Yo, Boris
Hace un mes mi hermano renunció como Ministro de mi gabinete y como diputado de nuestro Partido Conservador. Adujo que a esa altura de las cosas eran imcompatibles la lealtad familiar, concretamente para conmigo, con la lealtad con la nación. Es que toda mi familia es europeista, tal como lo era yo mismo en mis épocas de Alcalde de Londres, cuando ni se me pasaba por la cabeza que un día el país votaría para irse de Europa, porque no se puede ser el principal de una ciudad que respira europeismo por todos sus poros y al mismo tiempo siquiera atreverse a pensar que tu tierra se escape de la Unión Europea.
Nací en Nueva York pero me crié y crecí con la educación del Colegio "Eaton", casi a la vuelta del suntuoso Castillo de Windsor, centro de enseñanza famoso justamente por ser la cuna cultural de varios connotados políticos, tal el caso de David Cameron, aparte de miembros de la Familia Real, como los Príncipes Guillermo y Harry, los hijos de la legendaria "Lady D". De modo que, modestia aparte, hasta puede decirse que soy culto y políglota, así como que combino dichas virtudes con el egocentrismo, el excentricismo y, sobre todo, con una verborragia en la que se entremezclan expresiones de alta escuela con imprecaciones varias y hasta coloridos insultos.
Soy algo así como un "tómelo o déjelo, el combo es como es, viene así y punto". Por ejemplo, al escribir estas líneas el país entero está revolucionado no sólo por el interminable drama del Brexit, sino también por el intercambio de improperios e insultos que sostuve días atrás -concretamente el 25 de setiembre pasado- con algunos parlamentarios, durante la sesión que marcó el retorno de los diputados a la Casa de los Comunes, tras la suspensión que les había impuesto para allanar mi camino hacia la concreción de la salida del país de la Unión Europea el 31 de octubre próximo, con o sin acuerdo.
Hoy la nación arde por todos lados, parlamentarios, prensa, opinión pública y hasta algún miembro de mi gabinete, se han dado cuenta que el mundo entero nos mira con incredulidad y asombro: "¿los ingleses perdiendo la línea y su sagrada flema?", se preguntan hasta en los más recónditos rincones del planeta.
Dejo el presente y me remonto a aquel 2015, cuando comencé a virar el timón de mi nave, percatándome de que aquel era el momento para comenzar a excavar el túnel que me depositaría, a la larga o a la corta, en la histórica residencia del Número 10 de Downing Street. Ya no era más el Alcalde de Londres y ese era, justamente, el punto de partida ideal para llegar a la meta que mi ambición me había fijado, que no era otra, por supuesto, que alcanzar el cargo de Primer Ministro de Gran Bretaña. Es que justamente la ambición de Cameron de obtener mayoría parlamentaria en las elecciones generales de ese mismo año (2015), lo había inspirado a llamar a plebiscito para salir o quedarse en la Unión Europea (ver Parte 1) y con ello abría involuntariamente la puerta que me conducía a mi objetivo personal. La resolución estaba tomada: cambiaría de postura con respecto a Europa y utilizaría ese referendum para hacer campaña en aras de que el Reino Unido dejara la Unión Europea.
Aquel era un trabajo sucio por demás. En primer lugar porque yo no creía que fuese bueno que el país dejara la Unión Europea, ya que sólo utilizaba esa campaña para fortalecer mi popularidad para que eso me llevara a ser el siguiente inquilino del Número 10 de Downing Street. El otro gran motivo para rotular a mi campaña como sucia, era claro y contundente: le mentí abiertamente a la gente. Sabía que el público que aplaudía mi actuación era cultural y educacionalmente limitado y de edad avanzada en su mayoría, sector poblacional que, básicamente, fuera luego decisivo con su voto para que triunfara la opción de escindirse de la Unión Europea. Había que hacer creer a esos ancianitos que, fuera del bloque europeo, el país volvería a ser aquel que ellos habían disfrutado durante su infancia y su adolescencia. Asimismo debía inculcarles que el inmigrante sobraba, porque le quitaba al británico su puesto de trabajo, lo cual era una enorme mentira, ya que la realidad marca que el extranjero normalmente realiza las tareas que el local desprecia e incluso rechaza abiertamente. Además, para completar la obra teatral, utilicé para mis traslados durante esa campaña un autobús rojo en cuyo exterior rezaba una gran leyenda: "enviamos por semana 350 libras a la Unión Europea (tributos, contribuciones, etc.), financiemos con ellos el NHS (Sistema Nacional de Salud)".
El ómnibus y su leyenda se hicieron famosos durante la campaña del plebiscito. Se advirtió a la gente desde tiendas enemigas que aquello era un auténtico disparate, algo completamente irrealizable y que jamás llegaría a concretarse, pero ellos no escucharon y quedaron atrapados en la gigantesca red que les tiré. Es que querían la Gran Bretaña de antes, la del té de las cinco, la de la niebla del Támesis hace tiempo olvidada en beneficio del medio ambiente, la de las tradiciones más acérrimas que el modernismo se había llevado y que, al menos hasta ese esperanzador momento que yo les pintaba a todo color, ellos creían que ya nunca más vivirían. Boris (yo) les estaba ofreciendo en bandeja el regreso a un pasado esplendoroso que ya no esperaban ver. Ni se les pasaba por la cabeza creerles a los pro-europeos, quienes les afirmaban que aquello era una gigantesca mentira y que lo único que yo pretendía era hacerme lo suficientemente fuerte y ganar popularidad en mi carrera desenfrenada hacia el Número 10 de Downing Street. Simplemente les dijeron la verdad, pero ellos prefirieron creer en mi mentira, que era mucho más atractiva por cierto.
