lunes, 30 de septiembre de 2019

Brexit: Destrucción Masiva - Parte 3

Yo, Boris

Hace un mes mi hermano renunció como Ministro de mi gabinete y como diputado de nuestro Partido Conservador. Adujo que a esa altura de las cosas eran imcompatibles la lealtad familiar, concretamente para conmigo, con la lealtad con la nación. Es que toda mi familia es europeista, tal como lo era yo mismo en mis épocas de Alcalde de Londres, cuando ni se me pasaba por la cabeza que un día el país votaría para irse de Europa, porque no se puede ser el principal de una ciudad que respira europeismo por todos sus poros y al mismo tiempo siquiera atreverse a pensar que tu tierra se escape de la Unión Europea.

Nací en Nueva York pero me crié y crecí con la educación del Colegio "Eaton", casi a la vuelta del suntuoso Castillo de Windsor, centro de enseñanza famoso justamente por ser la cuna cultural de varios connotados políticos, tal el caso de David Cameron, aparte de miembros de la Familia Real, como los Príncipes Guillermo y Harry, los hijos de la legendaria "Lady D". De modo que, modestia aparte, hasta puede decirse que soy culto y políglota, así como que combino dichas virtudes con el egocentrismo, el excentricismo y, sobre todo, con una verborragia en la que se entremezclan expresiones de alta escuela con imprecaciones varias y hasta coloridos insultos.

Soy algo así como un "tómelo o déjelo, el combo es como es, viene así y punto". Por ejemplo, al escribir estas líneas el país entero está revolucionado no sólo por el interminable drama del Brexit, sino también por el intercambio de improperios e insultos que sostuve días atrás -concretamente el 25 de setiembre pasado- con algunos parlamentarios, durante la sesión que marcó el retorno de los diputados a la Casa de los Comunes, tras la suspensión que les había impuesto para allanar mi camino hacia la concreción de la salida del país de la Unión Europea el 31 de octubre próximo, con o sin acuerdo.

Hoy la nación arde por todos lados, parlamentarios, prensa, opinión pública y hasta algún miembro de mi gabinete, se han dado cuenta que el mundo entero nos mira con incredulidad y asombro: "¿los ingleses perdiendo la línea y su sagrada flema?", se preguntan hasta en los más recónditos rincones del planeta.

Dejo el presente y me remonto a aquel 2015, cuando comencé a virar el timón de mi nave, percatándome de que aquel era el momento para comenzar a excavar el túnel que me depositaría, a la larga o a la corta, en la histórica residencia del Número 10 de Downing Street. Ya no era más el Alcalde de Londres y ese era, justamente, el punto de partida ideal para llegar a la meta que mi ambición me había fijado, que no era otra, por supuesto, que alcanzar el cargo de Primer Ministro de Gran Bretaña. Es que justamente la ambición de Cameron de obtener mayoría parlamentaria en las elecciones generales de ese mismo año (2015), lo había inspirado a llamar a plebiscito para salir o quedarse en la Unión Europea (ver Parte 1) y con ello abría involuntariamente la puerta que me conducía a mi objetivo personal. La resolución estaba tomada: cambiaría de postura con respecto a Europa y utilizaría ese referendum para hacer campaña en aras de que el Reino Unido dejara la Unión Europea.

Aquel era un trabajo sucio por demás. En primer lugar porque yo no creía que fuese bueno que el país dejara la Unión Europea, ya que sólo utilizaba esa campaña para fortalecer mi popularidad para que eso me llevara a ser el siguiente inquilino del Número 10 de Downing Street. El otro gran motivo para rotular a mi campaña como sucia, era claro y contundente: le mentí abiertamente a la gente. Sabía que el público que aplaudía mi actuación era cultural y educacionalmente limitado y de edad avanzada en su mayoría, sector poblacional que, básicamente, fuera luego decisivo con su voto para que triunfara la opción de escindirse de la Unión Europea. Había que hacer creer a esos ancianitos que, fuera del bloque europeo, el país volvería a ser aquel que ellos habían disfrutado durante su infancia y su adolescencia. Asimismo debía inculcarles que el inmigrante sobraba, porque le quitaba al británico su puesto de trabajo, lo cual era una enorme mentira, ya que la realidad marca que el extranjero normalmente realiza las tareas que el local desprecia e incluso rechaza abiertamente. Además, para completar la obra teatral, utilicé para mis traslados durante esa campaña un autobús rojo en cuyo exterior rezaba una gran leyenda: "enviamos por semana 350 libras a la Unión Europea (tributos, contribuciones, etc.), financiemos con ellos el NHS (Sistema Nacional de Salud)".

