COCINADOS AL HORNO
El cuarto puesto que Uruguay consiguió trabajosamente, a pulmón y a tracción sangre, en el Campeonato Mundial de México 1970, jamás se valoró en su justa medida en aquella época. Es más, cuando la euforia lindante con el éxtasis invadió las calles de Montevideo y de todo el país, luego de la gesta de Sud Africa 2010, muchos se acordaron de aquella generación de héroes nunca venerados y lamentaron la actitud de la gente de la época, aquel hincha mal acostumbrado, para citar un ejemplo, a epopeyas futbolísticas como la de Maracaná, la gesta deportiva más grande de la historia del planeta. Y en todo caso, si se decidían a colocar al "Maracanazo" en el pasado, a los uruguayos de aquel tiempo aún les quedaban las conquistas de los Sudamericanos (hoy "Copa América") y, a nivel de clubes, las Libertadores obtenidas por Peñarol y la inminencia del advenimiento de las que conseguiría Nacional, que por entonces ya había disputado tres finales y era obvio que en cualquier momento echaría la melena al viento, se pondría a rugir y se desquitaría con creces, como finalmente lo hizo.
Esas fueron las razones primordiales por las cuales el pueblo uruguayo de la época simplemente se encogió de hombros y balbuceó un insípido y mal agradecido "ni fu ni fa", tras el 0-1 con que Alemania Occidental nos arrebatara el tercer puesto, luego de uno de los pocos partidos épicos e inolvidables de los que se han disputado por el tercer puesto en un Mundial, ya que éstos históricamente resultan, hasta nuestros días, incoloros e insulsos.
En el fútbol, como en todos los órdenes de la vida, el azar juega un rol preponderante, mucho más de lo que la gente reconoce, incluídos los analistas y los propios protagonistas. Recientemente la televisión inglesa entrevistaba al goleador francés de Arsenal, Olivier Giroud, luego que el ariete convirtiera un gol de taco, tras una jugada colectiva simplemente monumental, que al final de la temporada será elegido, si no media algo muy excepcional en contra, como el mejor gol de la Premier League, si es que no se consagra también como la mejor anotación del planeta. Muy suelto de cuerpo el futbolista galo, sonriente, explicaba que, mucho más que su propio mérito, la suerte había jugado un rol clave en la definición. Terminada la nota, un miembro del panel, en la cabina del estadio, comentaba “no, no, no, muy modesto, muy modesto Giroud, demasiado…” Y no, simplemente no, el delantero había sido solamente realista, porque si bien su mérito y calidad había sido incuestionable, la jugada podría repetirse mil veces más y probablemente en ninguna de esas ocasiones la pierna de Giroud, estirada al máximo hacia atrás, lograría calzar el balón de una forma tan milimétricamente exacta como para que, tras rozar el horizontal, se colara casi se diría que majestuosamente en el arco rival. La moraleja en éste caso sería: por mejor que hagas las cosas en tu vida –y el fútbol es un juego de ésta vida- si no tienes la dosis de suerte mínima que se necesita para todo lo que intentes, no te irá bien. Y eso está muy lejos de ser lo ideal, pero simplemente es así, porque lo ideal muy pocas veces dirá “presente, aquí estoy para ti, a tu entera disposición”. Y esa “suerte que es grela” según la letra del tango, sería más “grela” que nunca y no acompañaría a la “celeste”, sino que más bien le daría la espalda despectivamente, durante ese partido ante los alemanes occidentales por el tercer puesto del Mundial de México 1970.
Regresando los pasos hacia aquella tarde del sábado 20 de junio de 1970, un gol solitario del mediocampista germano Wolfang Overath, un remate muy preciso ejecutado desde el borde del área, muy semejante al de su colega Clodoaldo tres días antes en Guadalajara, dejaría a Uruguay sin un tercer lugar que harto había merecido conseguir durante los 90 minutos del partido. Pocas veces, hasta esa tarde, se había visto a un equipo sudamericano vapulear tan irrespetuosamente a la poderosa Alemania Occidental. El teutón era como un boxeador acorralado contra las cuerdas, sometido irremediablemente al castigo de su rival, hasta que un golpe fortuito de KO, más que nada producto de la desesperación, diera por tierra con el molesto contendor y todos sus merecimientos, haciendo añicos al mismo tiempo las tarjetas de los jurados que favorecían netamente a su oponente. Transportada la imaginaria situación boxística al fútbol, los palos, el arquero, el azar y mil veces el azar, decidirían que esa no era la tarde de la "celeste".
Los instantes finales del lance sorprenderían al espigado zaguero floridense de Nacional, Atilio Anchetta, jugando de centro delantero fijo y en esa posición permanecería hasta el final del partido. Esa insólita improvisación, más allá que también obedecía a que a ese Mundial Uruguay había concurrido sin un centro delantero de real fuste y jerarquía (aún no lo tenía) y por ese motivo en todos los encuentros se habían alternado en el puesto los volantes de contención Víctor Espárrago y Dagoberto Fontes, también demostraba a grito pelado la desesperación por lograr un empate que forzara el alargue por un tercer lugar que en aquel 1970 Uruguay ya no despreciaba como lo había hecho en el pasado. La anterior confrontación en que se jugara por dicha colocación, se había dado en el Mundial de Suiza, en 1954, cuando la derrota del Campeón del Mundo vigente, Uruguay, ante la formidable Hungría en el histórico y extenuante partido de Laussana, había quitado toda energía y motivación para pelear por un tercer lugar que sabía más insulso que nunca. Así las cosas, Austria, el rival de la “celeste” por el tercer lugar en ese Mundial, no tendría complicaciones para quedarse con dicha posición.
