0, se tomaría la revancha ante el bosilludo, aunque ambos pasarían a la siguiente fase del certamen clubista continental, tras la cual Peñarol clasificaría a la final de la Copa, dejando atrás a la Universidad Católica de Chile y a su rival tradicional.
El jueves 12 de mayo era la cita para la primera final, la cual se disputaría en el Estadio Centenario, con el arbitraje del argentino Roberto Goicochea, un juez que, si bien era de primera línea, increíblemente pertenecía a uno de los países cuyos representativos habían llegado a aquella instancia definitiva. Y así se había decidido en aquel lejano 1966, aunque hoy no está demasiado claro si tamaño experimento se concretó a título de prueba o por algún otro motivo hoy desconocido: el mejor juez argentino controlaría el juego del "Centenario" y el mejor uruguayo del momento, José María Codesal, lo haría en el Monumental de Núñez, en Buenos Aires. Esa noche el "Pardo" Julio César Abbadie, a los 74 minutos de juego y el puntero peruano, Juan Joya Cordero, justamente un ex-River Plate, a los 84, sellaban una muy trabajosa victoria, que recién había llegado sobre las postrimerías de esa primera final.
El miércoles siguiente, 18 de mayo, fecha conmemorativa de la Batalla de Las Piedras en Uruguay, en un partido vibrante se vería como inicialmente la visita se ponía en ventaja con gol de Pedro V. Rocha a los 35 minutos y pese a que Daniel, el más chico de los hermanos Onega, había igualado tan sólo dos minutos después, a los 53 minutos el goleador ecuatoriano Alberto Pedro Spencer desnivelaría de nuevo el tanteador, amenazando al "millonario" con dejarlo sin la posibilidad de un tercer partido para definir al campeón, en un tiempo en que, salvo raras excepciones, todo se definía dentro del campo, tras 90 o 120 minutos de juego y casi nunca aplicando la diferencia de goles, los goles a favor y, menos aún, los penales, instancias que debían aguardar a que todo lo demás se hubiera agotado para, recién entonces, entrar a aplicarse para decidir una contienda. Claro, no había televisión que pagara derechos para emitir los partidos, de modo que las recaudaciones por venta de entradas eran el único sustento de clubes y seleccionados nacionales. Con las cosas así planteadas, cuanto más partidos tuvieran que dirimirse para llegar a coronar a un campeón, más se engrosarían las arcas de las instituciones.
Tras ese 2 a 1 que Spencer había clavado en el marcador del Monumental de Núñez, se daría algo que, tras lo acontecido tan sólo dos días después en la "finalissima" de Santiago de Chile, terminaría perdiendo vigencia y hasta relevancia: River, igual que tras el primer gol de Peñarol anotado por el salteño Rocha, se recuperaría inmediatamente, ya que no habían pasado ni cinco minutos del tanto de Spencer, cuando de nuevo empataba el local, en ésta ocasión por medio de Sarnari. Estaban 2 a 2 y ese resultado continuaba clasificando Campeón de América al aurinegro, pero ésta vez sería el mayor de los Onega, Ermindo, quien se opondría a que el "millonario" resignara el título en su propia casa. A los 69 minutos el renombrado volante ofensivo argentino, quien años después brillaría precisamente en Peñarol, estamparía el 3 a 2 definitivo en el tablero de madera, a falta todavía de los electrónicos, claro está, y así sentenciaba que ambos rivales debían cruzar la cordillera y definir el título en el Estadio Nacional de Santiago de Chile.
Como va dicho más arriba, con lo que sucedería en esa histórica final, perdería toda relevancia la inmediata reacción de los de la franja roja en su Monumental, empatando por dos veces el partido y finalmente dándolo vuelta y forzando ese tercer juego, del otro lado de la cordillera. En resumen, en tan sólo dos días, del 18 al 20 de mayo de 1966, los riverplatenses habían pasado de "guapos" y “héroes” a "gallinas", mote que a partir de aquella noche chilena utilizarían los hinchas de Boca para referirse a su rival de todas las horas.
Daniel Onega, el más chico de los dos hermanos, sería el goleador de esa edición de la Libertadores, con 17 conquistas. El sería justamente quien inauguraría el marcador de la "finalissima" de Chile, cuando transcurrían 27 minutos de juego. Luego, en un momento clave de cualquier partido, a los 42 minutos, cuando se desvanecía la primera mitad, Solari encajaba el 2 a 0. Se bajaba la cortina del primer tiempo...¿y del partido también? Dos goles de ventaja para un River de lujo, con los dos Onega, con el propio Solari, con Ramos Delgado y con el gran Amadeo Carrizo, todo un mito del arco "millonario". Era el River de los uruguayos Luis Cubilla y Roberto Matosas, ambos ex-Peñarol, transformados en figuras estelares en un super equipo “millonario”. Era...era...era...¿cómo decirlo? Sí, con esos “nenes” era demasiada ventaja un 2 a 0 al término de los primeros 45 minutos, por más futbolistas de categoría que tuviera el campeón uruguayo.