El ómnibus y su leyenda se hicieron famosos durante la campaña del plebiscito. Se advirtió a la gente desde tiendas enemigas que aquello era un auténtico disparate, algo completamente irrealizable y que jamás llegaría a concretarse, pero ellos no escucharon y quedaron atrapados en la gigantesca red que les tiré. Es que querían la Gran Bretaña de antes, la del té de las cinco, la de la niebla del Támesis hace tiempo olvidada en beneficio del medio ambiente, la de las tradiciones más acérrimas que el modernismo se había llevado y que, al menos hasta ese esperanzador momento que yo les pintaba a todo color, ellos creían que ya nunca más vivirían. Boris (yo) les estaba ofreciendo en bandeja el regreso a un pasado esplendoroso que ya no esperaban ver. Ni se les pasaba por la cabeza creerles a los pro-europeos, quienes les afirmaban que aquello era una gigantesca mentira y que lo único que yo pretendía era hacerme lo suficientemente fuerte y ganar popularidad en mi carrera desenfrenada hacia el Número 10 de Downing Street. Simplemente les dijeron la verdad, pero ellos prefirieron creer en mi mentira, que era mucho más atractiva por cierto.

Mientras tanto yo estaba absolutamente convencido de que aquel plebiscito de junio de 2016 confirmaría la permanencia de mi país en la Unión Europea. Simplemente utilizaba la campaña para salir del bloque ("Leave") para conseguir el objetivo de mi ambición personal, es decir, el transformarme algún día en el Primer Ministro de Gran Bretaña. Usaba entonces la ignorancia de la gente, al menos la de ese estrato de población que tenía casi como única aspiración en la vida, el reunirse en el pub con amigos, tras enormes jarras de cerveza, para hablar del último partido de fútbol o de cricket o simplemente para reir lo más estruendosamente posible y emborracharse hasta el cuadril.

Sin embargo estaba lejos de ser solamente yo quien pensaba que la opción de salida de la Unión Europea no era justamente una opción (sustentable, razonable, viable) y que no tenía ni la menor probabilidad de imponerse en aquel plebiscito de junio de 2016. En realidad todas las corrientes políticas pensaban lo mismo, por lo cual una cantidad inmensa de jóvenes que pudo con su sufragio haber cambiado sustancialmente el curso de las cosas, simplemente miraron las urnas por arriba del hombro y no se molestaron en ir a votar. Inconciencia, inmadurez, subestimación de la fuerza escondida que después se vió que tenía la opción de salida, fueron básicamente las razones por las cuales muchísimos jóvenes se abstuvieron de votar y terminaron siendo decisivos, con su actitud, para el increíble triunfo de la opción de salida. Así las cosas, cuando el gobierno de Cameron comenzó a mirar con ojos desorbitados los resultados de algunas encuestas, inició una propaganda denodada y desesperada, repartiendo casa por casa un librito en el que se detallaba el daño irreversible que implicaría para la nación un triunfo de la opción de salida. Era tarde, los dados estaban echados, ganó el "Leave" (Salir) y ni yo ni nadie tenía la más mínima idea de la manera en que debería instrumentarse la escisión del bloque continental. En mi caso ese resultado no era el que tenía previsto, ya que solo había usado la campaña para promocionarme con miras a concretar mi gran sueño de alcanzar a ser el nuevo Primer Ministro.

Tan pronto como se conoció el resultado del plebiscito, David Cameron renunció a su cargo. Gracias a su promesa de llamar a ese referendum, él había conseguido en las elecciones generales de 2015 la mayoría parlamentaria indispensable para gobernar (ver Parte 1), pero jamás imaginó siquiera que la opción de salida tuviera aunque fuere la más mínima chance de imponerse. El "tiro le había salida por la culata" y entonces tuvo que irse derrotado y humillado. Parecía mi hora pero no la fue todavía.

Para entonces aún tenía mucha, demasiada resistencia en filas de mi propio Partido, así que tuve que resignarme a contemplar cómo le daban el cargo de Primera Ministra a Theresa May. Seguí de cerca su calvario, fui testigo de los reiterados rechazos a su proyecto de salida en el seno del Parlamento, de sus continuos y frustrados viajes a Bruselas buscando inútilmente las modificaciones al documento que le exigía Westminster, contemplé tranquilo cómo las elecciones generales a las que Theresa May convocó en junio de 2017 le robaron la mayoría parlamentaria que hasta entonces ostentaba, en lugar de acrecentarla tal cual ella pretendía. Esperé mi turno, tan simple como eso. Estaba del lado de la línea dura del Brexit, claro está, ya que había sido uno de los líderes de la campaña de salida y debía mantener esa línea ya que estaba más que visto que era la posición que me redituaba. Theresa (May) se caía a pedazos, sus increíbles tesón y amor propio la mantenían en lucha, pero su caída era solo cuestión de tiempo, de muy poco tiempo por cierto.

Y entonces cayó, se derrumbó cuando se quedó sin apoyo alguno. Supe que entonces era mi hora. Enseguida se vió que era amplio favorito para ocupar la primera magistratura. Mis adversarios fueron quedando por el camino y los afiliados al Partido Conservador en todo el país ya tenían la decisióon tomada hacía mucho tiempo ya. Engañé, esperé con paciencia infinita, pero al final logré el objetivo de mi gran ambición personal: ser el Primer Ministro de Gran Bretaña.