Pero en ese 1970 los celestes hacía veinte años que no corrían con el caballo del comisario y muy lejos habían quedado los tiempos de aquellos campeones del mundo artífices del “Maracanazo”, de modo que ya no estaban en condiciones de despreciar una tercera colocación en un Campeonato del Mundo. Sin embargo, en aquella tarde mexicana había quedado muy claro que el azar había sentenciado que no siempre querer es poder, así que el aluvión “celeste” sobre el arco alemán no daría frutos y los teutones se llevarían la victoria y el tercer lugar del Mundial de México ’70.
Yendo hacia atrás en el tiempo, cuando la justa recién comenzaba, los goles de los tricolores Ildo Maneiro y Juan Martín Mugica, para dar cuenta de un modesto Israel en el debut, parecían adelantar, sin embargo, lo que sería una interesante actuación "celeste". Luego llegaría el empate a cero ante Italia, en un resultado aparentemente pre-fabricado que le venía bárbaro a ambas selecciones y la inesperada derrota por 1 a 0 ante Suecia, resultado que curiosamente depositaría a Uruguay en cuartos de final, gracias a haber conseguido un tanto más que los suecos en el saldo final de diferencia de goles del grupo.
Esa clasificación obtenida a los tropezones, ya que el único triunfo se había dado en un debut deseado por cualquiera, es decir teniendo enfrente al más débil del grupo, tendría su desquite en la increíbe victoria que se lograría el 17 de junio de 1970, en cuartos de final, ante la entonces Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Calor y altura configurarían el medio ambiente de aquel choque, disputado en el Estadio Azteca de Ciudad México. El cordobés Juan Eduardo Hohberg, ex-goleador de Peñarol, era el entrenador de esa selección uruguaya y, tal como va dicho más arriba, tenía un problema: el número "9". Ni Oscar Zubía, de River Plate, ni Alberto Gómez, de Liverpool, terminaban de convencer ni al técnico ni a nadie, tanto es así que el volante de contención del por entonces aún Club Atlético Defensor, Dagoberto Fontes, había sido probado como centro delantero.
Finalmente, ante los rusos Hohberg, tras muchas dudas, había confirmado al volante violeta para ocupar esa posición, manteniendo a Víctor Espárrago en el banco de relevos. El tricolor y ex Cerro, al igual que Fontes, era volante de marca, pero también estaba en la lista de Hohberg como posible centro delantero, dadas las carencias que, como ya ha sido explicado, existían para cubrir dicho puesto, en una época en que los dos grandes del fútbol uruguayo se surtían con goleadores extranjeros de fuste, como lo eran por cierto el argentino Luis Artime, el brasileño Celio Taveira "Filho" y el ecuatoriano Alberto Pedro Spencer. Ya en el minuto 103 del partido ante los soviéticos, es decir en pleno alargue, el gol “celeste” no se veía por ningún lado, así que el entrenador cordobés nacionalizado uruguayo, decidiría que era tiempo para darle la oportunidad a Espárrago, quien ingresaría a la cancha sustituyendo precisamente a Fontes.
Y el “Verdugo”, como se había bautizado a Hohberg en sus gloriosos tiempos de futbolista de Peñarol y de la propia selección uruguaya, no se estaba equivocando: tras 116 minutos parejos, durante los cuales el cero había sido el rey de la tarde, llegaba la jugada mágica que aún hoy puede verse en videos emitidos por las redes sociales. La pelota se iba afuera por el fondo soviético, así que el gigantesco defensa ruso había puesto su humanidad para proteger el balón y obtener el saque de meta sin mayores sobresaltos. El caso es que el grandote soviético no había tomado en cuenta la picardía de Luis Cubilla, aquel legendario puntero uruguayo, campeón una y mil veces con distintas camisetas de clubes grandes del mundo. El popular "Negro" metería su zapato derecho entre las piernas del gigantesco ruso y lograría pisar la pelota hacia atrás, evitando que traspusiera la línea de fondo. Realizar ese movimiento y levantar un centro corto directamente a la cabeza de Víctor Espárrago, le tomaría menos que un abrir y cerrar de ojos. Su compañero en Nacional apenas se elevaría y girando la cabeza hacia la derecha dejaría sin asunto al arquero ruso: delirio sin límites, desenfreno dentro y fuera de la cancha, frente a los televisores, en la calle y en los bares. Uruguay estaba en cuartos de final del Campeonato del Mundo y lo había conseguido aplicando una de las fórmulas que más gustaba: en el último suspiro del alargue y con una típica viveza criolla, más allá de la absoluta legalidad de la acción de Cubilla.
Más adelante, ese épico gol convertido por Víctor Espárrago, daría nacimiento a uno de esos chistes picantes que el hombre de la calle siempre tiene en la punta de la lengua, para darlo a luz en el momento justo: "cuando la pelota del 'Negro' (Cubilla) estaba en el aire, a Espárrago lo llaman de atrás, le gritan '¡Víctor!' y cuando gira la cabeza para ver quién es, se lleva puesta la pelota con el parietal derecho y la clava en el arco ruso". Sin embargo, chistes aparte, Víctor Espárrago ya se perfilaba como un hombre marcado para concretar goles claves. De ese modo, tiempo después, el 9 de junio de 1971 una conquista suya ante Estudiantes de La Plata, en el Estadio Nacional de Lima, le abriría a Nacional el camino para la conquista de su primera “Libertadores”, tal cual ha sido contado en el capítulo anterior de éstas historias.