Es precisamente por eso, por ese inmenso poderío de aquel super River, que lo sucedido después no encajaría, ni aún hoy encaja, con la enorme categoría de ese equipo argentino. Habían tenido que pasar aún 20 minutos más para que el goleador aurinegro, Alberto Spencer, lograra descontar. Durante ese lapso, el veterano Carrizo había bajado con el pecho algunos balones de poca monta que le habían llegado por elevación a su área. Los jugadores de Peñarol, especialmente su capitán de entonces, Néstor "Tito" Goncálvez, declararían luego a quien quisiera oírlos, que esa actitud "sobradora" de Carrizo les había "mojado la oreja". Algunos habían sido más audaces, afirmando que Amadeo les había metido el dedo en el c... y tras eso habían salido disparados como cohetes, juramentándose ganar esa final a como diera lugar. Hoy resulta realmente cómica esa situación, un un mundo del fútbol en el que, para citar un ejemplo, "Pep" Guardiola le mostró la puerta de salida del Manchester City -la de atrás, no la de adelante- a un profesional correcto y respetado como el arquero de la selección inglesa, Joe Hart, porque, a juicio del catalán, el rubio cuidavallas no era muy bueno jugando con los pies.
Es que Amadeo Carrizo, en esa final bajaba pelotas con el pecho en un tiempo en que el arquero únicamente utilizaba los pies cuando no tenía otra salida porque estaba afuera del área o, más corrientemente, para volear la pelota hacia el centro del campo, luego de haberla atajado o, también, después de recibir en sus manos un pase hacia atrás de un compañero, cosa que en aquella época -y por mucho tiempo después- era completamente reglamentaria. Por eso es comprensible que los sesentones y hasta los cincuentones "largos" de hoy, se sonrían divertidos, tal como le pasa al autor de éstas líneas, cuando recuerdan aquella noche fatal de Amadeo bajándola con el pecho y al mismo tiempo observan un "triángulo amoroso" como el que actualmente integran "Pep" Guardiola, el propio Joe Hart y el arquero chileno Claudio Bravo, contratado este último por el catalán para su City, exclusivamente porque juega muy bien con los pies...
Como sea, debido a las "canchereadas" de Amadeo o no, las huestes aurinegras -expresión muy usada por los relatores de la época que nos ocupa- eran a esa altura peores que las de Atila y sus hunos. Peñarol era un malón tendido hacia el arco de River y luego de ese gol del ecuatoriano, la presión futbolística se condimentaría con la extra futbolística, los viejos "secreteos al oído" del rival para hacerle saber algunas cosas de las que debía enterarse, alguna mano que impactaba en zonas bajas y que el chileno Claudio Vicuña no podía ver y todo ese repertorio que aquel Peñarol conocía de memoria. Así las cosas, a los encumbrados futbolistas de River les había faltado levantar los brazos y exclamar un "¡me rindo, me rindo, no me mate!". El gol del "Pardo" Abbadie tardaría solamente cinco cortos minutos en llegar.
River, ya completamente desarmado y entregado, poco menos que con las manos hacia adelante para ser esposado, aguantaría aún doce minutos del primer chico del alargue, porque exactamente en el 102, otra vez Spencer -¿cuándo no?- anotaba, poniendo un 3 a 2 que solamente se modificaría a los 109, momento en que Pedro Rocha decidiría que no podía dejar de estar presente en el marcador y en la fiesta. Cuando había quedado muy claro que nada ni nadie modificaría esa sentencia final, el épico relator uruguayo Carlos Solé vertería una expresión que quedaría inmortalizada en el dial uruguayo: "¡éste partido, perdónenme la expresión poco académica pero gráfica, fue ganado a lo macho!".
Obviamente, se supone que a la gran mayoría de hinchas de Nacional no le hizo demasiado gracia esa gran conquista del tradicional rival, sobre todo luego de aquel -ya lejano- comienzo de año tan alentador, con un 4 a 0 a Peñarol que ni el más fanático de los "bolsilludos" imaginaba que podía suceder, debido a la aparente disparidad de fuerzas con la que los dos rivales de siempre habían llegado a ese choque del 30 de enero del '66. Gran parte de los "bolsilludos" habían edificado un cúmulo de ilusiones a partir de esa goleada casi insólita, pero el mismo futuro de la Copa, muy diferente por cierto para ambos grandes del fútbol uruguayo, se había encargado de devolverlos a la realidad.
Para el anecdotario quedaría la historia de un goleador implacable, por entonces azotando arqueros en las inferiores de un club de la "A" quien, ya entrado 1969 y mientras estudiaba Prepratorios de Notiariado en un instituto privado de la zona del Cordón, se regocijaba los lunes en los recreos, "cargando" a sus compañeros hinchas de Peñarol por los goles que ese sábado les había anotado jugando en la Cuarta División de su equipo. Por cierto que aquel gran "9" no tomaba la misma actitud cuando la víctima de su artillería era la Cuarta División de Nacional, circunstancia en la que se mantenía muy callado y medido. Cierto día el goleador había confesado abiertamente a un grupo de compañeros, que en la tardecita de aquel 20 de mayo de 1966, una vez concretada la histórica remontada aurinegra, se había encerrado en su habitación para...llorar desconsoladamente. Un día, ya entrada la década siguiente, el futuro profesional de aquel goleador implacable, quien también resultaría en la época un auténtico experto en concretar “cambios de frente” espectaculares, se encargaría de susurrarle al oído que aquella tarde-noche, en lugar de encerrarse a llorar a mares por la conquista de Peñarol, debió haberse unido a los festejos de 18 de Julio.