Mientras tanto yo estaba absolutamente convencido de que aquel plebiscito de junio de 2016 confirmaría la permanencia de mi país en la Unión Europea. Simplemente utilizaba la campaña para salir del bloque ("Leave") para conseguir el objetivo de mi ambición personal, es decir, el transformarme algún día en el Primer Ministro de Gran Bretaña. Usaba entonces la ignorancia de la gente, al menos la de ese estrato de población que tenía casi como única aspiración en la vida, el reunirse en el pub con amigos, tras enormes jarras de cerveza, para hablar del último partido de fútbol o de cricket o simplemente para reir lo más estruendosamente posible y emborracharse hasta el cuadril.
Sin embargo estaba lejos de ser solamente yo quien pensaba que la opción de salida de la Unión Europea no era justamente una opción (sustentable, razonable, viable) y que no tenía ni la menor probabilidad de imponerse en aquel plebiscito de junio de 2016. En realidad todas las corrientes políticas pensaban lo mismo, por lo cual una cantidad inmensa de jóvenes que pudo con su sufragio haber cambiado sustancialmente el curso de las cosas, simplemente miraron las urnas por arriba del hombro y no se molestaron en ir a votar. Inconciencia, inmadurez, subestimación de la fuerza escondida que después se vió que tenía la opción de salida, fueron básicamente las razones por las cuales muchísimos jóvenes se abstuvieron de votar y terminaron siendo decisivos, con su actitud, para el increíble triunfo de la opción de salida. Así las cosas, cuando el gobierno de Cameron comenzó a mirar con ojos desorbitados los resultados de algunas encuestas, inició una propaganda denodada y desesperada, repartiendo casa por casa un librito en el que se detallaba el daño irreversible que implicaría para la nación un triunfo de la opción de salida. Era tarde, los dados estaban echados, ganó el "Leave" (Salir) y ni yo ni nadie tenía la más mínima idea de la manera en que debería instrumentarse la escisión del bloque continental. En mi caso ese resultado no era el que tenía previsto, ya que solo había usado la campaña para promocionarme con miras a concretar mi gran sueño de alcanzar a ser el nuevo Primer Ministro.
Tan pronto como se conoció el resultado del plebiscito, David Cameron renunció a su cargo. Gracias a su promesa de llamar a ese referendum, él había conseguido en las elecciones generales de 2015 la mayoría parlamentaria indispensable para gobernar (ver Parte 1), pero jamás imaginó siquiera que la opción de salida tuviera aunque fuere la más mínima chance de imponerse. El "tiro le había salida por la culata" y entonces tuvo que irse derrotado y humillado. Parecía mi hora pero no la fue todavía.
Para entonces aún tenía mucha, demasiada resistencia en filas de mi propio Partido, así que tuve que resignarme a contemplar cómo le daban el cargo de Primera Ministra a Theresa May. Seguí de cerca su calvario, fui testigo de los reiterados rechazos a su proyecto de salida en el seno del Parlamento, de sus continuos y frustrados viajes a Bruselas buscando inútilmente las modificaciones al documento que le exigía Westminster, contemplé tranquilo cómo las elecciones generales a las que Theresa May convocó en junio de 2017 le robaron la mayoría parlamentaria que hasta entonces ostentaba, en lugar de acrecentarla tal cual ella pretendía. Esperé mi turno, tan simple como eso. Estaba del lado de la línea dura del Brexit, claro está, ya que había sido uno de los líderes de la campaña de salida y debía mantener esa línea ya que estaba más que visto que era la posición que me redituaba. Theresa (May) se caía a pedazos, sus increíbles tesón y amor propio la mantenían en lucha, pero su caída era solo cuestión de tiempo, de muy poco tiempo por cierto.
Y entonces cayó, se derrumbó cuando se quedó sin apoyo alguno. Supe que entonces era mi hora. Enseguida se vió que era amplio favorito para ocupar la primera magistratura. Mis adversarios fueron quedando por el camino y los afiliados al Partido Conservador en todo el país ya tenían la decisióon tomada hacía mucho tiempo ya. Engañé, esperé con paciencia infinita, pero al final logré el objetivo de mi gran ambición personal: ser el Primer Ministro de Gran Bretaña.