Aparte de anécdotas jocosas y de realidades tangibles, cabe remarcar que si luego de leer lo anterior alguien aún cree que el inventor del “Falso 9” es el actual entrenador de Manchester City, “Pep” Guardiola, es simplemente porque está encaprichado y nada más, ya que lo sucedido en ese Mundial de México ’70 con el triángulo Hohberg-Fontes-Espárrago, deja muy claro que la historia del “Falso 9” es por lo menos 45 años más vieja que la supuesta invención de Guardiola, cuando aún dirigía a Barcelona y encomendaba a Cesc Fábregas la realización de esa función. Claro que mientras “Pep” utilizaba a Cesc en la doble función de volante y centro delantero, con la finalidad de afianzar aún más el ya altísimo porcentaje de posesión de pelota del equipo catalán, el “Verdugo” Hohberg apelaba a Fontes o a Espárrago para que el “Falso 9” colaborara en la marca del mediocampo. En suma, dos objetivos casi antagónicos, como mínimo disímiles, pero si hay que otorgarle a alguien la invención del dichoso “Falso 9”, ese alguien es Juan Eduardo Hohberg, aunque lo haya hecho por obligación pura, obligado por las carencias del equipo.
Esa tarde del domingo 14 de junio de 1970, el entrenador “celeste” había alineado a el 1) Ladislao Mazurkiewicz, el 4) Luis Ubiña (capitán del equipo), el 2) Atilio Anchetta, el 3) Roberto Matosas, el 6) Juan Martín Mugica, el 5) Julio Montero Castillo, el 20) Julio César Cortés, el 10) Ildo Maneiro, el 7) Luis Alberto Cubilla, el 15) Dagoberto Fontes y el 11) Julio César Morales. A los 96’, ya en el alargue, el 18) Alberto Gómez sustituiría al 11) Julio César Morales, mientras que a los 103’ el 9) Víctor Espárrago ingresaría en lugar del 15) Dagoberto Fontes. En el banco de suplentes quedarían el 12) Héctor Santos y el 22) Walter Corbo como arqueros, mientras que como jugadores de cancha estaban el 14) Francisco Cámera, el 8) Pedro Virgilio Rocha, el 13) Rodolfo Sandoval, el 16) Omar Caetano, el 17) Ruben Bareño, el 19) Oscar Zubía y el 21) Julio Losada. El único gol lo anotaría el recién ingresado Víctor Espárrago cuando corría el minuto 116, es decir, faltando sólo cuatro para la finalización del tiempo suplementario.
Mientras en el Azteca de Ciudad México Uruguay aún sudaba la gota gorda ante los soviéticos por un lugar en cuartos de final, Brasil se sacaba de encima a Perú -4 a 2- como si se sacudiera una pelusa de su “frac”. A ritmo de samba, pero de galera y bastón, y con el "Rey Pelé" brillando en todo su esplendor, junto a futbolistas geniales de la talla de Jairzinho, Rivelinho, Tostao, Carlos Alberto, Gerson y Clodoaldo, entre otros verdaderos monstruos, la "verde amarelha" cocinaba a fuego lento a todos sus rivales en la sede de Guadalajara, la ciudad más cálida y húmeda de todas las seleccionadas para ser sedes de aquel primer Mundial mexicano.
Sin embargo, una vez que "O Rey" y su séquito de lujo hubieron conocido el nombre del rival que le tocaría en cuartos de final y que, según mandaba el fixture del torneo, para enfrentarlo deberían mudarse de sede por primera vez en el certamen, la alegría y la tranquilidad se cambiarían por preocupación. En Guadalajara Brasil era mucho más que el propio local, México. Allí los oriundos, inclusive cuando su propia selección aún no había sido eliminada del torneo, al “Rey” y su corte los alentaban a rabiar y sin concesiones. Cuando México quedó afuera del Mundial, los habitantes de Guadalajara casi ni se dieron cuenta ni se inmutaron, simplemente porque ellos ya habían hecho su elección. Por más que se utilicen una y mil palabras para describir lo que significaba para Brasil continuar jugando en Guadalajara al menos hasta la final del certamen, resulta verdaderamente imposible transmitir todas las sensaciones y la identificación que existían entre la ciudad, sus habitantes y los futbolistas brasileños.
Así las cosas y a pocas horas del choque por semifinales ante Uruguay, que debía disputarse en la altura y el relativo fresco de Ciudad México, condiciones a las que los "celestes" ya estaban adaptados, los delegados brasileños comenzarían a mover las piezas sobre el tablero y, justo es decirlo, lo harían a toda velocidad. Después de todo, el presidente de FIFA era un tal Joao Havelange, el ex-waterpolista devengado en hombre de fútbol, pero por sobre todo un hombre de la casa para los vecinos del norte. Muy probablemente aquellos dirigentes norteños se habrán dicho: "en 1966 el inglés Stanley Rous nos sacó del Mundial de su país, ahora es nuestro turno, hoy el presidente de FIFA es de los nuestros, así que estos uruguayos no nos van a sacar de Guadalajara". Es así que rápidamente se apersonarían a Havelange, quien obviamente ya los esperaba y poco menos que les había tendido una alfombra roja para recibirlos.