Los ganadores aurinegros de la final más dramática que se haya disputado hasta ahora en el marco de la Copa Libertadores de América, fueron Ladislao “Polaco” Mazurdiewicz, Pablo “Boñato” Forlán, el paraguayo Juan Vicente Lezcano, Nelson Díaz, Omar “Cacho” Caetano, Néstor “Tito” Goncálvez, Julio César “Pocho” Cortés, Julio César “Pardo” Abbadie, Pedro Virgilio Rocha, Alberto Pedro Spencer y Juan Joya Cordero. El entrenador era el campeón del mundo en Maracaná, el ex arquero “celeste” y aurinegro Roque Gastón Máspoli.
A su vez el entrenador riverplatense Renato Cesarini, esa tarde-noche paró en la cancha a Amadeo Carrizo, Alberto Sainz, Eduardo Grispo, el ex Peñarol Roberto Matosas (padre de Gustavo), Abel Vieytez, Juan Carlos Sarnari, Jorge Solari, Ermindo Onega, el también ex Peñarol Luis Cubilla, Daniel Onega y Oscar Más.
Durante aquellos más que eufóricos y justificados festejos aurinegros focalizados, como era usual, en la Avenida 18 de Julio, no se recuerda destrozo alguno, Ninguna vidriera rota, ningún comercio saqueado, ni autos destrozados, ni peatones robados, sólo banderas de Peñarol y de otros cuadros del fútbol uruguayo que se adherían al festejo. La sociedad uruguaya de la época no conocía los desmanes a la hora de celebrar, alegre y hasta eufórica, un triunfo de esas características. No había motivo para nada más que compartir un momento fantástico, idílico para los partidarios del club ganador. Y nada más...
“¡Pero falta el postre!”, exclamaría Fabián, un “rabioso” aurinegro de la “barra” de Javier, apenas los peñarolenses de aquel grupo de amigos hubieron retornado al barrio, luego de los alborozados festejos, ya entrada la madrugada del día después de la hazaña increíble del Estadio Nacional de Chile. Y era plenamente cierto, porque nada menos que el poderoso Real Madrid, el Campeón de Europa, se aprontaba a chocar con el nuevo Campeón de América, un Peñarol que ya llevaba a esa altura tres trofeos continentales obtenidos: el primero en 1960, el segundo en 1961 y ese de 1966, conseguido tras una remontada histórica.
Y el tan deseado postre comenzaría a saborearse el 12 de octubre de 1966, día en que Peñarol recibiera al famoso Real Madrid, un club histórico por donde se lo mire, múltiple campeón en España y en Europa. En 1960 ambos clubes habían inaugurado la Copa Intercontinental, la cual se dirimía entre los campeones de Sudamérica y de Europa. Tras el 0 a 0 con que había finalizado el primer partido, disputado en una lluviosa tarde de domingo en el “Centenario”, los “merengues” pulverizarían a los aurinegros en la revancha de “Chamartín” (luego llamado “Santiago Bernabeu”), goleándolos 5 a 1 y quedándose con la primera Copa Intercontinental de clubes. Eran los días en que los Di Stéfano, los Puskas y los Gento pasaban una aplanadora sobre los rivales y realmente no había nacido quien pudiera pararlos.
Seis años después era tiempo de revancha para el aurinegro. Pese a los meses transcurridos, la increíble victoria ante River Plate en Santiago, estaba lejos de haber sido olvidada y más bien era un acicate para jugadores, cuerpo técnico e hinchas, que iban tras el complicado logro de doblegar a un auténtico monstruo del fútbol mundial. La tarde de ese 12 de octubre del ’66 aparecía soleada y cálida, en contraposición con la del partido de ida del ’60 ante el mismo rival y los goles de Alberto Spencer, convertidos a los 39 y a los 79 minutos de juego, la habían hecho más brillante aún para el aurinegro. 2 a 0 sería el resultado final de ese encuentro, disputado en un Estadio Centenario colmado, con casi 70.000 personas en sus tribunas y arbitrado por el chileno Claudio Vicuña.
Dirigidos como siempre por Roque Gastón Máspoli, Mazurkiewicz, Forlán, Lezcano, Varela, Tabaré González, Goncálvez, Cortés, Abbadie, Rocha, Spencer y Joya, esa tarde habían sido más que Betancort, Pachín, Sanchís, Ruiz, Martínez, de Felipe, Serena, Zoco, Velázquez, Amaro y Bueno, conducidos por Miguel Muñoz.
La noche del 26 de octubre de 1966 los madrileños la imaginaban como tiempo de revancha. En general en Madrid se entendía la derrota en Montevideo ante un gran equipo carbonero, pero de todas maneras se consideraba que en el ya bautizado como “Santiago Bernabeu”, el triunfo esperaba a la vuelta de la esquina. Después de todo era el “Madrid”, un grande universal y no cabía en la mente de ninguno de sus hinchas que pudiera siquiera empatar en casa y, en cambio, se daba por hecho un triunfo que forzaría un tercer partido, a disputarse en la capital europea que se fijara. En el intento por “dar vuelta la pisada”, el entrenador Miguel Muñoz introduciría tres cambios: Calpe por Ruiz en la defensa, Grosso por Zoco en el mediocampo y Paco Gento por Bueno en el ataque. Mientras tanto, Roque Gastón Máspoli le daba entrada al tenaz Omar “Cacho” Caetano en lugar de Pablo Forlán, en un claro intento de mejorar aún más la marca mirasol, teniendo en cuenta que se jugaba de visitante ante un grande mundial.