En mi estreno en el cargo intenté cierto acercamiento con mucho de protocolar y nada de práctico con Emmanuele Macron y Angela Merkel, claramente y con luz los mandatarios con mayor influencia y poder en la Unión Europea. Es que ahora "estaba en el baile y debía seguir bailando", lo cual equivalía a que estaba comprometido en serio a sacar al país del bloque continental, objetivo que, como ya he contado, no era ni lejos la meta de mi falsa campaña por la salida. Sin embargo, la larga espera me había permitido comprobar repetidamente que debía hacer algo urgentemente para silenciar y maniatar al enemigo, si es que pretendía tener éxito y sacar a la nación de la Unión Europea en la fecha fijada tras la primera prórroga decretada, es decir el 31 de octubre de 2019. Y por enemigo no estoy refiriéndome a los representantes de Europa, sino a los parlamentarios de mi propio país, quienes habían decapitado una y otra vez el "Acuerdo May".

Cad vez que viajara a Bruselas para reunirme con los jerarcas de la Unión Europea, necesitaba blandir con mis dos manos el arma letal de la temida salida de mi país, sin acuerdo con el bloque continental. Esa opción era -y es todavía, claro está- terrible para mi país, pero sé muy bien que no lo es menos para las restantes 27 naciones de la Unión. Así las cosas, me presenté ante la Reina y le dije que necesitaba suspender al Parlamento por cinco semanas a efectos de instumentar las futuras medidas del que iba a ser mi gobierno. Obviamente no era la verdad, ya que lo que en realidad pretendía era que hubiera silencio  en la Casa de los Comunes mientras yo negociaba con una mano el acuerdo con Bruselas, pero siempre blandiendo en la otra, amenazante, el arma letal de la salida sin acuerdo.

Sin embargo mi Parlamento me ganó de mano y antes de la fecha marcada para el comienzo de su suspensión, promulgó una ley que bloqueaba por perniciosa la salida sin acuerdo, a la vez que me obligaba a pedir a la Unión Europea una nueva prórroga de tres meses (hasta el 31 de enero de 2020), en la fecha de salida, en caso de que no lograra un acuerdo para el 19 de octubre. Me habían desarmado actuando en tiempo récord. De allí en más yo debería visitar a los líderes de la Unión Europea en notoria inferioridad de condiciones para conseguir el acuerdo de salida ya que, cumpliendo con la flamante ley, desaparecía de mi mano el arma crucial de la amenaza de una salida sin acuerdo, vital como elemento de alta presión para obtener un acuerdo favorable para el Reino Unido.

Igualmente declaré a quien me quisiera oir que no pediría a la Unión Europea esa nueva prórroga si no llegaba a un acuerdo de salida para el 19 de octubre. "Antes apareceré muerto en una zanja", dije, mientras escuchaba como la oposición, unida a 23 diputados rebeldes de mi propio Partido Conservador, me amenazaba con hacerme comparecer ante una Corte de Justicia, en caso de que no cumpliera con la ley recientemente  promulgada por la realeza, apenas dos días antes de que comenzara el supuesto período de suspensión parlamentaria originalmente previsto por mi para cinco semanas de completa inactividad y silencio total en la Casa de los Comunes, tras haber convencido para ello a la Reina con argumentos completamente falsos.

Justamente y para complicarme aún más el panorama, la Suprema Corte de Justicia terminó resolviendo que dicha suspensión del Parlamento había sido ilegal por haber sido lograda tras mentirle a la Reina como va dicho en el párrafo anterior. De ese modo el Parlamento fue convocado urgentemente tras apenas cinco días de inactividad, en lugar de las cinco semanas estipuladas por mi. Dicen que ese miércoles 25 de setiembre de 2019 será recordado por siempre como un día negro en la historia de la política del Reino Unido. Varios diputados opositores me insultaron y yo les respondí de igual manera. El moderador de la Cámara de los Comunes ("Speaker") estaba atónito y no atinaba a calmar los ánimos. El día después, por más que se enfatizó que no se toleraría de nuevo una jornada con dichos exabruptos, no se escuchó una sóla disculpa, ni de mi parte ni de los sectores de la oposición.

Ahora ha comenzado la Convención de mi Partido Conservador, con sede en Manchester y estamos muy ocupados en prometerle de todo a la gente, porque quizás muy pronto se decida un llamado a elecciones generales. Mientras tanto los partidos opositores, aparentemente muy unidos, siguen conversando en Westminster sobre el próximo paso a dar. Dicen que por ahora no postularán un voto para quitarme la confianza porque temen "quemar" la opción, ya que sospechan que hoy la misma no contaría con los votos suficientes.