Para exclusivo consumo de la opinión pública se armarían a continuación algunos cabildeos, deliberaciones y hasta amenazas de retiro del Mundial por parte de los responsables de la selección de Brasil. Obviamente era todo “humo” (en aras de emplear una expresión actualmente en boga), porque desde el primer contacto entre los dirigentes brasileños y don Joao, había quedado establecido que Brasil no se arriesgaría a un segundo "Maracanazo" ante los temidos uruguayos, así que éstos tendrían que dejar la sede de Ciudad México y bajar al calor y la humedad soporífera de Guadalajara, el horno donde Brasil los cocinaría a fuego lento, mientras la afición local, desde las tribunas, mostraría el pulgar hacia abajo, como en la época del César y los romanos en el Coliseo: muerte a los "charrúas".
Está casi de más el aclarar que los dirigentes uruguayos de la época poco, o más bien nada, habían podido hacer. Si hubieran amenazado con retirarse del campeonato, por el incumplimiento arbitrario del fixture previamanete elaborado, nunca existieron dudas que les hubieran aceptado la decisión y encima Uruguay hubiera recibido tremendas sanciones. Estaba clarísimo que en México '70 mandaba Havelange y, por decantación, casi por inercia, mandaba Brasil y a él había que someterse bajo pena de que el fútbol uruguayo desapareciera, al menos por un muy buen tiempo, del concierto internacional. La injusticia, una de las más grandes cometidas en el fútbol en lo que iba del siglo XX, se había consumado.
Tras los 120 tremendos minutos que habían precedido al épico triunfo ante la URSS, los "celestes", en vez de esperar a Brasil confortablemente alojados en un hotel de Ciudad México, deberían abordar un autobús -ni siquiera un avión- para bajar hasta Guadalajara, donde pocas horas después serían cocinados a fuego lento en el horno del Estadio Jalisco, donde Brasil era "Gardel", en aras de emplear un clásico dicho uruguayo, muy gráfico al respecto. Tres días, ni uno más, separaban a aquel alargue del Azteca del fuego de Guadalajara y ni siquiera FIFA, o mejor dicho su presidente Joao Havelange, había dispuesto un avión para que Uruguay llegara lo más rápido posible a la sede que nunca debió ser: de tal dimensión era el inmenso pavor que los vecinos tenían a los uruguayos. Lo de Maracaná no se podía repetir nunca, jamás, "¡Dios nos ampare, jamás!"
Cuando Javier salió disparado de su trabajo aquella tardecita del invierno uruguayo y se colgó literalmente de la plataforma abierta de un viejo 125 abarrotado de gente hasta el límite, para llegar a la casa de su novia antes que comenzara aquella semifinal, ni él ni el resto de los uruguayos eran ni remotamente conscientes que Uruguay afrontaría ese choque ante Brasil en condiciones tan claramente desfavorables. Algo habían escuchado sobre un inesperado cambio de sede a último momento, pero en realidad nadie le había dado demasiado importancia. Sería bastante después, más concretamente al regreso de la delegación "celeste", que el gran público conocería los pormenores de aquel inusual despojo, inmoral por donde se lo mire.
Cuando a los pocos minutos de comenzada aquella semifinal Luis Cubilla, ¡cuándo no!, aprovechando un error del paupérrimo zaguero Brito, vencía con débil remate cruzado y bajo al no menos malo arquero Félix (ambos eran justamente los puntos débiles de aquel extraordinario equipo), ese 1 a 0 tempranero rememoró aquella tragedia deportiva del '50, la más grande sufrida por país alguno en el planeta. Tras el gol del "Negro" los rostros de los jugadores brasileños eran auténticas postales. Se miraban pálidos, petrificados y hasta es casi seguro que a alguno se le haya escapado un "¡no, por Dios, no, otra vez no, nos cuelgan a todos al regreso!". Pero no sucedería de nuevo, entre otras cosas porque al final del primer tiempo los extenuados -y calcinados- uruguayos, no podían ni tenerse en pie. Los vecinos del norte se habían dado cuenta de eso y así lograban sobreponerse al pavor inicial, hasta que sobre el final del primer tiempo, más exactamente a los 44 minutos de juego, desde la cabecera del área el volante Clodoaldo sacó un remate bajo, contra un palo, inapelable para Ladislao Mazurkiewicz. Era el 1 a 1 pero mucho más que eso, era el comienzo del final para Uruguay, porque todos, jugadores, técnicos, dirigentes y los tres millones de televidentes del país, se daban perfecta cuenta que el segundo período sería un martirio difícil de soportar.
Sin embargo el estoicismo y la verguenza de los "celestes" arrastrarían -más que llevarían- aquel marcador igualado hasta los 75' minutos, momento fatal en que la corrida del veloz puntero derecho Jairzinho, dejando atrás a Roberto Matosas, culminaría en un tiro rasante y cruzado que dejaría otra vez sin asunto al "Polaco" Mazurkiewicz. Claro que el partido estaba liquidado, pero había que hacérselo entender a aquellos futbolistas uruguayos que, poco menos que jugando con muletas, seguían intentándolo todo aunque supieran que sería en vano. A los 89' Rivelinho, el otro extremo "verde amarelho", sentenciaba el definitivo 3 a 1 y el pasaje de Brasil a la final del Campeonato.