La mayúscula sorpresa comenzaría cuando se viera que los delanteros españoles no podían superar el obstáculo de una excelente planificación del técnico Máspoli, quien no había agrupado hombres y acumulado piernas caprichosamente, sino que el dispositivo defensivo obedecía, en cambio, a un perfecto escalonamiento de las piezas que provocaba el desmoronamiento de los repetidos intentos “merengues” por quebrar la resistencia del osado visitante.
A partir de esa base, los pases precisos del “Pardo” Abbadie y de Pedro Rocha para las corridas en diagonal de Spencer y Joya, llevarían a que muy pronto la visita tomara ventajas en el tanteador, que a la postre terminarían resultando decisivas. Primero obligarían al penal que a los 28 minutos el salteño Rocha transformara en la apertura del score y luego el propio Alberto Spencer sellaría la victoria, tan sólo nueve minutos más tarde. Quedaban aún 55 minutos de juego, pero estaba muy claro que Real Madrid era absolutamente impotente para saltar el cerco defensivo inteligentemente dispuesto por Máspoli. Los madrileños se equivocaban: no habría tercer partido y todo había finalizado allí mismo, en la propia casa del encumbrado “merengue” y los 70.000 espectadores del “Bernabeu” terminarían aplaudiendo de pie la vuelta olímpica del visitante.
Peñarol había comenzado el año de la peor manera, con un revolcón completamente inesperado sufrido a manos del tradicional rival, que lo había goleado 4 a 0 presentando un equipo casi completamente nuevo y sin afiatamiento previo. En aquella cálida noche del 30 de enero de 1966, una vez consumada esa paliza clásica, estaba en la tapa del libro para muchos que ese equipo aurinegro estaba acabado: exactamente nueve meses después, esos mismos hombres era campeones del mundo.
COSTO UN PERU
Debido a que desde 1962 Nacional peleaba por obtener una Copa de Campeones de América, habiendo llegado tres veces a la final del torneo hasta su obtención, tras el cuarto intento, en junio de 1971, es que el autor se decidió por incluir la historia en este atrevido compendio de algunos episodios destacados de la década de los '60. Es que la lucha denodada de los albos por llegar a conquistar el título por primera vez, se extendió por todo ese período, por lo cual se llega a suponer que es más que justo que la historia forme parte de este libro.
En agosto de 1964 el tricolor había llegado a la final de la Copa por primera vez. El luego llamado "Rey de Copas", el laureado Independiente de Avellaneda, había sido su primer verdugo en la lucha por conseguir el ansiado lauro continental, luego que los acontecimientos acontecimientos relatados detalladamente en el capítulo dedicado al “Nene” Sanfilippo, dieran por tierra con una ilusión que ya era necesidad perentoria y hasta obsesión, con todo lo perjudicial que ese sentimiento incluye, camuflándose en ansiedad y hasta en desesperación.
En agosto de 1967 Nacional volvía a la carga en busca de la Copa y la coincidencia haría que su rival en la final del certamen, fuera el otro grande de Avellaneda, el entonces Racing del afamado entrenador Juan José Pizzutti. Por entonces reinaba una corriente de opinión que, pese a los dos títulos de América que a esa altura Independiete ya había conseguido, el fútbol argentino era "preciosista", vistoso por demás, elegante, técnico y todos los condimentos que puedan agregarse, pero no era efectivo y, mucho más que eso, no era ganador. En medio del predominio de esa corriente que se había instalado en la opinión pública y en la prensa deportiva bonaerense, aparecería don Juan José Pizzuti, con su Racing diferente, innovador, pleno de motivación, pero sobre todo de gesto fiero, jugando siempre al filo del reglamento, utilizando picardía y malas artes para mantener o cambiar a su favor el resultado de un partido. "¿Los uruguayos no jugaron siempre así?" se preguntaba un medio deportivo argentino de aquella época, agregando "y así ganaron dos títulos olímpicos y dos mundiales, ¿o se creen que se llevaron las copas jugando lindo?".
El Racing de Pizutti que recibiera a Nacional en la primera final del '67, en el hoy llamado Estadio "Juan Domingo Perón" de Avellaneda, jugaba…a no dejar jugar y a intentar el zarpazo con veloces contragolpes. Y lo cierto es que tenía futbolistas para una cosa y para la otra. En la destrucción y ablande del rival Roberto Perfumo y "Coco" Basile, los zagueros centrales, eran auténticos maestros, complementados por el "Petiso" Martín y el "Panadero" Díaz cerrando con candado ambos laterales.
En la otra función, para aplicar la velocidad y el contragolpe, estaba el "Chango" Cárdenas, siempre lanzado a fondo por Rulli, el veterano Raffo y el ex-Nacional Juan José Rodríguez, el popular “J.J.”, un volante ofensivo espectacular, que además tenía atributos de definidor en el área rival. Aquella tarde del 15 de agosto de 1967, Nacional le daría a tomar de su propia medicina al albiceleste de Avelllaneda. A pura fricción, roce e infracciones, a duras penas el árbitro lograría que ambos equipos llegaran con 11 futbolistas cada uno al final del encuentro. El problema para Nacional sería que la revancha en Montevideo se desarrollaría con idéntico trámite y el 0 a 0 de ambos partidos recién se rompería en la "finalissima" del Estadio Nacional de Lima, cuando el otro equipo de Avellaneda, el que sus hinchas aclamaban con el "¡y ya lo veee y ya lo veee, es el equiiipo de José!", dejaba otra vez sin copa al tricolor, derrotándolo por 2 a 1.