Sin embargo hay algo que aparece bastante claro: si para el 19 de octubre no llego a un acuedo de salida consensado con la Unión Europea y aprobado por mi Parlamento, en Westminster querrán hacerme cumplir la ley, es decir pedir personalmente a los jerarcas del bloque la extensión de la fecha de salida hasta el 31 de enero de 2020. Yo ya dije que "antes muerto en una zanja" pero llegado el momento, me quedarían muy pocas opciones: una sería encontrar rápido un mecanismo para saltearme la ley, otra podría ser el renunciar a mi cargo y la última, aplicar el "como te digo una cosa te digo la otra", actitud a la que estoy muy acostumbrado, así que viajaría a Bruselas y pediría la extensión de la fecha de salida, tal como me marca la ley.

En fin, llegado el momento veremos qué hacer.............


lunes, 23 de septiembre de 2019

Brexit: Destrucción Masiva - Parte 2

Yo, May

Me cuesta mucho imaginar mi vida sin la política. Milito casi desde que era una niña. Conocí a Phil May, mi esposo de siempre, dentro de la vida político-partidaria. No pudimos tener hijos y entonces adoptamos como tales a cada uno de nuestros quehaceres de la actividad proselitista. Vivo para la política, ella es todo en mi existencia, convive con mi diabetes y con la insulina que me inyecto a diario.

Fui Ministra del Interior ("Home Office Secretary") desde que mi Partido Conservador retomó el poder en 2010. Durante esa época siempre fui reacia al fenómeno de la inmigración sin límites ni pausas que suponía el ser un país miembro de la Unión Europea, aunque por otro lado también tenía claro que necesitábamos a los inmigrantes, ya que para los trabajos que ellos hacían los británicos no formaban precisamente "cola" para ser entrevistados. En ese entonces, pese a ese sentimiento de aversión hacia la inmigración masiva y descontrolada, obviamente no podía hacer nada al respecto y ni siquiera pude cuando sorpresivamente en el plebiscito de junio de 2016 ganó la opción de salir de la Unión Europea ("Leave"), ya que antes, fiel a la línea de mi partido, había respaldado a David (Cameron), en la campaña por la permanencia en el bloque pese, reitero, a mi notoria inclinación anti inmigratoria.

Sin embargo, tras la renuncia de David Cameron acontecida en junio de 2016 no bien se conoció oficialmente el resultado del plebiscito, ese rechazo a la inmigración masiva que yo sentía desde que se inició ese proceso allá por la década de los '90, jugó un papel determinante, junto a mi ambición política y humana, faltaba más, de encaramarme como Primera Ministra de Gran Bretaña, a la hora de levantar la mano con decisión, como gritando imaginariamente a los cuatro vientos: "¡yo, yo, yo puedo guiar a mi país fuera de la Unión Europea, yo soy la persona indicada para hacer cumplir la voluntad de ese 52% que votó por independizarse del bloque continental!"

BREXIT. Mi elección como Primera Ministra en 2016 sobrevino cuando los restantes postulantes para el cargo fueron renunciando en serie ante la certeza de que mi candidatura contaría con una mayoría abrumadora entre los diputados "Tories" (Conservadores). Ni siquiera fue necesario recurrir al sufragio de los 160.000 afiliados al Partido en todo el país, simplemente porque al final del proceso y tras algunos cabildeos, quedé yo sóla con mi candidatura.

En mi alocución de toma del mando, con la famosa puerta del número 10 de Downing Street como telón de fondo, una de la primeras cosas que dije fue: "¡Brexit means Brexit!" ("¡Brexit significa Brexit"!). El tono que empleé en esa brevísima sentencia fu cortante, firme, seguro. Poco, muy poco tiempo después, descubrí que en aquel momento tan sublime y soñado para mi, simplemente no sabía lo que decía y, menos aún, en el baile en el que me había metido.

CALVARIO. Comenzaban allí casi tres largos e interminables años de negociaciones con Bruselas (capital de la Unión Europea). Al principio se encargó de las conversaciones David Davies, a quien yo había nombrado Secretario del Brexit. Su interloocutor, representando a la Unión Europea, fue Michel Barnier, quien aún hoy sigue en su rol, aunque actualmente más compartido con otros "mandamases" del bloque. Entre todos sobrellevan como pueden el calvario del Brexit.

Sin embargo en aquel segundo semestre de 2016 parecía que las negociaciones avanzaban aunque, justo es remarcarlo, con extrema lentitud. Con el correr del tiempo fui tomando personalmente las riendas de la situación debido, por un lado, a la complejidad creciente del tema y, por otro, a la resistencia cada vez más creciente y enconada de nuestro Parlamento. La Casa de los Comunes terminó de hacerse definitivamente fuerte en el tema "Brexit" cuando, en diciembre de 2016, la empresaria y activista Gina Miller, ferviente europeista, obtuvo un fallo favorable de la Suprema Corte de Justicia, la cual dictaminó, en forma irrevocable, que la palabra final sobre la forma de salida de a Unión Europea la tendría el Parlamento británico y no el Poder Ejecutivo, representado por mi y por mi gabinete ministerial. Estaba claro por demás: yo dependía del Parlameno y este tenía "la sartén por el mango" en el asunto "Brexit".