Antes de ese final del calvario "celeste", "El Rey" Pelé había tenido tiempo para realizar la jugada más inverosímil que se había visto en la historia del fútbol. El gran Tostao, un delantero de antología perteneciente al Cruzeiro de Belho Horizonte, le había metido a "O Rey" un pase cruzado monumental entre dos uruguayos. Pelé quedaba enfrentado al "Polaco", pero en lugar de tocar el balón procedente del rubio delantero de Cruzeiro, inesperadamente lo dejaría correr, supuestamente de América a Olímpica, para ilustrar al lector. La pelota pasaría entre el mejor del mundo y el arquero vestido de negro que, presto, había salido a tapar un tiro a quemarropa que nunca se produciría. En la siguiente escena, Pelé daría la vuelta por detrás de Mazurkiewicz, alcanzaría el balón y, con el arco libre, intentaría un remate bajo hacia el segundo palo de la valla desguarnecida, con tan mala fortuna que la pelota se le perdería afuera, ante la desesperación del espectacular futbolista.
Mucho tiempo después, en plena "pica" Maradona vs. Pelé, cuando en el mundo, muy tontamente por cierto, peleaban sobre cuál de los dos había sido mejor, el por entonces apodado "Pelusa" declararía, despectivamente: "no me hablen de Pelé, si la mejor jugada que hizo no fue gol, se le fue afuera..."
Esa selección de Brasil que luego vapuleara y goleara 4 a 1 a una formidable Italia, en la final del Estadio Azteca de Ciudad México, no necesitaba de la ayuda del luego comprobadamente corrupto Joao Havelange. Probablemente si los vecinos del norte hubieran respetado el fixture fijado, en la altura de México también se hubieran impuesto a Uruguay, simplemente porque ese equipo era formidable: el trauma de Maracaná les había jugado una mala pasada.
“O REY”
Hasta ese Mundial de México ’70, Javier y sus amigos habían visto muchas veces al “Rey Pelé” en acción y no tenían la más minima duda que por sus retinas estaba entrando el mejor fútbol que un ser humano podía desplegar a lo largo y ancho del planeta. “El Rey” había enfrentado un par de veces a Nacional en sendos partidos amistosos, pero sus apariciones ante Peñarol, por la Copa Libertadores de América, ya eran un auténtico clásico del fútbol sudamericano de la época: un espectáculo imperdible e irrepetible.
Edson Arantes do Nascimento (Pelé) había nacido el 23 de octubre de 1940 en la pequeña ciudad de Tres Corazones, en el Estado de Minas Gerais y la pelota de trapo en los terrenos baldíos de su pueblo, sería la primera que se enteraría de sus malabarismos sin igual, en “picados” completamente informales. En 1956 un ex-futbolista de Santos lo vería y no dudaría ni siquiera un segundo: aquel adolescente llegaría al club que sería su cuna futbolística durante casi toda su vida de jugador y comenzaría a regalar exhibiciones nunca vistas antes allí. Luego su carrera sería meteórica y tiempo después, ayudado por el avance de las comunicaciones y más concretamente por la entrada a la cancha de la televisión, Pelé sería el principal responsable de que el fútbol se consolidara cada vaz más en el planeta, ingresando a los lugares más recónditos del mundo, pero mucho más que eso, atrapando el poderoso mercado de los Estados Unidos, donde nunca antes había podido competir ni de cerca con el béisbol, el fútbol americano y el básquetbol.
Sin la tremenda influencia previa del “Rey”, jamás la FIFA se hubiera encontrado en USA con un terreno siquiera medianamente propicio para organizar un Mundial de fútbol. En 1994 se realizaría el milagro de que la mayor justa futbolística del planeta tuviera como sede a la nación del norte del continente americano y por cierto que, para entonces, Pelé había tenido una gran parte de la responsabilidad para que tal cosa sucediera. Es que aparte de que su magia había llegado con insólita fuerza a un país donde el fútbol estaba a la cola de los deportes, la etapa del “Rey” en el hoy desaparecido Cosmos de Nueva York, extendida desde junio de 1975 hasta el 1ero. de octubre de 1977, día de su retiro definitivo en un partido Cosmos vs. Santos -sus dos únicos clubes de toda su carrera- había resultado realmente glamorosa, un auténtico llamador cuyo nivel ninguna otra propaganda hubiera podido alcanzar.
Aparte de haber llevado a su Santos a conquistas de todo tipo y color, tanto en lo local como en lo internacional, “El Rey”, con solamente 17 primaveras, sería decisivo para que Brasil conquistara por primera vez un Campeonato del Mundo. Luego de anotarle en la serie a la Unión Soviética del legendario arquero Lev Yashin, bautizado como “La Araña Negra”, un auténtico ícono de la época, aquel atrevido adolescente recién convocado a la “canarinha”, encajaría un “hat-trick” (3 goles) ante Francia, ya en semifinales y luego un doblete, con sombrerito incluido al experiente defensa Gustavsson, en la goleada -5 a 2- ante el local Suecia en la final. La imagen del chico de Santos llorando sin parar tras el silbato final, con su frente apoyada en el hombro del experiente arquero Gilmar, compañero de Pelé también en el Santos, es una postal que aún hoy está vigente en las crónicas sobre el fútbol del siglo XX. Es que mucho tiempo después Pelé confesaría que, tras la brutal derrota de Maracaná, en 1950, le había prometido a su padre, quien lloraba desconsoladamente luego del increíble golpe asestado por los capitaneados por Obdulio Jacinto Varela, que un día le regalaría el campeonato del mundo. Justamente por ese motivo, porque había cumplido su promesa, ahora quien lloraba, pero de felicidad y por la emoción descontrolada, era él, el adolescente a quien muy pronto el mundo bautizaría con el mote de “La Perla Negra”.