Las dos primeras finales habían sido choques “fieros”, “a muerte”, sin dar ni pedir tregua. Como anécdota jugosa quedaría una escena registrada en el partido revancha del Estadio Centenario, cuando un futbolista de Racing, fiel ejecutor de las mañas que caracterizaban a ese equipo de Pizutti, había decidido “tirarse sobre el césped a dormir la siesta”. La premisa era aguantar el empate a cero a como diere lugar, para forzar ese tercer partido en Lima, así que al hombre no lo levantaba nadie…al menos hasta que el recio “Peta” Ubiña decidiera cortar por lo sano, levantándolo –literalmente- de los pelos, sin que el árbitro se diera por enterado, limitándose a ordenar la inmediata reanudación del encuentro.
Así eran las “Libertadores” de antes y había que ser muy hombre para estar adentro de una cancha, con árbitros maleables y casi siempre completamente permeables a las presiones que ejercía el local. José Luis, el chico cuyo padre se había regocijado hasta el éxtasis con la incorporación del “Nene” Sanfilippo en mayo de 1964, había viajado a Buenos Aires para alentar a Nacional en esa primera final en el luego denominado “Estadio Juan Domingo Perón”. Terminado el partido, mientras la masa de aficionados albicelestes se retiraba desilusionada por el 0 a 0, José Luis caminaba en el medio de la turba y, al pasar por debajo de la ventana del vestuario visitante y escuchar los cantos de los jugadores tricolores festejando el “puntazo” obtenido, había tenido que “morderse la lengua” para impedir que su euforia interior lo delatara…en pleno Avellaneda y rodeado de frustrados hinchas de Racing. Pocas cuadras más adelante, el chico, de sólo 16 años, vería como algún audaz nacionalófilo que se había atrevido a festejar, era perseguido a ladrillazos por barras bravas de los de la “Academia”, así que optaría por seguir caminando con la cabeza gacha y expresión desolada, con tal de no desentonar con la masa que lo rodeaba, camino a los “colectivos” bonaerenses que esperaban más adelante.
Pocos días más tarde José Luis estaba instalado en el medio de la Olímpica. Eran las diez de la mañana y la segunda final comenzaba a las tres y media de la tarde, pero había que asegurarse el lugar, mientras las milanesas al pan que llevaba cuidadosamente envueltas en una bolsa, esperaban a que fueran la una de la tarde para ser deglutidas. Con la tribuna casi vacía a esa hora de la mañana, el chico se había ubicado pegado al “cocacolero”, de modo que cuando fuera el turno de las milanesas, el acceso a la bebida no lo obligara a abandonar el preciado sitio que se había reservado.
El caso de José Luis era idéntico al de todos los hinchas tricolores que pensaban que el empate de Avellaneda había sido la llave que abriría la caja del tesoro. Los futbolistas parecían igualmente confiados, por lo cual el mantel de gala había sido tendido para el banquete que tendría a la Copa Libertadores de América como la huésped de honor. A nadie se le había ocurrido pensar que aquel Racing de Pizutti le haría las cosas imposibles al confiado dueño de casa. Al gol de aquella tarde aún lo están buscando porque los arqueros podían haber estado ubicados cómodamente en las tribunas, que igualmente la pelota no tocaría las redes.
En Lima el panorama sería muy diferente. Racing ganaría la “cuereada” porque pegaría primero y sería completamente fiel al dicho que asegura que el que pega primero pega dos veces. Cerca del final Milton “Tornillo” Viera llegaría a descontar y ese 2 a 1 del marcador haría pensar a muchos que Nacional podría reeditar la hazaña de Peñarol del año anterior, pero lo que nadie había tenido en cuenta es que el aguerrido y mañero Racing de Pizutti, con obreros vestidos de jugadores de fútbol, no era ni por asomo el River Plate que se había dejado “caminar por arriba” en 1966. Esa forma de jugar, mordiendo, arañando, pegando, pataleando, haciendo tiempo por toneladas, era inédita en el fútbol argentino, pero “el equipo de José” demostraba que ese camino a la gloria, mucho más transitado hasta ese momento por los uruguayos que por los argentinos, también era válido. Y por las dudas la fortuna se vestiría también de celeste y blanco, cuando, a nada del final, el cabezazo usualmente salvador de Emilio “Cococho” Alvarez, fuera restado en la línea del arco, también de cabeza, por el lateral derecho Martín, aún pese a que el “petiso” era casi un enano.
El Estudiantes de la Plata que conseguiría su segunda Libertadores en 1969, tras derrotar a Nacional en Montevideo por 1 a 0 y en el "El Bosque" de La Plata por 2 a 0, no difería demasiado en su juego al Racing de Pizzutti. Su entrenador, el luego legendario Osvaldo Zubeldía, había amagado desplegar un fútbol vistoso y práctico, casi "de todo un poco", comentaría un periodista uruguayo la noche de 1968 en que, con casi todas las 55.000 personas que colmaban el "Centenario" a su favor, un equipo que era la novelería de Sudamérica, el chiche nuevo de la afición continental, derrotaba en un tercer partido al Palmeiras paulista, por un claro 2 a 0, marcador sellado por los goles de Ribaudo y Juan Ramón "La Bruja" Verón.