ABBA. Mis viajes a Bruselas se sucedieron con una continuidad inusual, pero cuando creía llegar a una solución algo se atravesaba en el camino y tenía que volver a empezar. Sin embargo la noche en que el acuerdo cristalizó con Jean Claude Juncker, presidente del Consejo de la Unión Europea, en el momento en que yo salía al escenario para emitir una eufórica alocución, los parlantes emitieron a toda voz los acordes de la canción "Dancing Queen" (Reina Bailarina), del grupo sueco ABBA, ante lo cual no se me ocurrió mejor idea que acompasar mi alegría con el ritmo de la música y subir bailando al escenario, antes de emitir aquel discurso en que anunciaría, eufórica, los detalles del tan anhelado acuerdo con Bruselas para la salida del Reino Unido del bloque continental.

Pocas horas duró mi alegría. Al regresar a Londres el Parlamento me quitó, sin piedad alguna, la euforia de aquella noche. Es que en Westminster no se ponían de acuerdo en nada. Mientras los diputados rechazaban, una y otra vez el acuerdo al que finalmente y con tanto esfuerzo yo había logrado alcanzar con los "zares" de la U.E., también votaban negativamente las mociones que ellos mismos presentaban y que el "Speaker" de la Cámara (John Bercow) aprobaba para ser consideradas. Debatían sin cesar, largas horas, largos días, largas semanas, largos meses, pero jamas se ponían de acuerdo. Hoy puedo casi asegurar, por haberlo vivido en carne propia, que aquella inacción parlamentaria, notoria y palpable, fue el factor principal de inspiración para que el actual Primer Ministro Boris Johnson activara ante la Reina la figura legal, aunque raramente utilizada, de suspender el Parlamento, con el claro -aunque subrepticio- propósito de limpiar el camino hacia una negociación de salida con la Unión Europea o, lo más temido por todos a ambas orillas del Canal, hacia una escisión sin acuerdo alguno. Westminster (el Parlamento) rechazó tres veces el acuerdo al que yo había arribado con la U.E. El primero de ellos -más de 200 votos de diferencia- significó la derrota gubernamental más estrepitosa y abrumadora a manos del Parlamento que se conoce en la historia moderna de mi país.

DESASTRE. Mi humillación ya era extrema, pero por otro lado también constataba que los parlamentarios tampoco se ponían de acuerdo en nada y pueden citarse varios ejemplos al respecto. Por entonces ya asomaba con fuerza creciente  la opción de un segundo plebiscito para que fuera el público quien resolviera lo que ni gobierno ni Parlamento lograban concretar. Supuestamente una de las opciones sería el acuerdo al que yo había llegado con la U.E., aún pese a que había sido rechazado y hasta humillado tres veces por los Comunes, mientras que la otra opción sería la de votar para que el Reino Unido continuara en la Unión Europea. Por cierto que yo no aprobaba esta alternativa de un segundo plebiscito pero la moción estaba, había mucho entusiasmo entre sus proponentes, pero nunca aparecieron los votos para aprobarla.

Otro ejemplo de falta de acuerdo y de la inacción parlamentaria lo configuraba la opción de derogar el Artículo 50, el que marca la salida de un país de la U.E. o, en otras palabras, renunciar al Brexit. Esta alternativa consiguió muchos menos votos aún que la del segundo plebiscito.

Entre todo ese embrollo, idas y venidas, marchas y contra marchas, durante una breve pausa que tomé junto a Phil (mi marido) en la Semana Santa de 2017, tuve la inspiración de convocar a nuevas elecciones generales. Sabía que las ganaría, el Partido Laborista, principal opositor, continuaba tan dividido como siempre y me convencí a mi misma que esa sería la gran oportunidad de acentuar aún más la mayoría parlamentaria con la que ya contaba por entonces y, de esa forma, allanar el camino hacia un acuerdo final para el Brexit. Nunca lo reconocí públicamente pero aquel fue uno de los peores errores que cometí en mis casi tres años en el número 10 de Downing Street. Fue un desastre, en vez de aumentar mi mayoría parlamentaria, terminé perdiéndola. El Brexit me estaba cobrando un peaje carísimo. La gente estaba cansada de mi gobierno y del Parlamento. Necesité aliarme con el Partido de la Unión Democrática de Irlanda del Norte ("DUP") para obtener, en teoría, una mínima y casi insignificante mayoría en los Comunes. Tampoco esa coalición, traida de los pelos como pocas, me sirvió para nada. Mi suerte estaba echada aunque yo aún me resistía a reconocerlo. "No subestimen el tesón de esta Primera Ministra", declaraba por entonces una parlamentaria conservadora, obviamente muy fiel a mi causa, dando a entender que tenía una fe ciega en que yo sacaría al país adelante y concretaría la salida de la Unión Europea, pese a todos los obstáculos. Se equivocaba por completo, el Brexit terminaría siendo mucho más poderoso que mi tesón y terminaría con mi sueño y con mi ambición política.