En el Mundial de Chile 1962, en las primeras de cambio una lesión había obligado al precoz fenómeno, a cederle la posta a un tal Amarildo que luego, junto a Garrincha y toda la banda, se había ocupado de sustituirlo muy bien, tanto como para que Brasil retuviera la Copa “Jules Rimet”, tras derrotar claramente en la final a la aún por entonces Checoeslovaquia, por 3 a 1. Más adelante la historia del Mundial de Inglaterra 1966 cuenta, tal cual va dicho en un capítulo anterior, cómo los búlgaros primero y los portugueses después, masacrarían a Pelé a puntapiés ante los mismos ojos de los corruptos árbitros de ese torneo y así, corrido literalmente a patada limpia, el vigente Campeón Mundial debería regresar a casa sin siquiera participar de los cuartos de final del certamen. En el Mundial de México 1970, fuera de la jugada inmortal ante Mazurkiewicz también narrada en el capítulo precedente de este libro, Pelé obligaría al gran arquero inglés, Gordon Banks, a realizar la que se ganara en muchos medios de prensa el título de “Mejor atajada de los mundiales”, cuando tras un auténtico “latigazo”, producto de un tremendo frentazo hacia abajo y contra un palo, ejecutado por “El Rey”, aquel arquero siempre vestido de amarillo se había zambullido hacia abajo, en picada, para sacar la pelota con su mano derecha hacia un costado. En la final ante Italia, que terminara con un lapidario 4 a 1, Pelé también protagonizaría un rol estelar, con un gol, una excepcional actuación y una formidable asistencia para el último, el recordado tanto del lateral derecho Carlos Alberto.
Por su parte, defendiendo a Santos, el club desde el cual la “Perla Negra” se catapultaría a la fama justamente en 1958 cuando, coincidiendo con su primera conquista mundial con la selección brasileña, Pelé llegaría a marcar la barbaridad de 58 goles en 38 partidos. Aquella
enorme delantera que formaban Dorval, Mengalvio, Coutinho, Pelé y Pepe, era capaz de cualquier depredación y lo demostraban permanentemente, tanto en los torneos paulistas como en la competencia internacional. Es que para las defensas, por mejores que fueran, resultaba literalmente imposible controlarlos a todos y eso siempre y cuando Pelé no estuviera especialmente inspirado.
Así llegarían conquistas de todo tipo y color. En distintas épocas, el Santos de Pelé, como todos le llamaban, conseguiría nueve torneos paulistas, tres campeonatos Río-San Pablo, seis campeonatos brasileños, dos Copas Libertadores, dos Intercontinentales y una Super Copa de campeones intecontinentales.
En cuanto a los enfrentamientos de “El Rey” con los grandes uruguayos, ante Nacional se recuerdan muy especialmente dos partidos. En el primero de ellos, con el “Centenario” colmado, el Santos caería derrotado en aquel amistoso por 1 a 0, tras un gol de cabeza convertido en el arco de la Colombes por el centro delantero brasileño Rodrigo Da Costa, de corto pero brillante pasaje por los tricolores. Ese encuentro había marcado el debut absoluto con la tricolor, con sólo 17 años, del luego exitoso sanducero Jorge Oyarbide. Más adelante, una noche de verano “El Rey” y su séquito se tomarían la revancha doblegando -también por 1 a 0- al tricolor, con un gol memorable que Pelé le convirtiera al histórico arquero carolino Roberto Sosa, en el arco de la Amsterdam. El balón llegaría al área por elevación y “La Perla Negra” ensayaría una “palomita”, amagando frentear la pelota hacia la izquierda del cuidavallas albo, pero increíblemente, mientras viajaba en el aire, Pelé torcería la cabeza hacia la derecha de Sosa, quien quedaría volando hacia el lado equivocado, a la vez que atinaba a mirar hacia atrás para observar, desesperado, como el balón se le colaba por el otro palo. Actos de magia como el descripto, eran cosa de todos los días para aquel malabarista del fútbol, uno de los mejores –si no el mejor- futbolistas de todos los tiempos.
Los choques contra Peñarol eran justamente eso, choques, pero choques descomunales, epopeyas futbolísticas que quedarían marcadas para siempre en la historia del fútbol sudamericano. “El Rey” y su séquito comenzarían en 1962 a enfrentarse por la Copa de Campeones de América al aurinegro. En esa primera vez los tres partidos que se disputarían, serían en el marco de las finales del torneo. En la primera de dichas confrontaciones, dirimida en el Estadio Centenario, Santos, curiosamente sin su super estrella Pelé, quien se reponía de una lesión, derrotaría heroicamente al carbonero por 2 goles contra 1. Con el significado que tenía en esa época imponerse como visitante en una final de la más adelante llamada “Libertadores” y todavía sin “El Rey” en la cancha, aquel doblete del socio número uno de Pelé, el enorme goleador Coutinho, que había remontado el 1 a 0 decretado por el ecuatoriano Alberto Spencer, a los 18 minutos de juego, hacían pensar a propios y extraños que la revancha en “La Caldera del Diablo” que era por entonces el reducto de Santos, el Estadio de “Villa Belmiro”, sería puro trámite y tras ella un club brasileño obtendría por primera vez la Copa de Campeones de América.