En mi estreno en el cargo intenté cierto acercamiento con mucho de protocolar y nada de práctico con Emmanuele Macron y Angela Merkel, claramente y con luz los mandatarios con mayor influencia y poder en la Unión Europea. Es que ahora "estaba en el baile y debía seguir bailando", lo cual equivalía a que estaba comprometido en serio a sacar al país del bloque continental, objetivo que, como ya he contado, no era ni lejos la meta de mi falsa campaña por la salida. Sin embargo, la larga espera me había permitido comprobar repetidamente que debía hacer algo urgentemente para silenciar y maniatar al enemigo, si es que pretendía tener éxito y sacar a la nación de la Unión Europea en la fecha fijada tras la primera prórroga decretada, es decir el 31 de octubre de 2019. Y por enemigo no estoy refiriéndome a los representantes de Europa, sino a los parlamentarios de mi propio país, quienes habían decapitado una y otra vez el "Acuerdo May".
Cad vez que viajara a Bruselas para reunirme con los jerarcas de la Unión Europea, necesitaba blandir con mis dos manos el arma letal de la temida salida de mi país, sin acuerdo con el bloque continental. Esa opción era -y es todavía, claro está- terrible para mi país, pero sé muy bien que no lo es menos para las restantes 27 naciones de la Unión. Así las cosas, me presenté ante la Reina y le dije que necesitaba suspender al Parlamento por cinco semanas a efectos de instumentar las futuras medidas del que iba a ser mi gobierno. Obviamente no era la verdad, ya que lo que en realidad pretendía era que hubiera silencio en la Casa de los Comunes mientras yo negociaba con una mano el acuerdo con Bruselas, pero siempre blandiendo en la otra, amenazante, el arma letal de la salida sin acuerdo.
Sin embargo mi Parlamento me ganó de mano y antes de la fecha marcada para el comienzo de su suspensión, promulgó una ley que bloqueaba por perniciosa la salida sin acuerdo, a la vez que me obligaba a pedir a la Unión Europea una nueva prórroga de tres meses (hasta el 31 de enero de 2020), en la fecha de salida, en caso de que no lograra un acuerdo para el 19 de octubre. Me habían desarmado actuando en tiempo récord. De allí en más yo debería visitar a los líderes de la Unión Europea en notoria inferioridad de condiciones para conseguir el acuerdo de salida ya que, cumpliendo con la flamante ley, desaparecía de mi mano el arma crucial de la amenaza de una salida sin acuerdo, vital como elemento de alta presión para obtener un acuerdo favorable para el Reino Unido.
Igualmente declaré a quien me quisiera oir que no pediría a la Unión Europea esa nueva prórroga si no llegaba a un acuerdo de salida para el 19 de octubre. "Antes apareceré muerto en una zanja", dije, mientras escuchaba como la oposición, unida a 23 diputados rebeldes de mi propio Partido Conservador, me amenazaba con hacerme comparecer ante una Corte de Justicia, en caso de que no cumpliera con la ley recientemente promulgada por la realeza, apenas dos días antes de que comenzara el supuesto período de suspensión parlamentaria originalmente previsto por mi para cinco semanas de completa inactividad y silencio total en la Casa de los Comunes, tras haber convencido para ello a la Reina con argumentos completamente falsos.
Justamente y para complicarme aún más el panorama, la Suprema Corte de Justicia terminó resolviendo que dicha suspensión del Parlamento había sido ilegal por haber sido lograda tras mentirle a la Reina como va dicho en el párrafo anterior. De ese modo el Parlamento fue convocado urgentemente tras apenas cinco días de inactividad, en lugar de las cinco semanas estipuladas por mi. Dicen que ese miércoles 25 de setiembre de 2019 será recordado por siempre como un día negro en la historia de la política del Reino Unido. Varios diputados opositores me insultaron y yo les respondí de igual manera. El moderador de la Cámara de los Comunes ("Speaker") estaba atónito y no atinaba a calmar los ánimos. El día después, por más que se enfatizó que no se toleraría de nuevo una jornada con dichos exabruptos, no se escuchó una sóla disculpa, ni de mi parte ni de los sectores de la oposición.
Ahora ha comenzado la Convención de mi Partido Conservador, con sede en Manchester y estamos muy ocupados en prometerle de todo a la gente, porque quizás muy pronto se decida un llamado a elecciones generales. Mientras tanto los partidos opositores, aparentemente muy unidos, siguen conversando en Westminster sobre el próximo paso a dar. Dicen que por ahora no postularán un voto para quitarme la confianza porque temen "quemar" la opción, ya que sospechan que hoy la misma no contaría con los votos suficientes.
Sin embargo hay algo que aparece bastante claro: si para el 19 de octubre no llego a un acuedo de salida consensado con la Unión Europea y aprobado por mi Parlamento, en Westminster querrán hacerme cumplir la ley, es decir pedir personalmente a los jerarcas del bloque la extensión de la fecha de salida hasta el 31 de enero de 2020. Yo ya dije que "antes muerto en una zanja" pero llegado el momento, me quedarían muy pocas opciones: una sería encontrar rápido un mecanismo para saltearme la ley, otra podría ser el renunciar a mi cargo y la última, aplicar el "como te digo una cosa te digo la otra", actitud a la que estoy muy acostumbrado, así que viajaría a Bruselas y pediría la extensión de la fecha de salida, tal como me marca la ley.
En fin, llegado el momento veremos qué hacer.............
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