En realidad sería recién en esas finales ante Nacional en 1969, que Estudiantes llegaría incluso a a superar las técnicas extra fútbol que había inaugurado Racing en 1967. El ya Dr. Carlos Salvador Bilardo y sus compinches, hacían de todo adentro de una cancha de fútbol, desde meterle dos dedos en los ojos a un rival para arrancarle de cuajo los lentes de contacto, hasta pinchar con alfileres a los contrarios. Las auténticas masacres organizadas contra Milan y Manchester United, habían transformado en verdaderas carnicerías aquellas finales intercontinentales protagonizadas por los platenses y ese sería el motiivo para que luego, ya en 1971, el Nacional Campeón de América pagara esos platos rotos, cuando el formidable Ayax de Holanda, por miedo puro y también por desconocimiento del estilo completamente diferente del rival de turno, se negara a llegar a Montevideo para disputar la Copa Intercontinental.
Claro que en 1967 el Racing de Pizzuti ya había inaugurado las malas artes ante el Celtic de Glasgow, cuando en el "Centenario" de Montevideo, ambos clubes habían disputado una "finalissima" por la Copa Intercontinental, terminada con la victoria "a prepo", de pesado, del equipo de Avellaneda. Luego que sus compañeros masacraran a puntapié limpio a los escoceses, especialmente a un puntero pelirojo excepcional llamado Johnstone, a quien prácticamente les había faltado crucificarlo, el "Chango" Cárdenas colgaría el balón en el ángulo superior izquierdo del arco de la Colombes, convirtiendo un gol espectacular, nada acorde a ese partido, y menos aún a las tácticas arteras de su cuadro, para que el "equipo de José" obtuviera su, hasta hoy, único titulo mundial de clubes.
Pero regresando a 1971, cuando el mejor equipo que ha tenido el Club Nacional de Football en los últimos 57 años, arribaba al estadio de Estudiantes de la Plata, llamado "El Bosque", para ir, de una vez por todas, por la primera Copa Libertadores de América, ya sabía de sobra con los bueyes que araba. Dos años antes, en la revancha de La Plata de la “Libertadores” de 1969, el tricolor ya había sufrido las artimañas de aquel equipo de Bilardo, Pachamé y el llamado "Carnicero” Aguirre Suárez, entre otros malos de la película. Ese grupo “pincharata” era como el dúo de policías que interroga al sospechoso para hacerlo confesar: uno bueno, o que se hace el bueno y el otro duro, que asusta al detenido, en el desarrollo de toda una técnica estudiada para que el individuo en cuestión caiga en contradicciones o directamente confiese el delito del que se le acusa. Trasladada esa táctica al caso de aquel Estudiantes de la Plata, los nombrados, esos "policías malos, duros", se complementaban a la perfección con los "policías buenos", el también Dr. Raúl Madero, el capitán Oscar Malbernat, el propio Juan Ramón Verón y otros, que desplegaban la cuota de fútbol necesaria para completar la aniquilación del oponente.
Así las cosas y con el antecedente de 1969 aún muy fresco, dos años después los futbolistas tricolores no se habían sorprendido en absoluto cuando al bajar del autobús que les había conducido al estadio platense, la policía mirara para arriba y así tuvieran que atravesar un auténtico corredor, cuyas paredes estaban formadas por hinchas previamente contratados para agasajar al rival con toda clase de golpes al pasar.
La derrota -1 a 0- con gol de Romeo, tampoco había sorprendido a nadie porque se sabía perfectamente que pisar “El Bosque” era pisar el infierno y calcinarse en él, pero el consuelo era que esta vez, a diferencia de 1969, el segundo partido sería en el "Centenario". Y sería duro también, pero a diferencia de lo que pasara ante Racing en 1967, Nacional había aprendido la lección y terminaría jugando ese partido con la cabeza fría que no había tenido ante la “Academia” cuatro años antes. La consecuencia de ello sería que un gol de cabeza del "Chueco" Masnik (Juan), decretaría el 1 a 0 final, forzando una final en terreno neutral, para la cual ese fantástico equipo de Nacional se tenía una gran fé.
En un 9 de junio, nuevo aniversario de la gesta de Colombes, Nacional no podía fallar: era su final, no una final cualquiera, debido al trauma que habían generado tantos traspiés previos, más concretamente cayendo en tres finales anteriores, con despojo o no, justa o injustamente, pero la cuestión era que aquellas derrotas habían calado hondo y había que tener mucha categoría, clase y temple para superar ese trance y nada menos que ante uno de los que ya había conseguido el título a costa del tricolor y llevaba obtenidas nada menos que tres “Libertadores” consecutivas: en 1968 ante Palmeiras, en 1969 ante el propio Nacional y en 1970 ante el otro grande de Uruguay, Peñarol.
Esa noche, el destino querría que esa fuera la primera final de la “Libertadores” televisada en directo, al menos para toda Sudamérica. Y todo el continente vería en directo como la inmensa calidad de ese gran equipo tricolor, superaba abiertamente a las malas artes de Estudiantes, aunque extrañamente esa noche los “pincharatas” se comportarían correctamente, casi como asumiendo la superioridad indiscutida de Nacional, que dominaría ese encuentro de principio a fin tanto que el 2 a 0 final marcaría lo que había significado una justa diferencia adentro de la cancha.
A los 22 minutos, Víctor Espárrago, rememorando su gesta del Mundial del '70 ante los soviéticos, ratificaría que era un hombre señalado para marcar goles importantes, pese a que su función en la cancha distaba mucho de la que se le asigna a un goleador. Cuando el dominio tricolor necesitaba de la tranquilidad de un segundo gol, a los 65’ el "Negro" Cubilla, enganche va y enganche viene, le haría un verdadero nudo y dejaría sentado en la cancha al técnico y eficaz capitán de Estudiantes, Oscar Malbernat, para poner la pelota servida esta vez en la cabeza del goleador Luis Artime quien, con su parietal derecho terminaría clavando la pelota contra el palo izquierdo del arquero Poletti. Nacional lo había conseguido al fin. Había pasado toda la década de los '60 intentándolo, pero lo lograría en el primer año de los '70.