Ni siquiera la mente más creativa del planeta podía imaginar lo que sucedería en aquella revancha de “Villa Belmiro”, cuando la propia hinchada de Santos, en un recinto que carecía de las más elementales garantías para albergar una justa de esa envergadura, se encargaría de privar a su equipo de consagrarse por primera vez como Campeón de América aquella misma noche, en su propia casa. Como anticipo puede perfectamente afirmarse que nunca más se daría en el fútbol mundial una situación tan insólita, la cual por supuesto que en la época que nos ocupa ya era por demás inédita. Sería la historia de un árbitro que apelaría a su inteligencia y al sentido común para preservar su propia integridad física y la de los futbolistas visitantes.
La noche de ese 2 de agosto de 1962, “Villa Belmiro”, en el puerto de Santos, era un volcán en plena erupción, más que nada luego del “triunfazo” del “Centenario” y todavía sin Pelé. Adentro de esa “caldera” en plena ebullición no se pensaba en otra cosa que en cuántos serían los goles que anotarían Coutinho y compañía, ya que “El Rey” seguiría ausente, sin haberse podido recuperar de una rebelde lesión que, aparentemente, le dejaría afuera de la finales de la Copa, aunque luego se verá en éstas mismas líneas que no sería así y que terminaría siendo decisivo, una vez más.
Desde el punto de vista estrictamente futbolístico, el duelo comenzaría con un gol del épico José “Pepe” Sasía, al que respondió muy pronto el puntero derecho de esa infernal delantera santista, Dorval, igualando el lance. Enseguida, casi sin darle tiempo al local para festejar, ni siquiera para respirar, el goleador ecuatoriano Alberto Spencer estaba sellando el segundo tanto aurinegro, pero tras cartón el volante derecho Mengalvio, otro de los históricos de ese Santos espectacular, ponía el 2 a 2, en un partido que a esa altura era un monumento al fútbol. El nuevo tanto de Spencer, la pesadilla guayaquileña, volvía a poner a Peñarol en el tercer partido, en la “finalissima” en terreno neutral. Y sería en ese preciso momento que la hinchada santista se desbocaría, quizás presintiendo que sin el “El Rey” la Copa no sería suya esa noche.
Tras el tercer gol aurinegro a los 6 minutos del segundo tiempo, una botella salida quién sabe de dónde, daría en la cabeza del árbitro chileno Carlos Robles, por entonces uno de los más connotados jueces del continente quien, por otra parte, ya había arbitrado la primera final, la del “Centenario”, que se llevara el visitante Santos luego de derrotar al local, Peñarol, por 2 a 1. Otras épocas, otras costumbres, que marcaban que Robles sería el árbitro de los dos partidos finales y también, al menos en un principio y antes de los increíbles acontecimientos sucedidos en “Villa Belmiro”, de un tercero, si éste hubiera sido necesario, que lo fue, por cierto.
Tras perder el conocimiento debido al botellazo, el chileno Robles despertaría en el vestuario de los jueces, pero sólo para caer en una pesadilla inconcebible, al verse rodeado de directivos de Santos que le conminaban a continuar el partido a como diere lugar, llegando a amenazarlo con un revólver para que cumpliera dicha orden. “Sí, claro, lo sigo, no hay problema”, aceptaría el amigo Robles, tras lo cual saldría a la cancha y le susurraría, a la pasada al histórico “Tito” Goncalvez, el capitán de Peñarol, “mirá que lo sigo porque si no nos matan a todos, a ustedes y a mi, pero a la Confederación (Sudamericana) le informo que el partido se terminó acá, ganaron ustedes 3 a 2. En mi informe recomendaré que les den el partido ganado, así que jueguen tranquilos que habrá tercer partido”.
Dicho y hecho: pese al gol del puntero izquierdo de aquella delantera demoledora de Santos, Pepe, que presuntamente marcaba el 3 a 3 definitivo y también pese al festejo desenfrenado de la exaltada tribuna de “Villa Belmiro” creyendo que su equipo era el nuevo Campeón de América, días después la Confederación Sudamericana de Fútbol haría lugar al contundente informe confidencial de Carlos Robles y declararía ganador de ese partido a Peñarol por 3 a 2, en partido suspendido por falta de garantías a los 51 minutos de juego. Se había cerrado así un episodio único en el fútbol mundial, no ya continental, tanto que hasta nuestros días no se ha dado algo ni siquiera medianamente similar. Es decir, partidos suspendidos por falta de garantías hubo y habrá docenas mientras exista el fútbol, pero encuentros en que el árbitro decrete la suspensión por la misma razón, pero que a la vez decida continuarlos en forma extra oficial para salvarse él y a la vez salvar a los jugadores visitantes de una presunta masacre, hasta ahora hay uno sólo y es el Santos-Peñarol de “Villa Belmiro”, disputado el 2 de agosto de 1962.