"BACKSTOP". Los millones de libras que se llevó para Irlanda del Norte el Partido de la Unión Democrática ("DUP") a cambio de la coalición que yo necesitaba para mantener aunque fuera una mísera mayoría parlamentaria, no impidieron que sus líderes finalmente tampoco apoyaran mi acuerdo de salida. La instalación  del "Backstop" (Barrera), una suerte de límite provisorio entre Irlanda del Norte y la europea República de Irlanda, era -y lo es aún hoy- una de las condiciones que la Unión Europea considera innegociables para llegar a una salida acordada, así como representó también el obstáculo más voluminoso y contundente para que el Parlamento de Westminster, acérrimo detractor de dicho mecanismo impuesto por la U.E., aprobara mi acuerdo con Bruselas. Justamente el citado "DUP" resultó ser uno de los mayores opositores a la aprobación del acuerdo de salida, debido al hecho de que incluia esta "indeseable" barrera, pese a que los negociadores de la U.E. se defendían a capa y espada, enfatizando el carácter de "provisorio" del referido mecanismo, argumentando una y otra vez -como aún hoy continúan haciéndolo- que la barrera provisoria es algo imprescindible de implantar hasta que con el correr del tiempo se legisle al respecto.

La humillación casi constante llevó a que el desgaste de mi posición como Primera Ministra llegara a resultar intolerable. Todo se precipitó cuando, tras los tres fracasos estrepitosos de mi acuerdo de salida en el recinto parlamentario, resultó que, por primera vez y milagrosamente los partidarios del Brexit duro (sin acuerdo de salida), se unieron figuradamente claro, fundamentalmente a través de las declaraciones  públicas, con los que apoyaban un segundo plebiscito popular y hasta con los que directamente proponían abolir el Brexit, en un objetivo común: mi cese como Primera Ministra de Gran Bretaña.

La situación era insostenible y no se podía soslayar en modo alguno, así que tuve que renunciar a mis sueños, a mi ambición política de sacar a mi país de la Unión Europea y...al cargo de Primera Ministra del Reino Unido.



(Parte 3 - Lunes 30 de setiembre de 2019)

lunes, 16 de septiembre de 2019

Brexit: Destrucción Masiva - Parte 1

Introducción

La intención manifiesta de estas líneas es explicarle al lector en dos partes, lo más claramente posible, el complejo entramado del Brexit.

Es justamente por eso que recurriré a los primeros actores de esta obra casi surrealista que divide hoy a Gran Bretaña, de tal forma que jamás lo ha estado este país, al menos dentro de lo que se puede llamar su historia moderna. Dichos primeros actores no son otros que los Primeros Ministros de la nación, desde que el tan mentado Brexit estaba aún en ciernes, cuanto todavía era una difusa sombra, teóricamente incapaz por ese entonces de representar una amenaza para la sociedad británica.

Ellos, los tres, tienen algo en común: su ambición política. Por ambición política David Cameron hizo estallar la bomba que hoy destruye a su país. Por ambición política una "Remainer" como Theresa May, quien había sido parte activa de la campaña para que el Reino Unido permaneciera en la Unión Europea, ante la renuncia indeclinable de Cameron levantó la mano y dijo "Yo, yo puedo sacar al país de la U.E." y terminó mordiendo el polvo de un fracaso tan estrepitoso como humillante. Por ambición política Boris Johnson fue un adalid de la campaña de salida a la que utilizó simplemente como trampolín para encaramarse en el cargo de Primer Ministro: fracasó al principio pero su tesonera ambición política hizo que terminara consiguiéndolo más tarde. Porque el Brexit no es sino una triste consecuencia de la desmedida ambición política.

La utilización de la primera persona del singular, a la hora de describir el melodrama de de cada uno de los tres Primeros Ministros involucrados, de una u otra manera, en el proceso del llamado Brexit, se da únicamente para clarificar el panorama lo mejor posible para lectores que vienen de realidades completamente diferentes a la que ha establecido esta suerte de "monstruo" que asola a las Islas Británicas y que amenaza con destruir una de las economías mas fuertes del planeta y, por el dichoso pero irreversible efecto dominó, a las de los 27 restantes países que componen la Unión Europea.

A la vez, esta singular forma elegida para describir los acontecimientos de cada época, aspira a que el lector no sólo los reciba con mayor claridad, sino que al mismo tiempo consiga, dentro de los límites que marca una historia tan intrincada como esta, disfrutar de una lectura lo más amena que sea posible.

Es bueno precisar que las opiniones vertidas dentro del proceso informativo del tema, no son obviamente las de los personajes reales en los que se camufla el autor, sino justamente las del propio narrador.