Meses antes ya ese Nacional había comenzado a tender la mesa para comerse el pavo. Derrotando a Penarol 2 a 0 y 2 a 1, ya en una etapa de la Copa en que participaban el campeón y el sub campeón de cada país, y dejando solamente una unidad ante The Strongest, en la altura de La Paz, había pasado la serie más rápido que el tren bala, tal cual estilaban hacerlo ambos grandes uruguayos en cada edición del torneo continental. La diferencia sería que ésta vez Nacional arrasaría también en la serie semifinal, soplando con la fuerza de un huracán. Ese sería el tratamiento que le aplicaría a Palmeiras, derrotándolo por 3 a 0 en San Pablo y por 3 a 1 en el "Centenario", así como a Universitario de Lima, a quien también golearía 3 a 0 en Montevideo, tras haber dejado en Perú el único punto de esa serie semifinal, que era solamente la segunda unidad que perdía en lo que iba de todo el torneo. Ese 0 a 0 de Lima, premonitorio de que en ese estadio se quedaría, pocas semanas después, con su primera Libertadores, llevaría por siempre el sello de Manga, el enorme arquero brasileño que le había atajado esa noche un penal al capitán peruano, Héctor Chumpitaz, quien remataría fuerte y bajo al medio del arco, encontrando la pelota el pie izquierdo del corpulento cuidavallas, quien se había jugado a la derecha pero, por las dudas, había estirado su extremidad izquierda, con la que había terminado salvando el punto aquella noche limeña.
Más allá del poderoso equipo que mostraba ese Nacional, había resultado clave la mano de su entrenador. Ramón “Pulpa” Etchamendi, quien era un técnico inteligente, pero por sobre todo era un gran motivador, un temperamental por excelencia y un “vivo” del fútbol, de esos que prácticamente se las saben todas. Era de esos individuos que el jugador parece reclamar a gritos a la hora de apoyarse en alguien “cuando las papas queman”. Sin embargo, paralelamente exigía, hasta con brutalidad si era necesario aplicarla en el caso de algún rebelde sin causa, que sus futbolistas practicaran todo lo que pregonaba y no aceptaba excusas al respecto. Los jugadores le querían y al mismo tiempo le temían, porque a la hora de rendirle cuentas, sabían que el “Pulpa” no era de los que andaban con vueltas. Cierta vez un periodista le preguntaría si le preocupaba que el “Mudo” Montero Castillo (padre de Paolo Montero) se hiciera expulsar frecuentemente, debido a su temperamento demasiado fogoso. La respuesta del inefable “Pulpa” quedaría inmortalizada en el anecdotario del fútbol uruguayo: “no se preocupe, yo no lo quiero para yerno, déjemelo que yo sé muy bien cómo empezar a controlarlo”. Y bien que sabía cómo hacerlo, porque misteriosamente un
día el temperamental volante tricolor comenzaría a controlarse de una manera que sorprendería a propios y extraños. El “Pulpa” Etchamendi era por sobre todo un ganador y como tal dirigiría siempre, hasta el preciso momento en que la muerte lo reclamara en Colombia, mientras “laburaba” al costado de la línea de cal. Entre otros clubes, Nacional, Bella Vista y el Deportivo Cali, a quien entrenaba cuando cayera fulminado al borde de la cancha, supieron disfrutarlo al máximo.
El Nacional de esa noche histórica del 9 de junio de 1971 cuando se consagrara como Campeón de América por primera vez en su historia, estuvo representado por el 1) Airton Correia do Arruda “Manga”, el 2) Luis Ubiña, el 3) Atilio Anchetta, el 4) Juan Masnik, el 6) Juan Carlos “Cacho” Blanco, el 5) Julio “Mudo” Montero Castillo, el 8) Víctor Espárrago, el 10) Ildo Maneiro, el 7) Luis “Negro” Cubilla, el 9) Luis Artime y el 11) Julio César “Cascarilla” Morales. En el correr del segundo tiempo, ya con el 2 a 0 instalado en el marcador, el “Pulpa” Etchamendi haría ingresar a Juan Martín Mugica por Ildo Maneiro, como forma de ganar marca en el mediocampo ante la arremetida final del rival, así como al catamarqueño Juan Carlos “Palito” Mamelli en lugar del “Cascarilla” Julio César Morales, para ganar altura en el área propia, debido al juego aéreo reiterado que practicaba un ya desesperado Estudiantes de la Plata.
Por su parte Osvaldo Zubeldía, técnico y forjador, junto al inolvidable Miguel Ignomiriello, de ese estupendo Estudiantes que aquel 9 de junio de 1971 finalizaba un ciclo impensado e inolvidable, alinearía en la noche de Lima a el 12) Oscar Pezzano, el 2) Oscar Malbernat, el 3) Ramón Aguirre Suárez, el 5) Hugo Medina el 4) Néstor Togneri, el 6) Carlos Pachamé, el 7) Daniel Romeo, el 8) Juan Miguel Echecopar, el 9) Rudski, el 10) Verde y el 11) Juan Ramón Verón (la “Bruja”, padre de Juan Sebastián, la “Brujita”), sustituído en el correr del encuentro por Ruben Bedogni. A su vez, en el transcurso del partido, Romeo y Rudski verían la tarjeta roja que les mostraría el árbitro chileno Rafael Hormazábal.