El tercer partido se disputaría en el Monumental de Núñez recién el 30 de agosto de 1962, precisamente debido a las deliberaciones de los dirigentes de la Confederación Sudamericana de Fútbol, tras la gravísima agresión al juez Robles y su inteligente decisión de engañar al irascible público santista, haciéndolo creer que continuaba oficialmente el partido, en aras de proteger su propia integridad física y la de los jugadores visitantes.
Para desgracia de Peñarol, como contrapartida al informe de Robles los 28 días transcurridos hasta ese 30 de agosto habían sido claves para que Pelé se recuperara de su lesión y precisamente un doblete suyo sentenciaría el título para Santos, que se impondría esa tarde por un drástico 3 a 0, derrocando así al aurinegro, por entonces el campeón vigente de la Copa y, más que eso, el único club que la había conquistado en sus dos primeros años de disputa, derrotando en las finales de 1960 a Olimpia de Asunción y reteniendo el trofeo en 1961, esa vez a expensas de otro brasileño, el Palmeiras paulista. Un gol en contra del “Cacho” Caetano a los 11 minutos, resultaría la antesala del doblete del “Rey”, que a los 48 y a los 89 minutos, decretaría que en el tercer año de la disputa del Campeonato de Campeones de América, como entonces se denominaba, había un nuevo campeón que terminaba de destronar al monarca de las dos primeras ediciones del certamen.
En 1965 se volverían a encontrar carboneros y santistas, pero esa vez sería en el marco de la fase semifinal de la Copa. En el partido de ida, disputado en el Estadio Pacaembú de San Pablo debido a que la Confederación Sudamericana de Fútbol, a esa altura, había proscripto el belicoso escenario de “Villa Belmiro”, Santos se descolgaría con un épico e impresionante 5 a 4, en el que Pelé se había despachado con un gol. La revancha de Montevideo vería como Peñarol se tomaba la revancha, con un también dramático 3 a 2 que forzaba, una vez más, a disputar un encuentro definitorio, que nuevamente se dirimiría en el Estadio Monumental de River, en Buenos Aires. Pelé regresaría al marcador, anotando el único gol de Santos, pero Peñarol terminaría ganando ese lance por 2 a 1, clasificando a las finales de la Copa ante el entonces vigente campeón, Independiente de Avellaneda, con quien caería estrepitosamente tras la disputa de un tercer encuentro, con sede en Santiago de Chile, en el Estadio Nacional, que terminaría con goleada del “rojo”: 4 a 1. “¿De dónde salieron tantos hinchas de Independiente en Punta del Este?” había preguntado a su padre José Luis, el tricolor incondicional de la “barra” de Javier, tras escuchar el increíble despliegue de pirotecnia que inesperadamente había acompañado su propia alegría aquella noche de verano en la Península esteña, mientras disfrutaban en familia, invitados en una casa frente a la vieja Mansa, la que ya no existe, pegadita al puerto, donde unos ocho años antes había aprendido a nadar luego de estar a punto de ahogarse tontamente…en las aguas más mansas de las que el balneario jamás hubiera podido jactarse.
Para ese entonces -1965- ya varios equipos, entre ellos Boca Jrs., que había perdido la final de la “Libertadores” ante el Santos de Pelé en 1963, ya habían ensayado marcas especiales para “El Rey”, tratando de minimizar al máximo su influencia en los partidos de Copa. El “xeneixe” le había castigado duro pero no había logrado su objetivo. Roque Gastón Máspoli, el más que exitoso entrenador de Peñarol, había apelado, con ese mismo objetivo, al veterano del plantel, el "Pelado" Ernesto Ledesma, cuya única participación en los partidos ante Santos, sería dedicarse pura y exclusivamente a ser una “estampilla” de Pelé. El también apodado “Cholo” tendría que seguir a la “Perla Negra” a sol y a sombra, no dejarlo mover, apelar a mil ardides para lograr sus objetivos, los cuales eran que no recibiera el balón o, si lo recepcionaba, que no pudiera iniciar su carrera demoledora con consecuencias invariablemente nefastas para el aurinegro.
Más allá del éxito o del fracaso que podía haber mostrado aquella marca “policial” de cancerbero implacable del “Cholo” Ledesma hacia el gran Pelé, lo cierto es que algo había que hacer si se pretendía ganarle a Santos con “El Rey” en la cancha. Si el resultado favorable que obtuviera el aurinegro en la ocasión, se había debido en gran parte a la marca “espejo” del “Cholo” Ledesma sobre Pelé, es algo imposible de saber a ciencia cierta, pero cuando se le interrogara al respecto, Máspoli había respondido: “y...no sé si fue por la marca de Ledesma, pero en algo influyó por supuesto, de todas maneras que nos quiten lo bailado”.
Con marca espejo o sin ella, el fútbol del siglo XX jamás hubiera sido igual sin las andanzas del “Rey Pelé”, uno de los personajes del deporte universal, una figura respetada por futbolistas, entrenadores, directivos, politicos y embajadores de todo el mundo. El gran Pelé, aún habiendo edificado su reino sobre raíces de humildad y de pobreza, mostraría además una virtud que hasta hoy exhibe: opinaría sobre los futbolistas y sobre el fútbol con la autoridad indiscutible que puede ostentar un verdadero rey, pero jamás caería en la chabacanería y en la ordinariez en la que sucumbirían otros aspirantes a reyes, quienes pasarían de haber sido grandes futbolistas…a revelarse como pequeños y hasta casi detestables seres humanos.
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