Yo, Cameron

En junio de 2010 entré por primera vez  como inquilino en el número 10 de Downing Street, recuperando así el gobierno para mi Partido Conservador luego de muchos años, demasiados tal vez, de ostracismo político, testigos ellos de la "Era Blair (Tony)" primero y de la "Era Brown (Gordon)", después. Tony había llevado al país de la mano a una guerra (Irak 2003) tan inútil e infame como injusta, sólo para mantener la tradicionalmente sólida alianza con los Estados Unidos de América. George W. Bush lo había empujado y Tony había caído en la trampa sin siquiera chistar. Su carrera política se derrumbó para siempre, por más que hoy su voz y su perfil resurjan cada tanto defendiendo con uñas y dientes la permanencia del país en la Unión Europea. Nadie lo escucha, pero en todo caso cuanto más insiste en sus apreciaciones, consigue entre la opinión pública el efecto exactamente contrario al buscado.

Gordon (Brown) no hizo un buen gobierno y, en cambio, puede decirse que colocó una elegante alfombra roja al frente del número 10 de Downing Street para que en junio de 2010 yo entrara en la casa con toda pompa junto a mi esposa Samantha y a mis adorados hijos.

Lo cierto es que en realidad yo la tenía muy difícil, ya que no había conseguido en las urnas la mayoría parlamentaria imprescindible para gobernar con la mínima dosis de soltura y tranquilidad, así que no me quedó más remedio que forzar una coalición de gobierno con el Partido Liberal Demócrata, históricamente la tercera fuerza política del país, pero tradicionalmente mucho más cercana ideológicamente al Partido Laborista -nuestros enemigos políticos- que a mis amados "Tories" (Partido Conservador). Así las cosas el entonces líder de los Liberales Demócratas, Nick  Clegg, pasó a ser el Primer Ministro Alterno ("Deputy Primer Minister") y, en teoría, yo había conseguido la tan ansiada mayoría parlamentaria, imprescindible a la hora de gobernar.

Aquello simplemente no funcionó, como muy pocas veces funciona todo lo que se edifica sobre bases endebles. Fue como levantar un edificio sobre arenas movedizas. En general las cosas forzadas nunca tienen éxito y esa alianza hecha "con fórceps" no fue precisamente la excepción a la regla que yo necesitaba. De esa manera muy pronto surgieron desavenencias en temas claves y en múltiples ocasiones la coalición dejó de ser tal, por lo cual las fisuras se multiplicaron y se transformaron en auténticas grietas.

Nick Clegg y su Partido Liberal Demócrata perdieron también credibilidad entre sus adeptos y afiliados, algunos de los cuales llegaron a tildar de "traidor" a su líder. En las elecciones generales de 2015 esta fuerza política sufrió una de las peores votaciones de la historia. Milagrosamente, en dichos comicios Clegg consiguió -a duras penas- mantener su banca en el Parlamento, pero dos años después, tras las elecciones convocadas para junio de 2017 por la entonces Primera Ministra Theresa May, la perdió definitivamente.

Corría 2014, faltaba sólo un año para los comicios de 2015 y yo tenía que pensar rápidamente en algo que me llevara a obtener la mayoría parlamentaria que me había sido esquiva en aquel 2010, que aprecía tan lejano y tan cercano a la vez, habida cuenta de la llaga viva que me había dejado la frustrada coalición con los Liberales Demócratas de Nick Clegg.

Por ese entonces cobraba inusitada fuerza en el país una corriente de opinión  que pretendía a toda voz que el Reino Unido se escindiera de la Unión Europea, basándose en las altas contribuciones que exigía a sus miembros el organismo continental, pero principalmente en la necesidad para ellos perentoria de frenar el incesante flujo inmigratorio que venía acrecentándose sin pausas año tras año, desde mediados de los '90 hasta aquel presente.

"Recuperar nuestra identidad y nuestros valores como país", "Volver a ser nosotros mismos" o "recuperar para los británicos nuestros puestos de trabajo" (aunque difícilmente un británico se avenga jamás a realizar ninguno de los "trabajos sucios" que hace el inmigrante), eran solo algunas de las consignas empleadas por estos auto denominados "Euroescépticos", mayormente políticos del ala de la extrema derecha quienes, con argumentos tan baratos e irreales como sus consignas, pretendían convencer por un lado, a una masa poblacional de muy bajo nivel cultural y, por otro, a gente de edad avanzada, en cuyo caso utilizaban la utopía de que, al independizarse de la Unión Europea, el Reino Unido volvería a sus más lejanas tradiciones y así los "veteranos" vivirían de nuevo en aquel país que habían disfrutado durante su niñez y su adolescencia. Obviamente no detallaban plan alguno para la tal escisión del bloque, simplemente porque no lo tenían ni se les caía siquiera una idea de cómo conseguir su utópico objetivo.

En aquel 2014 este grupo de presión no parecía numeroso ni demasiado peligroso. En cambio el grueso de la clase política consideraba unos simples "locos sueltos" a quienes lo componían. Sin embargo para mi ellos representaron la inspiración que me condujo a la solución de mi problema. Aposté a que, por ese entonces, habían convencido a un número de personas suficiente como para que en las elecciones generales de 2015 yo pudiera conseguir la mayoría parlamentaria tan anhelada. El Partido Laborista, como siempre nuestro principal opositor, permanecía profundamente dividido y así las cosas, yo estaba seguro de que sería nuevamente el inquilino del número 10 de Downing Street, mas no podía arriesgarme a tener que recurrir de nuevo a una coalición forzada como la de 2010.