Con la Copa que había redondeado, Nacional no podía perder esa cuarta final. Era un equipo formidable dirigido por un técnico colosal y la historia, su historia, no se lo hubiera perdonado jamás.
La Copa Intercontinental de ese año ya era "otro cantar". Como ha sido explicado en éste mismo capítulo, los desastres provocados por la manifiesta violencia de Racing de Avellaneda ante Celtic de Glasgow y luego por Estudiantes de La Plata ante Milan y Manchester United, provocarían que el campeón europeo de 1971, el afamado Ayax de Holanda, todo un precursor del famoso fútbol total con que luego deleitara al mundo la bautizada “Naranja Mecánica” en el Mundial de Alemania 1974, renunciaría sin vueltas a disputar el torneo de clubes campeones ante Nacional.
La decisión causaría lógica indignación en Uruguay, especialmente en todos los estratos de Nacional, es decir, futbolistas, cuerpo técnico, directivos e hinchas. Con toda razón se argumentaba que el tricolor se había consagrado como el mejor de América en buena ley, jugando un excelente fútbol producto de haber contado con un plantel envidiable y un técnico excepcional. Aquel monarca albo no era un equipo pegador, ni provocador y menos aún artero, tal como habían resultado ser los dos últimos campeones de la “Libertadores” de nacionalidad argentina, es decir, Racing (1967) y Estudiantes de La Plata (1968, 1969 y 1970). “Hay que mandarles los videos, seguro que van a entrar en razón, se van a dar cuenta que somos diferentes”, argumentaban algunos directivos tricolores, apoyados por la opinión pública y por la prensa. Sin embargo, no habría caso, la resolución estaba tomada y era sin marcha atrás: Ayax no viajaba a Montevideo “ni loco” y eso estaba ya laudado.
A la vista de esos hechos, el vice campeón de Europa, el Panathinaikos griego, dirigido técnicamente por el histórico húngaro Ferenc Puskas, uno de los protagonistas del épico partido de Lausana ante Uruguay en la semifinal del Mundial de Suiza de 1954, comunicaba que veía con buenos ojos la oportunidad de disputar el trofeo y anunciaba, sin vueltas, que no tenía ningún problema en tomar el lugar del campeón, el Ayax holandés.
El primer partido se disputaría el 15 de diciembre de 1971 ante 60.000 personas en el Estadio “Georgios Karaiskakis” y sería arbitrado por el afamado juez brasileño Favilli Netto. Como dato curioso válido para ambos encuentros, puede afirmarse que el tricolor luciría de visitante su indumentaria tradicional, es decir, camiseta blanca y pantalón y medias azules con vivos rojos y blancos, mientras que en la revancha del “Centenario”, la casaquilla roja sustituiría a la blanca: otros tiempos, otras costumbres.
Tras un primer tiempo que se había mantenido con tanteador cerrado, a los 48 minutos el griego Totis Filakouris pondría el 1 a 0 para el local, resultado parcial que inmediatamente, tan sólo dos minutos más tarde, el super goleador Luis Artime, transformaría en el empate que sería definitivo y con el que ambas esquadras viajarían a Montevideo para disputar la revancha.
El “Pulpa” Etchamendi había alineado para ese primer partido a Manga, Luis “Peta” Ubiña, Angel “Pocho” Brunell, Juan Masnik, Juan Carlos “Cacho” Blanco, Julio “Mudo” Montero Castillo, Víctor Espárrago, Ildo Maneiro, Luis “Negro” Cubilla, Luis Artime y Julio César “Cascarilla” Morales, quien sería expulsado por el brasileño Favilli Netto y quedaría automáticamente suspendido para el segundo partido. Durante el complemento entraría Juan Duarte para sustituir a Luis Cubilla y regalarle más marca al mediocampo, en aras de mantener un empate que era un muy buen resultado para el visitante.
63.000 almas colmaban el Estadio Centenario para la revancha ante los griegos, en la que Etchamendi introduciría solamente el cambio obligado por la suspensión del “Cascarilla” Morales, dándole entrada, una vez más, al catamarqueño Juan Carlos “Palito” Mamelli, quien se afirmaba en el equipo cada vez más, al punto que al año siguiente -1972- se coronaría como el goleador absoluto del Campeonato Uruguayo de esa temporada.
En el correr de ese segundo encuentro final ante Panathinaikos, Juan Martín Mugica y Ruben Bareño entrarían en el transcurso del encuentro, suplantando a Luis Alberto Cubilla y a Luis Artime, respectivamente. Precisamente, el impresionante goleador argentino anotaría esa noche ambos goles tricolores, a los 34 y a los 74 minutos de juego, mientras que el descuento del griego Antonis Antoniadis, llegado recién a un minuto del final, no le alcanzaría para impedir que esa noche histórica Nacional conquistara la primera Copa Intercontinental.
El año terminaba redondo para el tricolor. Por fin había finalizado el calvario de casi toda la década, intentando conseguir esa Copa Libertadores y esa Copa Intercontinental, tan preciadas ambas, que ahora adornaban las vitrinas del “Palacio de Cristal”, como se denominaba por entonces a la sede de la Avenida 8 de Octubre.
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