Así fue que simulé ceder a la presión de ese grupo de extrema derecha y les prometí que, si salía nuevamente electo en junio de 2015, llamaría a un plebiscito para junio de 2016, con las opciones de permanecer ("Remain") o salir ("Leave") la Unión Europea. Por entonces no sabía en la que me metía, pero tras los comicios de 2015 había logrado la mayoría parlamentaria que tanto necesitaba para gobernar. Paradojalmente, mientras la opinión pública y la prensa de mi país mostraban al mundo la gigantesca sorpresa que les causaba que hubiera obtenido una mayoría parlamentaria que nadie esperaba, yo comenzaba a pensar muy seriamente en la cantidad de gente que esos extremistas habían convencido para su causa, como para que hubieran incidido en forma tan determinante en un resultdo harto favorable para mis intereses políticos.

En fin, se los había prometido y entonces tuve que anunciar el llamado a plebiscito para junio de 2016. Claro que, después de ese anuncio, comencé una campaña denodada al principio, desesperada luego, en favor de que mi país permaneciera en la Unión Europea. Para entonces la campaña del "Leave" (Salir) ya tenía nombres propios como el de Nigel Farrrage, líder del UKIP, nuevo partido de extrema derecha que, sorpresivamente, había conseguido una excelente votación en las elecciones generales de 2015. Farrage había enarbolado la bandera del anti europeismo, mucho más que por convencimiento propio, con el fin de consolidar el auge inesperado de su nuevo partido, por entonces el "chiche" de los ultra derechistas del país. Con el tiempo este político fue transformándose rápidamente en un verdadero fanático de la causa anti europea, creando un nuevo Partido Político al que denominó Partido del Brexit y siendo odiado como pocos en los círculos de Bruselas, sede de la Unión Europea.

El otro nombre propio que fue adalid en la causa anti europea fue el del actual Primer Ministro Boris Johnson, quien había sido durante muchos años el Alcalde de Londres. Lo era inclusive cuando en 2012 la capital del Reino Unido fue sede de los Juegos Olímpicos. Difícilmente cabía esperar que alguien que fuera en el pasado reciente Alcalde de la ciudad mas pro-europea del país, un lugar en el mundo donde Europa respira por todos sus poros, se descolgara con semejante despropósito de liderar una campaña para que el país se desligara de la Unión Europea, pero lo cierto es que así fue y su trabajo, así como el de su por entonces compinche, Nigel Farrage, fue sucio por demás. Ambos le mintieron a la gente hasta lo inverosímil, extendiendo una gigantesca cáscara de banana a lo largo y ancho del Reino Unido, para que el público la pisara, resbalara y se diera el porrazo de la historia. Y de tener planes de salida, ni hablar. Ninguno de ellos tenía la más mínima idea de cómo hacerlo, pero tampoco les preocupaba porque sus objetivos eran otros, muy distintos, guiados por la ambición política.

Claro que para los pensantes estaba clarísimo que Johnson, quien mientras fue Alcalde de Londres jamás se manifestó en contra de la Unión Europea y, menos aún, a favor de una escición de su país de dicho bloque continental, tenía intenciones ocultas detrás de su campaña por el "Leave" (Salir). Mi amigo Boris mostraba, ya por ese entonces, su propósito firme e inquebrantable de pedir mi desalojo como inquilino del número 10 de Downing Street y ocupar él mi lugar. Eso estaba tan claro que ni él mismo se preocupó demasiado en ocultarlo.

Yo intenté por todos los medios a mi alcance disuadir a la gente de votar por la opción de salida. La campaña de mi gobierno fue tan intensa y desgastante como la realizada para las elecciones generales, o quizás lo fué aún más. Encendí la alerta roja de "Peligro" para que llegara a iluminar hasta los rincones más remotos del país.  Los sectores de prensa que apoyaban la salida llegaron poco menos que a pedir mi cabeza debido al gasto que insumió la campaña para permanecer en Europa, sobre todo cuando mandé imprimir e hice llegar a cada uno de los hogares del Reino Unido un librito en el que se detallaban todos los enormes perjuicios que ocasionaría al ciudadano común la salida del bloque. Todo fue en vano, el daño estaba hecho.

Yo no podía creer y menos aún tolerar que mi propia ambición política hubiera llevado al país al borde del abismo, pero ya era demasiado tarde. Me vi tirado a la vera del camino y, por todo equipaje, yacía a mi lado una inmensa bolsa cargada con una buena dosis de...mayoría parlamentaria. Inútil mayoría parlamentaria, por cierto. Ya no me servía para nada. Porque renuncié, claro, no podía hacer otra cosa.

"Lo siento, les fallé", tal cual titula el The Times a la entrevista que le concedí el sábado 14 de setiembre de 2019.

(Parte 2 - Lunes 23 de setiembre de 2019)